viernes, 28 de septiembre de 2018

Abrazar la ambigüedad


Antes de tener hijos todo se pinta de anuncio, de anuncio de bebé con bebé de anuncio.


Cuando nació Paul, hijo1, de inmediato me enamoré de él. Pero casi de inmediato también, cansada y ojerosa en aquellos días de olor a Mustela y pañal, me sorprendió la preocupación. Cada vez que me alejaba, me acordaba de aquella frase de la película El Último Mohicano:


Descubrí lo que es el miedo, el miedo auténtico, el miedo en estado puro, el miedo de que a esa personita que me traía entre manos le pasara algo. Y no era sólo por el inmenso amor que naturalmente le profesaba, sino porque él era ahora MI responsabilidad.


En la paradoja del volcán de emociones del posparto, descubrí también el agobio de la dependencia. La frase socarronea que los niños no vienen con manual de instrucciones. Yo no echaba de menos el manual, pero sí -confesión- el botón ON/OFF. Cuando tienes hijos, no puedes apagarlos. Con suerte, puedes dejarlos un rato en STANDBY. Y ni esto lograba hacer sin sentir culpa. 


¡Ay, la culpa! Hablemos de la culpa.


Cuando UNA es perfeccionista y se convierte en madre, 
se convierte en madre perfeccionista. 
Y en esta época, ser madre perfeccionista es una condena, porque requiere, exige, ser superwomanSólo hace falta asomarse un rato a Facebook para toparse con un montón de posts que te hacen consciente de la brevedad del tiempo con tus hijos: "Solamente tienes 18 veranos con tus hijos" (aunque en España serían 34 pero eso la que lo escribió lo ignora);o de cómo les estás fastidiando su futuro ("La manera en que le hablas a tus hijos se convierte en su voz interior"). 
La gran mayoría de estos mensajes están dirigidos a la madre: una madre recién incorporada al mundo laboral a la que le ha tocado romper con el rol heredado de mujer sacrificada por sus hijos. Pero, en esa ruptura, mientras nos parábamos a parpadear, nos impusieron una nueva carga que dudo mucho hayan tenido generaciones anteriores: la del papel clave en la felicidad de tus hijos, 
la del sentido de culpa, 
la de la necesidad de estar constantemente autocuestionándose como madre. 
¿Lo peor de este cambiazo? 
Que nos viene impuesto desde el mismo mundo femenino porque son mujeres que escriben para mujeres sobre este nuevo modelo de maternidad. 
Ni esta carga la han vivido las generaciones anteriores ni esta carga la han vivido los hombres: 
ni los de las generaciones anteriores, 
ni los de hoy en día. 

El momento ajá lo tuve en una conversación de peluquería: UNA tenía 3hijos, otra tenía 2hijos; la típica pregunta maratón: 
- ¿Vas a tener más? 
Ella se detuvo un segundo antes de contestar, con la dignidad y la sabiduría que sólo despliega la gente simple: 
- No, los niños ponen muy nerviosa...

¡Clic!
Sin saberlo, aquella peluquera acababa de darle permiso a UNA, madre perfeccionista aferrada a la culpa, para reconocer que, efectivamente, los niños ponen MUY nerviosa
A partir de ahí UNA se hizo consciente de que el sentirse culpable o inadecuada o insatisfecha o agobiada o preocupada no ayuda a NADIE. Entonces UNA decidió darle prioridad al autocuidado: como foco de energía del hogar, la responsabilidad más imperante de la madre ha de ser la de estar bien UNA. 
UNA tiene que estar bien para que todos estén bien.
UNA tiene que dedicar tiempo, energía y recursos a estar bien, a hacer las cosas que le gustan a UNA.
UNA tiene que descubrir el placer de decir-que-NO-sin-culpa al plan de un hijo por el plan de UNA.

Porque luego está el aburrimiento. 
El aburrimiento no lo sacan en los anuncios ni en los posts de Facebook.

A veces la historia que hijo1 o hijo2 o hijo3 tiene que contarme es la historia interminable. 
Empieza a contármela el lunes a mediodía a la salida del cole y acaba el miércoles. 
Y UNA, como buena madre del siglo XXI, se pone a su altura y le escucha mirándole a los ojos, con la certeza que proporciona el conocimiento de que la autoestima del hijo depende de la escucha de UNA, y que el hijo necesita sentirse visto y oído lo cual requiere escucha  plena. 
Educación respetuosa. 
Maternidad positiva.

