viernes, 25 de febrero de 2022

Los elefantes del metro

Ayer antes del cole reconocí en Dolfete el semblante de la preocupación. Se le cambia la cara y hace el gesto de bajar el mentón y apoyar la frente en mi brazo, como en la foto el elefante (que por cierto lamento no saber quién la tomó y puede estar protegida por derechos de autor 😬). Supe que pasaba algo y de primeras pensé que tendría que ver con el cole pero pronto caí en la cuenta de que UNA había puesto la radio al levantarse. Las noticias de la guerra en Ucrania habían empapado de gris la mañana. Mi chico tiene miedo. 

-Tienes miedo, le dije, por la guerra, ¿verdad? 

Su frente embestió mi brazo con más fuerza. 

El elefante tiene miedo. 

Le levanté la barbilla y tenía los ojos empapados también del gris de la mañana.


Recordé mis propias preocupaciones de niña, cuando oía hablar de la guerra fría y de la bomba atómica. Contrasté mi infancia con toda la preocupación que la generación de mis hijos lleva albergada entre pecho y espalda, sobre todo con la pandemia de la que todavía andamos saliendo, los síntomas del cambio climático que borran las estaciones y nos tienen a las madres haciendo el cambio de armario a principios de febrero, y ahora la guerra que parece se hubieran inventado a cosa hecha en unos cuantos despachos. Decía un amigo en facebook ayer: Ya tienen la guerra que querían y, desde luego, así se siente. 

¡Cuánta preocupación para una sola infancia!, pensé viendo a mi hijo de una década con el rostro agazapado en mi costado. Me enfadé con todos los putins de esos putos despachos tomando decisiones que ensombrecen la que tendría que ser la etapa más feliz de mi elefante. Pero luego mi elefante se fue al cole, a la vuelta se comió un plato de albóndigas, jugó a un juego impronunciable en su tablet; por la tarde nos fuimos a un parque precioso con la abuela que, sentada en un banco, nos miraba pelotear; cenamos en familia, vimos una serie juntos y mi elefante se quedó dormido encima mía en el sillón. Un día feliz, un breve momento de sombra matutino.

Tras acostar a mi elefante, me llegó un mensaje de mi hermana: 

No puedo dejar de pensar en esas familias durmiendo en el metro.

Pensé en todos esos elefantes de menos de una década durmiendo en el metro. Elefantes asustados que han tenido una mierda de día por todos los putins del mundo en sus despachos de mierda. Pensé en el enfado que tienen que tener las madres de esos elefantes contra los putins-de-mierda. ¡¿Qué coño han hecho ellas y qué coño han hecho sus elefantitos para ganarse ese miedo?! ¡¿Se ve algún putin-de-mierda durmiendo en el metro en esas imágenes?! Mientras los elefantes embisten los brazos de sus madres y las madres no tienen brazos qué embestir pero sienten terror, mientras las madres cubren las orejas de sus elefantes para que no les abrume el ruido de las explosiones ni de las sirenas, mientras se preguntan si lo que metieron en el pánico de una sola maleta de forma apresurada es lo que requiere la noche en el subsuelo, los putins-de-mierda dormirán en su cama.


La foto es de Telemundo


Dumbo era una película. Hubo una época, hace no mucho, en la que el movimiento de la corrección política llegó a sus filos más extravagantes y comenzó a arremeter contra cuentos infantiles, por entrever lascas sexistas o de maltrato animal. UNA no sabe hasta qué punto esto puede influir en algo tan complejo como es la educación. Lo que UNA cree es que muchos cuentos infantiles y casi todas las películas americanas deberían llevar calificación +50, pues la visión de la vida que ofrecen y que casi todos hemos aprehendido en nuestras infancias y adolescencias es la creencia imbuida de la existencia de la justicia, de la vida como balanza, del karma

No hay mentira más grande ni falacia más cruel. 

La apertura de ojos más difícil, la que tira de tus pestañas como si te las arrancara, es aquella en la que no te queda otro remedio que aprender que la vida no es ni siquiera remotamente justa;
que hay elefantes durmiendo en un metro en Ucrania mientras mi elefante se duerme encima mía en el sillón;
que hay putins-de-mierda en despachos decidiendo qué elefantes duermen esta noche en el subsuelo sin que los elefantes del metro alcancen a entender nada más que el miedo;
que un ciudadano digno se convierte en refugiado de la noche a la mañana;
que una playa para UNA será un paseo en vacaciones y para otra será un paritorio después de la noche más fría y más larga en patera.

¿Y por qué? Sin por qués. Por los putins-de-mierda.

No hay justicia, señor, no hay justicia. Nos contaron la gran mentira. No hay ajuste de cuentas.

