Cuando tenía no muchos años, todavía vivíamos en Valladolid, organizaron en el cole un concurso de poesía con ocasión del día de la madre. La señorita de lengua castellana y literatura nos obligó a participar en él, y nos dejó una hora de clase para escribir el poema. Estuve toda la clase entretenida, procrastinando el momento de escribir el poema, que me daba muchísima pereza, y en los últimos cinco minutos de aquella hora, garabateé cuatro versos mal sentidos en la cuartilla para salir del paso.
Gané.
Cuando me lo comunicaron, no daba crédito. Lo achaqué a mi bien trabajada fama de buena estudiante en el cole, pero desde luego no a aquel poema. Me daba muchísimo reparo haber ganado, porque no le había puesto ningún esfuerzo; ni siquiera me había sentido inspirada por la ocasión, ya que en casa siempre nos habían aleccionado que el día de la madre lo inventó el-corte-inglés, y pasaba cada año sin pena ni gloria.
El caso es que, con motivo del premio, nos convocaron a la familia y a UNA a una celebración en el comedor del colegio, en la que tuve que leer mi poema delante de un buen puñado de alumnas, y otros tantos padres y madres. Pasé mucha vergüenza porque UNA sabía que el poema no era bueno, y se sentía totalmente como una impostora que hubiera engañado al personal. Sentí que, al leerlo en voz alta, se iba a descubrir todo el pastel; toda la gente presente iba a darse cuenta de que el poema no valía un duro, y encima se verían obligados a aplaudirlo porque es lo que se hace en estas ocasiones.
Lo peor vino después, cuando la niña que había ganado el segundo premio lo leyó en voz alta. Su poema era precioso. ¡Precioso! Todo rimaba, estaba plagado de sentimiento, era emocionante. UNA-niña miraba a mi madre y pensaba: ¡qué decepción tendrá la pobre! Seguro que habría preferido ser la madre del segundo premio que había escrito aquel poema divino inspirado en su madre.
Pues bien, esta anécdota mundana me viene como anillo al dedo para explicar uno de los sentimientos que, junto con la culpa, han acompañado mi aventura maternal desde sus comienzos: la sensación de ser una impostora, de estar haciendo de madre sin serlo, de estar fingiendo, representando un papel que no me corresponde. Cuando los niños eran bebés o muy pequeños, este síndrome lo llevaba con bastante soltura, pues era como jugar a las muñecas pero con la diferencia de estar cansada todo el tiempo. A medida que han ido creciendo, lo he ido acusando más: el síndrome, me refiero; el cansancio físico ha remitido un poco, ahora más bien es psicológico.
Cuando tuve mi peor momento madre, hace ya tiempo (aunque luego he alcanzado algunas otras cotas igualmente lamentables), UNA llamó a una amiga en busca de consuelo, y mi amiga me aconsejó que le pidiera perdón a mi hijo, una práctica -la de reparar- que entonces aún no figuraba en mi repertorio, por todas las teorías sobre la maternidad que traía de herencia familiar y legado cultural:
- Tengo miedo-, le dije- de que piense que no sé lo que estoy haciendo,
lo cual básicamente se reduce al miedo de que mis hijos descubran que soy una impostora.
- ¿Te crees que él no lo sabe?, me contestó mi amiga confirmándome todos mis miedos.
Huí de ella, porque -escucha- cuando una madre está en un momento vulnerable, un momento de confesión, sumida en culpa y vergüenza, lo que necesita es compasión, mucha compasión, y no que la hagas sentir peor confirmándole sus peores miedos. Ya habrá momento para eso.
El caso es que ese momento-cruella-de-vil de mi amiga me vino que ni pintado para acercarme a aquel niño y reparar y pedir perdón, lo cual vino a sellar un-antes y un-después en mi maternidad, abriendo espacio a la vulnerabilidad, como os conté en Por favor, no romper nada. La apertura de este espacio es uno de los logros maternales que más valoro, aunque no nació precisamente de mis valores (si bien coincide con ellos), sino más bien de esa sensación de "total, si ya se dan cuenta de que soy una impostora, qué más da dejárselo ver abiertamente"; y supuso romper con muchos tabúes que traía puestos la UNA-antes-de-ser-madre, ruptura que ensancha la respiración. Paradójicamente, cada vez que reparo, cada vez que la cago y luego me tomo el tiempo de reparar la cagada, me siento menos impostora y más auténticamente madre.
Yo no sé si mi amiga-cruella tenía razón y efectivamente mi hijo se dio cuenta en aquella ocasión de que UNA es una impostora. Lo que sí te puedo decir con certeza es que, una vez adolescentes, se dan perfectamente cuenta. Paul hijo1 me hizo un día un comentario sarcástico sobre los libros de maternidad que ocupan una esquina de mi librería en el salón y sentí que me escalaba toda la vergüenza que subió a mi rostro infantil en aquel comedor de cole el día que gané el premio y tuve que leer el poema en voz alta. Se está dando cuenta, pensé ante el sarcasmo adolescente de mi hijo, de que este poema es una mierda y UNA es una impostora.
Ha habido muchos momentos-madre-libreta-amarilla-de-snoopy, muchos momentos en que se ha puesto en evidencia que UNA no tiene ni pajolera idea de lo que está haciendo; que, salvo momentos puntuales de lucidez, UNA viene improvisando; que UNA es en realidad una impostora; y que lo único que le hace madre a UNA es el hecho físico de tener tres personitas viviendo conmigo en casa.Pero es que, además, a mi alrededor ha habido a menudo muchas-madres-segundo-premio recitando sus poemas perfectamente rimados: madres que se lo curran, de las que cosen los disfraces de sus hijos en vez de comprarlos en el chino; de las que se comen siempre el filete más pequeño; de las que nunca discuten con su Peter delante de los niños; de las que no gritan; de las que saben qué es lo que hay que decir y qué es lo que hay que hacer sin tener ni un libro de maternidad en su librería; cuyos hijos no las han visto llorar o por lo menos no tanto; que nunca se han acostado antes de que sus hijos se acostaran ni nunca se han levantado después de que sus hijos se levantaran; que encuentran el punto justo entre ser flexibles sin caer en la permisividad y ser estrictas sin caer en el autoritarismo; que nunca olvidaron meter en la mochila la merienda del cole...
NATURAL BORN MADRES
Madres naturales, las llamé en otro post: que les sale ser madres; que la maternidad les viene dada; sólo tuvieron que meter alguna personita nueva en casa para materializar lo que ya traían de fábrica.
Mi Valentina era así.
Me alegro de al menos habérselo halagado en vida.
A veces pienso que perdería absolutamente toda la credibilidad con mis hijos (la que me queda, si me queda alguna) si se asomaran a la cabeza de esta impostora y vieran la que hay allí montada: parece un patio de recreo, con un montón de personajes infantiles a su p*** bola.
Y sí, se intuye la presencia de una seño vigilando... pero no se la ve.
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