Pero la capacidad de fingir interés de UNA tiene un límite. 
A veces sus historias no lo tienen...

UNA además vive rodeada de varones. 
Y UNA a veces -confesión- se siente sola. 
El 85% de las conversaciones, ¡el 85%!, son sobre fútbol o ciclismo.
UNA se aburre. 
UNA se descubre a sí misma en mitad de una comida desconectando completamente de la conversación, desatendiendo plenamente (mindfulness) pero, por supuesto, una está versada en la importancia de que las comidas sean en familia, sin televisión ni otros dispositivos electrónicos de por medio. ¿La conexión?: con los hijos.

Llegados a este punto, pareciera que sólo llevo asociadas emociones negativas como preocupación o culpa o aburrimiento con maternidad. ¡Y no es así! 
Cualquiera que me conozca sabe que, ni por asomo, es así.

La maternidad me reta cada día a querer ser mejor persona. Tú, Paul hijo1, Gusi hijo2 y Dolfete hijo3, haces que yo quiera ser un mejor modelo de mujer, de madre y de ser humano para ti. 
Tú me haces replantearme mis valores en cada rotonda de la vida. 
Tú me haces volver a empezar cada día (UNA forever tries). UNA nunca se rinde. Como en la canción, UNA es como el junco que se dobla pero siempre sigue en pie.
Y luego está el Amor. 
Luego está el Amor... 
No comparable a nada sentido antes. La certeza de poder con todo por ellos, porque te están mirando. UNA era claustrofóbica y empezó a coger ascensores el día que empezó a tener hijos.
Como conté arriba, me enamoré de Paul, hijo 1. Luego me enamoré de Gusi, hijo2. Y me volví a enamorar de Dolfete, hijo3. A día de hoy sigo enamorada de los tres.
Su sonrisa. 
El tiempo a solas con la personita que no es hijo ni hermano ni alumno y que no cesa de sorprenderme. 
Las películas de los jueves. 
Las acampadas en el salón. 
Los legos. 
Las charlas espontáneas camino al cole. 
Los cuatro besos: al levantarse, al acostarse, al llegar y al irse. 
Sus manos: ¡ay, sus manitas! 
Las notas en la almohada. 
Hacer las cosas juntos, leer juntos, caminar juntos... como la mismísima Paloma san Basilio. 
Vacaciones en familia.
¡La emoción de ser yo el Ratoncito Pérez y los Reyes Magos! 

La manera que tienen de ponerle palabras al mundo: eso nunca deja de encandilarme. 

Sus voces cuando hablan bajito...

Redescubrir mi entorno desde su perspectiva, volver a fijarme en lo pequeño, cuestionarme lo que daba por sentado; ver las mismas líneas con sus ojos y leerlas diferentes.

Luego están las miradas cómplices entre Peter y UNA porque nadie conoce a los 3hijos como nosotros2. 


¡Pero que no te vendan la moto! 
Flaco favor te hacen si te dicen que todo es confetti. Ser madre es muy gratificante pero está sobrevalorado porque es un rollo a veces. Hay que estar preparada para sacrificar a mansalva, sin anestesia, una parte de ti misma. 
Y te echas un poco de menos en los primeros días...

Yo no me arrepiento del sacrificio ni desprecio el compromiso, que no se confunda nadie.

Lo que profeso es que hay que aprender a abrazar la ambigüedad. Hay que mostrarla, para que las mujeres no se creen falsas expectativas mientras compran su ropa de moda premamá, para que no se decepcionen, no sientan culpa. 
La culpa es un cáncer.

Cuando Dolfete hijo3 tenía 7 años, recuerdo un momento. Le dije:
- Mañana trabajo todo el día.
Y él me contestó:
-¡Qué mala suerte! Para ti y para mí.
💜
Y sí, pensé.
El tiempo que paso sin ti es mala suerte.
Pero también es buena suerte.
Me hace que tenga más ganas de verte.