¿Sabes lo que me terminó de partir el alma al ver las imágenes de los niños durmiendo en el metro de Ucrania? Que lleven sus mascarillas puestas.

La foto es de Diario Financiero





martes, 22 de febrero de 2022

Hazle la cama

Cada vez que voy a un partido de fútbol de mi hijo, no puedo dejar de sentir una profunda empatía por el árbitro. ¡Qué soledad! Esa figura uniformada que corre más que nadie campo arriba campo abajo, supervisando lo que hacen 22 personas a la vez, es criticado abiertamente y sin tapujos por padres, madres y jugadores de sendos equipos. Incluso los entrenadores parecen tener muy claro cómo ser árbitro: realmente no sé por qué no se hicieron árbitros en vez de entrenadores. La gente se dirige al árbitro sin respeto alguno, a gritos, a palabrotas, a insultos -¡¡¡ARBIIIII!!!- y no te cuento nada si se da la todavía muy extraña ocasión de que el árbitro sea mujer.

No es que UNA vaya a muchos partidos; me aburren soberanamente, ésa es la verdad. Ni siquiera sigo al balón, miro a mi hijo y, si mi hijo está sentado en el banquillo, el partido pierde totalmente el interés para UNA quien aprovecha para descansar la vista. No tengo ni pajolera idea de fútbol ni intención alguna de aprender. De hecho, he dudado si son realmente 22 los jugadores sobre el campo en el párrafo anterior, pues nunca me paré a contarlos aunque siempre me pareció que hay más del color que no viste mi hijo. El caso es que, si bien no soy espectadora asidua, cada vez que voy tengo uno o varios momentos de sentir una pena profunda hacia ese árbitro vituperado y me pregunto cómo alguien decide meterse voluntariamente en esa tarea. Hasta que el otro día caí en la cuenta de que ser árbitro me recuerda tremendamente a los primeros años de maternidad y ésa sea quizás la razón por la que me conmueve tanto.



Recuerdo con cierta angustia la vulnerabilidad de las primeras etapas de la maternidad, cuando sientes que te han entregado una tarea frágil de por vida y no sabes muy bien cómo abordarla. Imagínate a un árbitro titubeando ante una decisión: ¡presa fácil! Ese mismo aire parece vestir a las madres primerizas y dotar al tiempo al equipo de entrenadoras, mujeres mayores de vuelta de todo, para opinar sin ser preguntadas, sentenciar sin ser invitadas e incluso osar a decidir por ti. Es ahí cuando empiezan los primeros rifirrafes con la suegra. Pocas madres jóvenes y agobiadas he conocido que no se pongan cien veces amarillas y alguna coloradas con la suegra en los primeros años de maternidad. UNA se recuerda pensando "que no se me olvide esto" cuando las intrusiones arañaban la intimidad propia de la maternidad inicial, ya que tengo tres hijos que quizás me hagan suegra y tatuada en la piel mucha irritación que espero no perpetuar, aunque UNA es perfectamente consciente de la repetición de los ciclos en la historia de la humanidad, con lo cual supongo que mis nueras no me soportarán fácilmente cuando sean madres de mis nietos.

No obstante, suegras y madres, hermanas y cuñadas, son al fin y al cabo mujeres de la tribu y biológicamente están llamadas a involucrarse en la crianza de tus criaturas. Las peores intrusiones son las ajenas, las que proceden de meros espectadores que se atreven a meterse en el campo, detener el balón, apechugarlo debajo del brazo y amedrentar al árbitro con explicaciones de lo que es un fuera-de-juego. De estas intervenciones recuerdo varias. Me viene a voz de pronto una mega-rabieta de un Dolfete hijo3 chiquitín en medio de la calle de pronto aderezada con las instrucciones que una viandante decidió ofrecerme sobre cómo gestionar la situación, mientras UNA trataba de que un Paul hijo1 chiquitín y un Gusi hijo2 chiquitín no atravesaran la calle que vienen coches. "¡Señora, váyase usted a la mierda con sus teorías educativas de poca monta!" es una frase que todavía pesa en mi conciencia por no habérsela soltado en su momento, ocupada cómo estaba en que los hijos de UNA y UNA misma sobreviviéramos a aquella rabieta inoportuna con el menor daño físico y psicológico posible. Recuerdo asimismo a Peter volviendo indignado un día de la calle pues otra señora le había parado, ¡escúchame!, le había detenido en medio del supermercado para increparle porque el chupete que llevaba Paul era rosa. ¡Era ROSA! ¿Cómo puedes llevar a un niñO con un chupete rosa? ¡Te cagas! ¿¡De dónde salen estas señoras!? ¿Quién las esparce por el mundo? ¿O se abigarran bajo la apariencia de personas normales, como en el show de Truman, y hacen su aparición en el momento menos deseado? Señora, si a Paul le ha quedado trauma, no será por el chupete rosa, sino por su intromisión en nuestro arbitraje.

