domingo, 23 de junio de 2019

Depende. ¿De qué depende? Del valor con que se mire, todo depende...


Yo siempre he definido la felicidad como serenidad. La serenidad, a UNA, por la forma de ser y de estar en el mundo de UNA, es algo que se le escapa con facilidad. Por eso, cuando alcanzo a sospecharla, cuando la acaricio, cuando ocasionalmente logro sosegarme, me digo:
 Esto: ESTO es la felicidad. 
En breve me inunda el miedo de que no dure o, más que el miedo, la certeza de que no va a durar: Y ¡puf! esa certeza desvanece la serenidad. Fue bello mientras duró... 

El caso es que hace poco alguien de mi entorno ofreció una definición de la felicidad que alguien de su entorno le había ofrecido a ella: 
La felicidad es coherencia

Y esta cita me ha perseguido desde que la leí porque realmente ha dado en la diana. Esta definición no está reñida con la mía pues creo firmemente que la felicidad es serenidad pero la serenidad, en realidad, es coherencia. La falta de serenidad suele venir provocada por la falta de coherencia.

Pasa que no es tan fácil ser coherente porque, para ser coherente, es indispensable preguntarse:
¿Coherente con qué? 
¿Con qué valores he de ser coherente? 
Y los valores son palabras abstractas. 
Y las palabras abstractas a veces son complicadas de llevar al terreno de lo real.



Cuando profesas una religión, los valores te vienen dados por el catecismo al que te adhieres. Tienes un set de mandamientos en los que has decidido creer y haces de ellos tus valores. 
Pero cuando no eres religioso, cuando has decidido conscientemente desvincularte de la religión en la que te educaron, tienes que crearte tus propios mandamientos. Tienes que evaluar los valores que heredaste y decidir con los que te quedas y los que dejas marchar porque ya no te valen. Eso es la madurez.

Esto no es fácil. Ni siquiera es perenne. Es decir, no es algo que hagas una vez y ya te sirva de por vida. Es algo que requiere constante re-evaluación: cada vez que hay elecciones, cada vez que hay decisiones, cada vez que doblan las campanas y, sobre todo, de manera constante cuando estás educando. 
Requiere incluso volver a la primera vez, la primera vez que de niña oíste algo, y recordar lo que te gritó el instinto en ese momento. UNA recuerda perfectamente la primera vez que oyó decir que alguna gente considera a los negros inferiores a los blancos. Recuerda el ¡¿pero por qué?! indignado que se formó instintivamente en su cabeza. UNA recuerda la incredulidad desconcertante cuando oyó decir que alguna gente considera a las mujeres inferiores a los hombres.
 ¡¿PERO POR QUÉ?!  
😳 
AHÍ: En los primeros pero-por-qués reconocerás tus valores. 
Párate  a escuchar los primeros pero-por-qués de tus hijos. Te servirán de recordatorio porque en la inocencia está el valor que luego la educación pervierte.


Dos de los valores más lindos que quise hacer míos y desearía que heredaran mis hijos me los encontré en un libro(¡ay, los libros!):
Haz lo que debas lo mejor que puedas 
y 
sé amable.
Se los he recitado desde chicos.


Sé amable. Pero UNA  no es siempre amable. Peter lo sabe mejor que nadie. Mis hijos también lo saben (Paul hijo1 me lo devuelve con tonillo : "mamá, los valores: sé amable"). Lo sabe UNA porque UNA a veces no es amable con UNA misma. 
Y he ahí la infelicidad.
La serenidad alcantarilla abajo. Cuando UNA no es coherente con la amabilidad que adoptó como valor.

Haz lo que debas lo mejor que puedas. Yo le añadí una coletilla: Haz lo que debas lo mejor que puedas... y desvincúlate de los resultados. Y cuando no logro desvincularme de los resultados, cuando aparece la duda, la culpa, el control, cuando me autocuestiono, entonces también pierdo la serenidad. 

La coherencia en realidad lo es casi todo porque te dicta cómo has de sentirte sobre tus acciones. Este ejemplo ya lo hemos contado: Si tú no crees en gritar como herramienta educacional y gritas, te sientes mal. Si en cambio consideras gritar como un recurso válido en tu repertorio de estrategias educativas, no te sentirás mal. Quizás ni te plantees cómo te sientes. El caso es que el grito es el mismo. Lo que cambia es el valor. Depende. ¿De qué depende? del valor con que se mire, todo depende...

Y así con todo. Si la generosidad es tu valor, pero te cuesta la misma vida abrir la mano, andarás contraída. Las personas contraídas son fácilmente reconocibles.
Si el cariño está entre tus valores y hace mucho que no sientes la piel de nadie, estarás encogida hasta que des ese abrazo.
Si la igualdad es tu bandera y cometes una injusticia, un no-hay-derecho, te sentirás rabiosa contigo misma.
Si defiendes la creatividad pero le echas la bronca a tu hijo cada vez que se sale de los renglones de la escuela, sabrás que la incoherencia apesta.

De hecho, una de las armas arrojadizas más hirientes en una discusión es cuando alguien te echa en cara tus propias incoherencias. 
En yoga, para cada postura hay una contrapostura.
En religión, para cada pecado, hay una virtud. 
Pues en esto de los valores, contra la incoherencia, sólo resta la vulnerabilidad de la confesión: UNA confiesa que estos días anda un poco incoherente. Es fin de curso. UNA anda estresada. UNA anda cansada. Ser coherente requiere hacer el esfuerzo de tener presentes tus valores. Sinceramente UNA no siempre tiene ganas de hacer el esfuerzo: Hay días y días. UNA ve estos días su serenidad diluirse en el caos de los últimos coletazos del curso. 

Esto es todo lo que tengo que decir hoy. No es cualquier cosa:
¿Quieres ser feliz? Sé coherente. 

A modo de postdata añadiré que el problema aparece cuando nos pilla de sorpresa que los valores de los demás no coincidan con los nuestros. Y si el respeto no figura entre nuestros valores preferentes, entonces aparecen el sectarismo, la intolerancia, la discriminación y el odio. Pero eso da para otro post. Uno muy largo.

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