Ahí está la ambigüedad. 
Hay que abrazarla. 

 

Como madre de 3hijos siempre le diré a una mamá nueva que sus días de madre recién estrenada son los mejores días. 
Y lo son. 
Pero también no lo son.  
UNA es feliz, pero está hecha polvo. 
UNA quiere mucho a su bebé, pero a veces le gustaría que no la necesitara tanto. 
UNA está encantada de la vida, pero a veces se cansa de estar preocupada.

Otra historia es, por supuesto, la mamá de Caillou. La mamá de Caillou es perfecta, ella NO necesita abrazar la ambigüedad. 
Pero el niño no pasa de los cuatro años y no le crece el pelo, así que algún tipo de trauma le debe estar causando su mamá. Hablemos de la culpa.





Dedico ¡por supuesto! este post a mis tres reyes... 
que también son mis tres monstruos.








viernes, 14 de septiembre de 2018

Los restos


The leftovers es una serie de TV que en su día vimos en Movistar aunque recientemente he descubierto que es original de HBO. No la conseguí ver completa pues, aunque me sorprendieron los primeros capítulos, no llegó a engancharme. También recientemente he descubierto que está basada en un libro de Tom Perrotta, que me dispongo a leer y quizás a hacer leer a mis alumnos, pobres.
La serie (¡aviso: megaespoiler!) comienza con una breve escena en la que, de repente, desparecen 140 millones de personas en el mundo, el 2% de la población mundial, todas de golpe borradas de la faz de la tierra. Imagínate una foto familiar donde de repente tres personas dejan de estar a la vez, en el mismo instante, y en su lugar hay huecos. En la serie en inglés a ese momento lo llaman desde entonces “the sudden departure” (que traduce algo así como “la salida repentina”). En la versión española lo llamaron “la Ascensión”: las connotaciones religiosas de la palabra creo que no se le escapan a nadie.
Tras esa breve escena, la serie salta tres años, y te muestra cómo los que quedaron se han ido adaptando, cómo han procesado los hechos sucedidos. De entre los leftovers ("los restos" en español), hay un grupo que forma una secta The Guilty Remnant ("el remanente culpable"). Otros intentan mantener una apariencia de normalidad, como si no hubiera pasado nada. Aparecen gurús, como el Santo Wayne, que liberan a "los restos" de sus males. Los jóvenes se refugian en el sexo y las drogas. Cada uno dota de sentido a su existencia de "ser uno de los que se ha quedado", de "todavía estar", como buenamente puede.
Os animo a ver aunque sea el primer capítulo. Es ciertamente impactante.

A mí nunca me ha gustado la ciencia ficción, me atrevo a decir que me aburre soberanamente. Cuando era pequeña, mi padre me llevaba a ver La guerra de las galaxias, y yo accedía de buena gana porque en aquella época ir al cine era un evento ocasional y, por ocasional, sumamente atractivo. Pero luego me quedaba dormida en el cine. Quizás inconscientemente busco la identificación en la ficción y cuando es ciencia ficción, no hay identificación posible. Por ello, me sorprendió que inicialmente me gustara la serie de The Leftovers. Y luego dejó de sorprenderme, cuando me di cuenta de que no es ciencia ficción y, si me apuras, ni siquiera es ficción. 
Es un timo. 
Tom Perrotta se quedó con todos nosotros cuando quiso hacernos creer que había inventado una historia original. 
Porque al fin y al cabo The leftovers es la vida misma. La única diferencia con la vida, el único elemento de ficción, es que en la vida vamos saliendo de uno en uno, no salimos 140 millones a la vez (no por ahora). Pero desparecemos igualmente: 
ahora estás, ahora no estás. 
Eso es la muerte: 
ahora estás, ahora no estás.

Vivir es estar todavía. Morir es dejar de estar.