Peor aún se siente cuando la apreciación de tu actuación viene de las iguales. Esto no pasa a menudo, afortunadamente, pero pasa. Es como si un árbitro se pusiera a gritarle a otro árbitro ¡¡¡ARBIIIII!!! Se emite seguramente con la mejor intención como bandera, pero la madre joven -y recordemos AGOBIADA-, no lo recibe así. Es el ¡¡¡pero-déjaleeeee!!! Estás en una reunión con amigos, tu chico ha puesto los zapatos en el asiento, tú le dices que los quite, y entra tu amiga: ¡¡¡pero déjaleee!!! y el niño pone la sonrisa de operación-triunfo. En el aperitivo, tu otro chico coge las patatas a puñados, y tú le explicas (que ya se lo explicaste mil y una veces en casa pero parece que el chico es de memoria corta) que así no se cogen las patatas, y tu amiga, la que probablemente luego aprovechará para criticar los modales de tus hijos, entra otra vez: ¡¡¡pero déjaleee!!! El niño aprovecha tu rostro de confusión enojada para meterse las patatas en la boca y restregarse el aceite por la satisfacción que le produce que riñan a la madre que le riñe.

A todas ellas, a las de la tribu, a las señoras abigarradas y desperdigadas por el show de la maternidad, a las iguales en rol de protectoras, UNA les manda el siguiente mensaje desde Una_Vida_Mundana:

¿Tú quieres ayudar?
¡Pues ayuda de verdad! 

Hazle la cama, prepárale unas croquetas o unas albóndigas o mejor ambas cosas, vete a su compra, ponle una lavadora y se la tiendes y se la planchas, friégale los platos, o llévate a los niños un buen rato para que ella pueda disfrutar de no hacer nada que lleva mucho tiempo sin hacerlo. Si abres la boca, que sea para recordarle que no está sola, que tú una vez estuviste tan agobiada como ella y que todo pasa; no digas nada que remotamente pueda hacerle sentir mala-madre o retroalimentarle su culpa o avivar su sensación de inadecuada.

Luego se aprende a mandar a la mierda a la señora que opina sin ser preguntada. Se aprende a hacer caso omiso con gracia, como el árbitro que se pasea por el campo con el garbo que le otorgan todos los partidos arbitrados. También y, sobre todo, se aprende a pedir ayuda. Los días de mi reciente mudanza fueron varias las madres-iguales que se me acercaron a preguntarme: ¿Cómo puedo ayudar?; y UNA no dudó en pedir: Hazme la comida. Durante una semana, no tuve que entrar en la cocina. Eso, señoras, es justo lo que necesitaba: Ir a mesa puesta para poder dedicar mi tiempo a lo que realmente me urgía. A ellas dedico este post, a las que entran en el campo, cogen el silbato, se ponen a arbitrar mientras tú descansas un rato... que estar pendiente de 22 personas a la vez, créeme, agota.

Así que, cuando UNA conoce a una madre joven y agobiada, sólo le da dos consejos: No escuches consejos, arbi, ni siquiera los míos, y ¿los pañales? de marca blanca.

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jueves, 3 de febrero de 2022

La última navidad de Doña Carmen

Poco sospechaba Doña Carmen que aquella sería su última navidad. Cuando llegas a cierta edad, el pensamiento te cruza la cabeza, ¡claro está!, pero lo hace tipo correcaminos. No se para a regodearse pues si no, no vivirías. Y Doña Carmen tiene ganas de vivir. Con su Manolo. Y su hija y su hijo, y sus dos nietas. Todos no se van a juntar este año, ¡no por Dios! que hay miedo, pero su Moni, su muñequita, sí vendrá a cenar con ellos, y así no estarán solos. 

Moni se hace el test de antígenos. Para prevenir. No tiene síntomas pero quiere proteger a su madre que no pudo vacunarse por un síndrome que padeció hace tiempo. Moni lleva desde que empezó la oleada preocupada por su madre, vigilando quién se le acerca y cómo.

UNA forma parte del equipo de animación todo-va-a-salir bien.

- No lo puedes controlar todo, Moni- le decía UNA. 
- Ya lo sé, ya lo sé-, pero en realidad no lo sabía.

Así que se repite el test de antígenos. Negativo. Puede cenar con sus padres.

