El verano pasado fuimos a Canarias. Gran Canaria es la isla de los nombres bonitos: el Roque Nublo, Tejeda, Agaete, Guadayeque, la Pasadilla, Agüimes. Nombres tan llenos de poesía como la belleza de los lugares que nombran. Fue en uno de estos nombres poéticos y lugares bellos, en Arinaga, que Peter me invitó a hacer una travesía a nado. UNA de primeras, mostró reticencias (la pereza, el frío, el temor a cansarme a mitad de trayecto) pero, habiendo descubierto sólo recientemente el poder que sumergirse en agua tiene de remover y alterar emociones, decidí hacerlo y no pude alegrarme más.
Vimos peces preciosos, como pintados a mano, como elegidos para hacer juego unos con otros y decorar el fondo marino. A medida que nos alejábamos de la costa, también se alejaba el suelo de nosotros y hubo un momento en que sentí vértigo. Las rocas y la arena estaban lejos de nuestros pies en el fondo del mar mientras nosotros flotábamos cada vez a más metros de distancia del suelo. El vértigo era obviamente irracional: no podíamos caernos, estábamos flotando a nado pero, irracional o no, UNA lo sentía. No era, no obstante, un vértigo histérico, sino pausado, mecido por el vaivén de las olas y las algas que bailaban también a nuestro alrededor. Y ahí el mar me regaló la metáfora. Pensé: para ver la belleza de cerca, hay que sentir vértigo. Este vaivén. Este vértigo sereno y pausado.
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Me cuentas que habéis decidido dar el paso y que tienes miedo. Que ya lo diste una vez -me cuentas- y saliste malherida, hueca, rota. Que acabas de recuperarte de un-muy-mal-de-amores ¿Y si pasa de nuevo? Leo el miedo en la cautela de tus palabras. ¿Y si me vuelven a herir, a vaciar, a romper? Me dices que ya confiaste y, desde mi escucha, alcanzo a sentir el trauma de la traición estancado en tu cuerpo.
Hay una dinámica de grupo, de ésas que te ponen a hacer en campamentos y jornadas, que consiste en dejarse caer. Una persona se coloca delante de otra y se deja caer, sin mirar atrás. La que está detrás la recoge. El objetivo es fomentar la confianza en el grupo; confiar CONFIAR en que la persona que está detrás te recogerá.
Déjate caer, te digo, siente el vértigo. Volver a ver la belleza pasa por volver a confiar. ¿O prefieres privarte de la belleza para siempre? Obviamente sientes reparo a volver a tener el corazón abierto, como UNA lo tuvo antes de lanzarse a hacer una travesía a nado: la pereza, el frío, el temor a cansarte a mitad de trayecto. Déjate querer, te digo, siente el vértigo porque es vértigo en el mar. Flotarás si confías.
Déjate querer.
Déjate caer.
La expresión en inglés, I've got your back, viene a significar algo así como te respaldo o te cubro o tienes mi apoyo. La traducción literal, sin embargo, sería tengo tu espalda. TENGO TU ESPALDA. ¡Qué bonito!, ¿no? Tú déjate caer que yo tengo tu espalda.
Te cuento que UNA tiene claros los valores, que se sabe la teoría de cómo educar a sus hijos a pies juntillas, que quiere hacerlo distinto, que la educación le brote de dentro, que se base en lo-que-UNA-ha-decidido-creer y no en creencias limitantes heredadas o contagiadas. Luego, te confieso, cuando llega la hora de la verdad de mi vida mundana, UNA dispara a bocajarro las frases que usaron mis padres y con toda probabilidad mis abuelos. A la hora de la verdad mundana, UNA toma muchas decisiones basadas en el miedo: miedo a con quién se junte, miedo a qué hará cuando UNA no esté mirando, miedo a ese futuro incierto que amenaza con pintar el horizonte de gris marengo, miedo a hacerlo mal, miedo al descontrol y al caos.
Vértigo en el mar.
El vértigo se siente cada vez que haces algo en tu familia-de-destino que tu familia-de-origen hubiera hecho radicalmente distinto. El vértigo está ahí cada vez que te sales de lo-normal y votas por ti. Cada vez que tienes miedo de hacer el gilipollas, cada vez que la balanza se inclina más hacia dar que hacia recibir. El vértigo delata su energía cuando entras en una habitación llena de desconocidos. Cuando te subes en un escenario o te bajas de una relación. El vértigo te hace temblar la voz cuando la alzas en público y la mano cada vez que pulsas el botón de publicar.
El vértigo te acompaña cuando sigues un impulso o confías en el instinto propio porque convertirse en adulto en esta cultura implica una gran dosis de renuncia al instinto impulsivo y al impulso instintivo. Crecemos con el eso-no-se-dice, eso-no-se-hace, eso-no-se-toca que cantaba Serrat y aprendemos así a acallar las corazonadas, a poner los ímpetus en modo silencio. Aún peor es el a-su-vez: a-su-vez nosotros aplacamos el impulso de nuestros hijos y nos preocupamos de que su instinto no haga demasiado ruido.
Pero quien quiera ver los peces de colores, mucho me temo que habrá de mojarse y sentir el vértigo. Mucho me temo que habrá de dejarse caer y confiar, confiar en que alguien, aunque sea UNA misma, tenga su espalda.
De hecho, mucho mejor si es UNA misma la que tiene tu espalda pues entonces estás cubierta siempre.
En Arinaga |
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Un texto muy bonito... La vida es vértigo, las decisiones son vértigo... Bien lo dices, el precio de no tener ese vértigo es no vivir...
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