La vida, como The Leftovers, es la historia de los que se quedan, de los que hasta la fecha nos hemos quedado, y de cómo le damos sentido a esta existencia de remanente, en la que tenemos la certeza absoluta de nuestra salida repentina pero igualmente la ignorancia absoluta de cuándo se producirá. Si uno lo piensa, si uno realmente se para a pensarlo, es de locos. Es ciencia ficción. 
¡La vida es ciencia ficción! 
Por eso hay muchos que ni siquiera se paran a pensarlo y mantienen una apariencia de normalidad, como si nunca fuera a pasar. Hay otro grupo, muy numeroso, que forma la secta del remanente culpable: éste es mi entendimiento de la religión. No estoy desestimando el poder de la fe. Yo crecí siendo creyente: habiendo estado ahí, me resulta inevitablemente más fácil simpatizar. Estoy convencida de que el que cree cree de verdad.
Pero no puedo evitar tener la lucidez de que la fe consuela más que la desesperación. 
Conozco una mujer muy devota, de las mujeres más devotas que conozco, que siempre dice que “si Dios no existiera, tendríamos que inventárnoslo”: creo que eso lo resume todo. 
La muerte es una salida repentina. Para todos. El vacío que deja la silueta del que se va puede llenarse con recuerdos y pensamientos, pero nunca vuelve a tener sentido. Ni drogas, ni sexo, ni gurús. Quizás la otra diferencia, más cruda, entre The Leftovers y la vida es que aquí al final todos nos vamos, unos antes y otros después, pero aquí no se queda nadie a explicar lo que ha sucedido. En cualquier caso, nadie sabe y el que parece que sabe, que sepas que se lo ha inventado y tiene tanta incertidumbre ante su salida repentina como puedes tenerla tú. 
Conozco otra mujer muy devota, de las mujeres más devotas que conozco, que enfermó de cáncer y desesperó: “se ve que no era tan creyente como pensaba”, me confesó.

Hace muchos años, cuando estaba de interina, aún no tenía hijos y andaba de pueblo en pueblo como el Lazarillo de Tormes, conocí a una mujer muy interesante. Se llamaba Vicky y era madre soltera. Una de las noches que nos reuníamos en su casa alrededor de una botella de vino, hablamos del tema de la muerte, tan ridículamente tabú en nuestra sociedad. Hablamos en concreto de la angustia. Yo le planteé si la maternidad no había en cierta manera aliviado esa angustia, por la elongación de la vida que supone la descendencia. Ella no titubeó al afirmar que, si acaso, la había enconado más. 
Y ahora, UNA que es madre, la entiende. 
Un día mi hijo1, Paul, se presentó en mi dormitorio a altas horas de la madrugada y me dijo en su tono de honestidad infantil: 
“mamá, yo sé que nadie quiere morirse, pero yo es que de verdad de verdad de verdad que no quiero”
En el silencio de esa noche, los vecinos oyeron quebrarse mi alma. 
La angustia se torna ahora en la impotencia insoportable de no poder evitarle la salida repentina a esa criatura a la que tú diste entrada. 
Dolfete, hijo3, lloró brevemente una noche de cine de este verano porque pensaba en el día que él se muriera y le daba mucha pena de sí mismo. La angustia de que no podré estar en ese futuro aterrador para consolarlo, para cogerle la mano, se alivia solamente con el consuelo de confiar que efectivamente sea así, que no se altere el orden natural.

Que tú, hijo mío, tengas que pasar por esto...

El dolor de mi madre cuando murió mi padre era también el dolor de vernos a nosotras, hijas, convertirnos en “restos”, vernos luchar por dotar de sentido a nuestra existencia de remanentes.

Y, sin embargo, seguimos. Quiero decir: pocos son los que se vuelven locos. La vida es tan bonita que nos distrae del enigma indescifrable: el amor con sus variantes, la creatividad con sus estrenos, la naturaleza con sus ciclos, y los momentos… ¡Oh, los momentos! Los momentos son los que nos mantienen ebrios de existencia, los que dan pinceladas de sentido al dolor de vuestra ausencia, al estupor con que nos dejó vuestra salida repentina.

Vivamos esta ciencia ficción, pues no queda otra. Vivamos con los huecos en nuestras fotografías, con las sillas vacías en cada Navidad, amemos, creemos, creamos, demos entradas y seamos restos dignos de aquellos a los que vimos salir de repente.

Porque esto es lo que hay. Este momento.