A los tres días, Moni empieza con síntomas. Se encuentra mal. ¡Ay! Le inunda el miedo. Un test viene a confirmar lo peor. Es positivo. 

A los cuatro días, su peor temor se hace realidad:

-Mi madre está con mucha fiebre...

-Moni, chica, no dejes que la mente te juegue malas pasadas que seguro que te vas a poner en lo más grave. En peores plazas ha toreado tu madre. No sabes si es Covid y, aunque lo fuera, este Covid no es el primer Covid- intentamos tranquilizarla el equipo todo-va-a-salir-bien.

Pero Doña Carmen también dará positivo. Llama a sus hijos para decírselo. ¡Ay, mamaíta! 

- Moni, cariño, hay muchos casos pero no tan graves. La mejor manera de ayudar a tu madre es ponerte bien enseguida para para poder ayudarla a ponerse bien ella. Ya veras cómo todo-va-a-salir-bien.

Los días siguientes pasan pesados. Doña Carmen en su casa, Moni en la suya. Llamando cada hora. Si Doña Carmen se ha levantado y se ha puesto a limpiar ¡qué buena señal! Moni siente un pelín de alivio. Si Doña Carmen está pachucha o triste porque empieza el año sola sin poder tomarse las uvas con su muñequita, ni poder celebrar juntos el santo de su Manolo y de su hijo como cuando eran felices, o preocupada porque su muñequita está sola sin nadie que la cuide, Moni se pone peor, Moni se culpa, Moni se angustia, Moni se siente impotente.

Para el día de reyes, Doña Carmen se ha debilitado porque no quiere comer y su Manolo decide llevarla al hospital. Se queda ingresada con neumonía bilateral. El equipo todo-va-a-salir-bien sigue animando: -Así está mejor atendida. - ¡Menos mal que lo han pillado a tiempo!

Doña Carmen está sola. Nadie puede entrar en planta Covid. Así que el equipo todo-va-a-salir-bien se pone en acción. Localizamos a una enfermera amiga que conoce a una enfermera en la planta de Doña Carmen y hacemos una cadena de mensajes. De Moni a UNA, de UNA a la enfermera amiga, de la enfermera amiga a la enfermera en planta, de la enfermera en planta a Doña Carmen. Y, así, Doña Carmen recibe el afecto de su Manolo y de su muñequita. ¡Que te queremos! ¡Que eres la más bonita!



Pasan los mensajes, pasan los días y, poco a poco, va pasando la última navidad de Doña Carmen. La culpa va ganando protagonismo para afearlo más todo. Moni no sabe cómo se va a perdonar a sí misma. El equipo todo-va-a-salir-bien intenta hacerle llegar que aquí no hay culpables, que en la pandemia sólo hay víctimas. 

Pero vamos perdiendo impulso...

Cuando llega la tan temida llamada de que puede entrar en zona Covid a ver a Doña Carmen, ya Moni sabe que no hay motivos para la alegría. Y el equipo todo-va-a-salir-bien agacha la cabeza y guarda silencio, porque ya sabemos que nada-va-a-salir-bien

Da comienzo el espectáculo de la muerte, ése al que todos hemos asistido en alguna ocasión, o si tienes la suerte de haberte librado hasta ahora, lamento anunciarte que tienes entradas de palco para asistir en futuras sesiones. Nadie habla de las escenas dantescas que todos nos esforzamos en olvidar y asolan el trance del que vivimos tratando de escapar. 


Más allá del merchandising que se ha montado alrededor de esta pandemia, ese mercadillo de mascarillas de colores y tests negativos que luego son positivos y geles hidroalcohólicos de variadas texturas y olores;
más allá de la cantidad ingente de palabras que nos eran ajenas y que no han tardado en colgarse de la jerga diaria de cualquier conversación: PCR, antígenos, carga viral, neumonía bilateral, confinamiento;
más allá del triste hecho de que los chiquillos de 2 años aprendan a hablar una lengua que ya se ha apropiado de esos términos, que en su "desde siempre" hayan leído caras adultas tapadas y que "lo raro" para ellos sean las caras desnudas al descubierto;
más allá de todo esto, bajando a tierra, la pandemia es el drama familiar de la última navidad de Doña Carmen.

Que no se nos olvide.
Que lo fácil es hablar de fenómenos globales y términos abstractos de despacho.
Pero a pie de calle la pandemia ha supuesto que muchos todo-va-a-salir-bien acabaran no saliendo bien. Nos ha callado la boca a muchos equipos de animación.
La pandemia ha marcado 93.857 últimas navidades para ser exactos cuando UNA termina de escribir este post. Serán probablemente más cuando tú lo leas.

🌺🌸🌼🌻

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