Cuando eres adulto, tienes cierta percepción de que los niños están a medio hacer, que no están completos, que aún les falta para llegar (¿adónde?)
Pero estos días de vacaciones me han venido recuerdos nítidos de mi infancia, de que cuando eres un niño, tu percepción es muy otra, y te ves a ti mismo perfectamente hecho y completo. Por eso, no entiendes por qué los adultos se ríen con ciertas cosas que dices, o ponen los ojos en blanco con ciertas cosas que haces, o pierden la paciencia si te mueves demasiado despacio o demasiado deprisa. Cuando eres un niño, no entiendes por qué tienen que aguarte la fiesta si les das besos a los perros o saltas entre los sillones cuando los perros son tan besables y saltar por encima de los sillones es tan divertido.
Uno de mis propósitos para el año nuevo es que la nitidez de esos recuerdos me sirva para respetar más a mis hijos como seres completos que lo hacen lo mejor que saben y pueden. Y no poner tantos ojos en blanco sino mirarles más atenta, y saber esperar si van lento o acelerar si van rápido. Y no aguarles tantas fiestas a gritos. Encontrar el difícil equilibrio entre lo que la niña que todavía hay en mí detecta que quieren y lo que el adulto en que me han convertido decide que deben. Educar sin fastidiar. Decir "no" desde la lucidez, no desde la costumbre, y cederle el paso al "sí" de vez en cuando.
Porque ser adulto, te digo, es un rollo, pero cuando eres niño, ...ser niño, te digo, es un rollo.
Los padres somos grandes creadores de recuerdos: ahí reside una parte enorme de nuestra responsabilidad, no se trata tan sólo de mantenerlos vivos.
Mi pasado mandando mensajes a mi presente en la noche de insomnio previa al primer día de cole.
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