Quiero dedicar este post a mi amigo José Manuel Silva Ben-Hamidi que, pocas semanas antes de morir, me instó a que nunca dejara de escribir.

domingo, 9 de septiembre de 2018

Para ti que te quedas, para mí que me voy... dos inviernos

Yo vivo en Córdoba.
Peter, marido, vive en Málaga.
Córdoba está a menos de dos horas de distancia de Málaga en coche, una hora en tren.
Paul, hijo1, Gusi, hijo2, y Dolfete, hijo3, viven en Córdoba conmigo.
Yo soy profesora y Peter es profesor. Eso significa que tenemos vacaciones escolares. Durante las vacaciones escolares estamos los 5 juntos, en Málaga. Luego llega septiembre y yo me voy y Peter se queda, y tenemos dos inviernos distintos.


Para ti que te quedas, para mí que me voy... dos inviernos

Mi invierno es intenso. Como tantas mujeres, muchas de ellas solas, hago malabarismos para conciliar mi vida laboral en la escuela (en la que además de dar clase, ocupo un cargo directivo) con mi vida en casa: tres niños, meriendas, comidas, cenas, alguna actividad extraescolar (no muchas), coles, tareas, cumpleaños, peleas entre hermanos y un largo etcétera que para una perfeccionista como yo a menudo se hace agotador. Porque lo que nadie te adelanta es que todos estos menesteres llevan emociones asociadas. Navegar las olas emocionales de cada miembro de la familia a través de estos avatares diarios es a veces una experiencia gratificante, y otras, cuando UNA está de valle y no de cumbre, puede llegar a resultar abrumador. Y es en estas brumas cuando UNA se siente sola.

El invierno de Peter, marido, es un invierno en tren. Peter va los martes y se vuelve los miércoles. Peter va los viernes y se vuelve los lunes. Peter duerme cuatro noches en Córdoba y tres noches en Málaga. Peter se estresa porque a veces el tren se retrasa y él llega tarde al cole. O porque sale tarde del cole y no llega al tren. Así que va corriendo. Luego, cuando está solo en Málaga, tiene tiempo de salir a correr porque está solo y a Peter le gusta correr y, reconozcámoslo, le gusta estar solo.

La gente no entiende. La gente no entiende que Peter, marido, viva en Málaga y UNA viva en Córdoba. Pero no siempre fue así. Cuando nos casamos, el proyecto era de vida en común. Peter estaba ya asentado en Málaga porque trabaja en una cooperativa de la que se convirtió en socio con lo cual él no contaba con la posibilidad de moverse sin renunciar a su trabajo. No que Peter, marido, hombre, hubiera renunciado nunca a su trabajo. Es que tampoco eran tiempos de renunciar a ningún trabajo. Siguen sin serlo.
Me moví yo.
Yo era interina: pedí destino Málaga y me lo dieron.
Luego me saqué las oposiciones y estuve dos años en prácticas: pedí destino Málaga y me lo dieron.
Luego estuve en expectativa de destino: pedí destino Málaga y me lo dieron.
Luego me dieron como destino definitivo un pueblo de la provincia de Córdoba: pedí una comisión de servicios y me la dieron por cuatro años consecutivos durante los cuales pedí destino Málaga y me lo dieron.
Y luego, por motivos que sólo la administración podrá explicar, me quitaron la comisión de servicios, de la misma manera arbitraria que me la habían dado.
Para entonces ya teníamos tres niños.
Peleé.
Peleé mucho.
Ya nadie se acuerda de cuánto peleé.
Me pedí una excedencia, estuve un año y medio sin trabajar, y me la pasé peleando. Presenté un recurso a la Consejería de Educación y Ciencia de la Junta de Andalucía. Como seguían sin darme el traslado a Málaga, pedí el traslado a Córdoba donde tengo un colchón de familia y amigos. Y ése sí me lo dieron de inmediato.
Por esas fechas también me llegó la desestimación del recurso que había presentado.

