Algunas son bajitas, menudas,
como yo, y me fundo fácilmente con ellas en un abrazo cómodo, cálido, acogedor.
Otras son grandes, amazónicas, imponentes. Pero no me hacen sombra: me dan luz.
Son las luciérnagas de mi ejército de mujeres. Mujeres contentas, satisfechas,
encantadas, encantadoras.
Algunas están enfermas: tienen
cáncer, artritis, esclerosis. Estas son las más fuertes, las más admirables,
las que se crecieron en la adversidad y el reto les hizo ganar medallas.
Otras están tristes, tienen
depresión o algún trauma. Las que engullen para olvidar, las que beben para
olvidar, y las que no consiguen recordar. Las que
tienen altibajos y las que tienen más bajos que altos. Y cuando los bajos son
muy bajos, el vínculo es la terapia. Nos arremolinamos al teléfono, en una cena
en casa de una amiga, o en el infierno, no importa... El caso es juntar las
auras, saber que no estamos solas, que te entiendo, que te escucho, que te
siento, que te quiero.
Mujeres que no pueden rendirse
incluso cuando no les quedan fuerzas. Mujeres que siguen y siguen y siguen. Muchas
son madres, casi todas preocupadas. Agobiadas por el peso, por los niños, por
las suegras, por las nueras, por los silencios de los maridos, por las dudas y
las deudas, por la culpa.
Algunas transparentes, me miran,
sé lo que sienten. Luego están las del silencio enigmático.
Necesitarán un par de copas de vino y un par de jueves para vomitar su alma.
Las mujeres de mi ejército a
veces son víctimas, a veces verdugos, pero siempre acuden: leales.
Sé que no puedo vivir sin ellas.
Necesito el enlace a mi ejército de mujeres. Algunas curan y otras más torpes hieren. Escuchan,
asienten, se emocionan, lloran, ríen, sonríen. Buscan complicidad. Acarician pesares, les abren la jaula. Descomprimen las penas, las echan a volar.
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