la ensalada de espinacas de Athenea,
el tabulé de Helena,
el pollo de la Pepi,
el arroz hindú de Teresa,
la ensalada de pasta de la Moni,
las acelgas de Laura,
el picogallo de Antonio...
La otra mitad de mis platos tiene el nombre de mi madre, como no podía ser de otra manera.
Mis hijos dirían que soy una copiota. Lo soy. Me quedo con lo que me gusta. Me lo llevo. Lo hago mío.
Y cada vez que cocino el plato que tú me enseñaste, nombre-propio-del-plato-que-voy-a-comer-hoy, me acuerdo de ti. Cada vez estás presente en mi cocina. Llevo sin ver a la Pepi desde mis años de interina en La Carolina, a principios de milenio. Cada vez que cocino el pollo a la leche de la Pepi, la Pepi ocupa un ratito mi memoria. ¿No es bonito? UNA cree que sí.
Hasta el cuaderno de recetas me lo regaló Natalia.
Pues así es la vida. La vida, sin este intercambio de recetas, sería un conjunto vacío. Pero es en la intersección en la que está lo interesante:
Es en la intersección donde se aprende, donde se crece.
Una de las intersecciones más acusadas es la vida de pareja, en la que Don Quijote se hace un poco Sancho, y Sancho se vuelve un poco Don Quijote. Pues en la quijotización, mientras crees que te estás volviendo un poco loco, es donde está el aprendizaje y el crecimiento. A veces cuesta verlo. Es mucho más fácil de ver a tiro pegado.
UNA, por ejemplo, tenía muchos estereotipos de género, no sólo por crecer en la casa de Mujercitas, sino porque son sociales y se refuerzan en muchas de las interacciones femeninas: Los hombres son todos iguales es uno de los himnos que entonamos en las hermandades de mujeres. Y luego llega Peter y UNA se ve en la necesidad de, o bien admitir que no todos los hombres son iguales, o bien desdeñar una buena parte de Peter. Peter, en la intersección, le cambia a UNA muchas de sus creencias limitantes.
Los hábitos se modifican en las intersecciones. UNA hace deporte porque Peter ha sido siempre deportista. Peter ahora en los viajes escribe un diario porque se copió de UNA. UNA ahora sabe que a veces es mejor callar que ser espontánea, que hacer las cosas despacio es mucho menos estresante. Peter ahora hace listas, te mira a los ojos cuando te escucha porque eso para UNA es importante.
Otra de las intersecciones que más nos moldean es la familia:
En la familia las intersecciones se complican. Los niños buscan a Peter para unas cosas y buscan a UNA para otras. Los roles se van asignando sin nombrarlos y se van modificando a lo largo de las etapas de la vida. No hay intersección que me haya hecho crecer tanto como la maternidad.
En la intersección con Paul, al ser hijo1, descubrí la PREOCUPACIÓN con mayúsculas, la que te cala los huesos. Aprendí también a elegir mis batallas: Más importante que la propia batalla es el momento de discernir cuáles son las contiendas que merece la pena luchar y cuáles aquellas en las que una rendición a tiempo es una gran victoria (let-it-go... let-it-be...). Paul me enseñó que el drama no es buena compañía en mis años-de-madre y, sobre todas las cosas, me enseña a diario que para poder estar disponible para ellos, LO PRIMERO es querer y cuidar y darle prioridad a UNA. Nunca me he querido tanto como lo hago ahora. Nunca.
En la intersección con Gusi hijo2 recuerdo a diario cuán importante es el afecto: los besos, las caricias, los achuchones, el abrazo... Aprendí enseguida a través de mi intersección con Gusi que no todos los hijos, igual que no todos los hombres, son iguales, y que cada uno tiene su tiempo y sus modos: Querer tratar a Gusi hijo2 como trato a Paul hijo1 es como intentar hacer el pollo de la Pepi con los ingredientes del atún encebollado de Jose. Incomible. En la intersección con este hijo2 de UNA me he reído mucho y pronto supe que la risa es una bandera blanca.
Dolfete hijo3 llegó para contarme que las etiquetas y clasificaciones no funcionan. Que los niños cambian mucho y que, al hacerlo, es absolutamente necesario que la imagen que tú te has hecho de ellos cambie de forma paralela para dejar paso, con admiración, a lo que ellos puedan llegar a ser. En la intersección con Dolfete se me hizo claro que las emociones merecen más atención que las normas: Flexibilizar está en el plato. Me enseña también a diario a cerrar los ojos para no ver el desorden, que vivir amargada por el caos mundano no merece la pena, y a ponerme tapones como flotador para no ahogarme en el ruido.
Pero las intersecciones no acaban en el ámbito de la familia. Los círculos se siguen entrelazando. A UNA le encantan los círculos con otras madres. ¡Tantas recetas! De Cristi, además de la ensalada de col, aprendí que si quieres que los niños te cuenten sus cosas, no les hagas preguntas: Cuéntales tú las tuyas. De Rosa, una mamá muy especial con un hijo especial, aprendí hace no mucho que las verdaderas hazañas son cuestión de tesón y constancia. De Juana, aprendo a aceptar al hijo-que-tengo y renunciar al hijo-que-pensaba-que-tendría o al hijo-que-quisiera-tener. De Carmela, aprendí el salmorejo de espárragos y a abrazar la ambigüedad. Mi madre me anima a seguir sembrando aunque la cosecha no asome aún por el horizonte.
Te haces una idea.
Mis hijos dirían que soy una copiota.
Lo soy.
Me quedo con lo que me gusta.
Me lo llevo.
Lo hago mío.
Podría seguir y seguir con listas de las intersecciones que me han enriquecido o me enriquecen. De hecho, llevo un cuaderno donde las anoto. Lo llamo Lo que aprendí de ti, y en él rindo homenaje a estos aprendizajes. Si estás leyendo esto, probablemente es porque tengas ya una página en mi cuaderno.
En realidad, éste es mi libro de recetas.
Nadie es un conjunto vacío. Todos somos la suma de nuestras intersecciones. Porque sabes lo que pasa cuando sumas todo lo que has crecido en esas intersecciones, ¿no?
Que tienes una mandala.
Eso es la vida:
Una mandala.
Un intercambio de recetas.
Una mandala.
Un intercambio de recetas.
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