Ahí tuve una rabieta descomunal. Envié un escrito de tres folios a la Administración explicando mi situación de madre de familia numerosa que se veía obligada a elegir entre, o bien dejar de trabajar y tener una familia, o bien seguir trabajando y dejarme a la familia atrás. Por supuesto no obtuve respuesta alguna. No es el objetivo de este post denunciar las inconsistencias de una administración liderada por políticos que se llenan la boca delante de las pantallas de TV hablando sobre conciliación cuando, a la hora de la verdad, mujeres como yo nos hemos visto en encrucijadas de la vida donde parecía haber sólo esas dos opciones: o trabajar o estar con mis hijos. A los hombres por lo general no se les presentan estos dilemas. Peter, marido, nunca tuvo que decidir.
Y yo opté por una tercera opción que no estaba sobre el tapete: la de irme y llevarme a los tres hijos conmigo, porque yo no los tuve para dejarlos atrás, pero tampoco estaba dispuesta a renunciar a una vida profesional para la que estuve décadas preparándome.


No quise renunciar a mi trabajo ni por ser mujer ni por ser madre. 
Y me fui. 
Y me llevé a los 3 hijos conmigo.

Y siete años después así seguimos. Nos hemos acoplado a esta vida a caballo entre dos ciudades, y si bien probablemente ahora sería más asequible obtener el tan ansiado traslado ya que el tema de la conciliación ciertamente ha mejorado, nosotros hemos decidido seguir como estamos porque estamos bien así. Estamos bien así. Y eso es lo que la gente no entiende. Y de lo que quería hablar en este post.

Los libros de texto de infantil y primaria ya han modificado el concepto de familia. La familia ahora abarca muchas modalidades: madres solteras que decidieron acudir a un banco de esperma o padres solteros que decidieron recurrir a un vientre de alquiler en el extranjero; padres y madres divorciados, a veces tiene la custodia él, casi siempre ella, cada vez más es compartida y los niños viajan maleta arriba, maleta abajo de casa de papá a casa de mamá y viceversa; a veces son los padres divorciados los que se mueven y los niños mantienen el hogar. Hay familias de dos padres o familias de dos madres. Hay hijos adoptados, hijos en acogida.
La familia ha evolucionado y ya no responde a un patrón único. Hay múltiples patrones. Pues más allá de estos patrones parece ubicarse mi caso: un matrimonio que se vio obligado a separarse por circunstancias laborales y que ha optado por mantener esa separación. Es decir nos separamos físicamente (que no emocionalmente) por obligación, pero hemos mantenido esa separación por elección. Y la gente no lo entiende.

A lo largo de estos años, y especialmente cada septiembre, me encuentro dando explicaciones, justificando mi situación, resumiendo este post una y otra vez. Y no deja de asombrarme que, si bien se da por supuesto que no osaríamos pedir explicaciones a un matrimonio homosexual, ni a una madre soltera, ni a una pareja divorciada, no obstante, la gente parece sentirse con la libertad de preguntarme por qué: ¿por qué no vivo con Peter, marido, en Málaga? ¿por qué ya no pido el traslado? ¿es que estamos mal? ¿nos vamos a divorciar? Porque por lo visto estar divorciado está bien, ése no sería problema, muchos lo están pero no vivir con tu marido es una desviación. Una desviación de la norma, no tiene categoría de patrón de familia.

Cuando quieras, le digo a la que me cuestiona, te demuestro que yo paso más tiempo con mi marido que tú con el tuyo. No sólo eso. Dudo mucho que mi matrimonio funcione peor que muchos de los que conviven. Cuando lo tienes haciendo equilibrio en un tren, haces por cuidarlo. De manera rigurosa, Peter, marido, y yo hacemos dos escapadas a solas al año que renuevan votos. Buscamos ratos de calidad para hablar de los niños y evaluar nuestra relación, probablemente más ratos que muchos de los que a diario cenan juntos. Y tenemos la complicidad de que compartimos esta modalidad de matrimonio que no está registrada pero que a nosotros nos funciona. Y los veranos... ¡Oh, los veranos!

Este septiembre he decidido cerrar. Ya no me explico más, ya no me justifico más. Esto es lo que hay. Peter, marido, vive en Málaga y UNA vive en Córdoba. Y estamos bien así. ¿Qué no lo entiendes? Pregúntate por qué sientes la necesidad de juzgarme. Hasta la fecha yo he sentido la necesidad de justificarme cada vez que me cuestionabas. Ya no. Este es mi patrón, éste es NUESTRO patrón. Y a nosotros nos funciona. CERRADO.