Mostrando entradas con la etiqueta forever-tries. Mostrar todas las entradas
Mostrando entradas con la etiqueta forever-tries. Mostrar todas las entradas

jueves, 28 de octubre de 2021

Rendirse al caos

Una de las entradas más leídas de este blog, la de El espacio dentro de la piel, se hace con el lema de una conocida película que versa así:

Rendirse no es una opción.

UNA siempre ha abogado por este lema:
UNA forever tries.

Sin embargo, UNA viene contradiciéndose en las últimas semanas, encontrando matices y bueno, dependes a esta receta magistral. Os contaba en Las cosas que UNA anda mudándose, y en el caos de las cajas de cartón que pueblan el salón y la incertidumbre de dónde vamos a estar viviendo la-familia-de-5 en breve, me ha recuperado la ansiedad, se ha hecho otra vez conmigo, como una vieja amiga con un puntito de mala leche que retorna con ganas de charlar en mitad de la noche. La ansiedad, ya os lo he contado en las muchas entradas en las que os he hablado de ella, siempre me pone de rodillas, viene a humillar, a bajarle los humos a la prepotencia de la superwoman que se cree que puede con todo y no puede con todo. Pero, como digo, también es amiga y trae con ella el recuerdo del autocuidado, el freno que baja necesariamente el ritmo, el antídoto contra el perfeccionismo y la ilusión de control. 

Mientras, a tu alrededor, todos los que te quieren y te perciben ansiosa, no pueden evitar sentir cierta incomodidad. La ansiedad no es atractiva, sino todo lo contrario, y es una gran incomprendida. Relájate, Tranquilízate, Tómate las cosas de otra manera, y un largo etcétera de bienaventuranzas son los mensajes que me rebotan estos días desde un entorno que parece tener claro cómo debería estar UNA sintiéndose. Decirle a alguien que padece de ansiedad que se tranquilice es como decirle a alguien a quien le duelen las muelas que no le duelan:
-Vamos, hombre, deja de dolerte las muelas.
Me sale a gritos -la ansiedad a menudo se pasea vestida de enfado y las putas hormonas no ayudan- el no-lo-puedo-evitar de la película Las amistades peligrosas: cómo se siente UNA no es una elección consciente ni deseada como tampoco un dolor de muelas se padece a propósito, ¿no?
Avergonzada te cuento que Dolfete hijo3 el otro día me decía:
- Mamá, debe de ser una porquería vivir siempre preocupada. Me dejó callada.
Pues sí, es una porquería.

En fin, el caso es que fue en uno de estos encuentros con una bienintencionada compañera que se acercó a tratar de aliviar mi desazón, cuando espeté: - Tengo que rendirme al caos. Rendirme, ¡lo ví!, es la salida del agujero. Rendirme al desorden que acampa en mi casa estos días. Rendirme a no saber cuándo y cómo (o si, clama la ansiedad) encontraremos dónde vivir. Rendirme a todo lo que no puedo controlar en estos días de transición. Rendirme a la sensación de inseguridad que conlleva la falta de rutina. Rendirme a la imperfección que lo tiñe todo. Rendirme al caos que acompaña el cambio.

¿Te acuerdas del posparto? ¿Te acuerdas cuando todo el mundo tenía claro CÓMO DEBÍAS SENTIRTE y tú no tenías ni idea de cómo te sentías (y las putas hormonas no ayudaban)? ¿Te acuerdas cuando se te suponía feliz y satisfecha con tu nuevo recién estrenado bebé, y tú te sentías aún incómoda en tu nueva identidad de madre que en esos momentos consistía en un eclipse de tu persona, en no saber cuándo o si íbas a volver a dormir, cuándo o si las cosas recuperarían ciertos tintes de normalidad? Disfrutar de tu bebé en los primeros meses de madre pasa necesariamente por rendirse al caos.

Este pensamiento de rendirse al caos me trajo de vuelta la pandemia. Dicen que con la pandemia se han disparado los casos de ansiedad y depresión. ¡Pues claro! UNA te lo está contando. Todas esas nuevas víctimas de la ansiedad son aquellas que antes de la pandemia se aferraban a la apariencia de control y al perfeccionismo, a la certidumbre y el sentido del orden; y esto es precisamente con lo que arrasó la pandemia, con la certidumbre y el sentido del orden, así que el que ya no se puede agarrar al espejismo (espejismo es la palabra) de estabilidad del control ni al perfeccionismo, se ahoga en desasosiego y abatimiento. Sólo queda rendirse. Rendirse al caos. Rendirse no sólo es una opción. Rendirse es LA opción. Curiosamente ése es el único antídoto que, a quien tiene la fortuna de no padecer de ansiedad, le viene de fábrica. El que te aconseja que te tomes las cosas de otra manera nació rendido al caos.

Esta consigna, de hecho, ha de trasladarse a la vida en general, pandémica o no, en la que la incertidumbre todo lo puebla. Tantas cosas no dependen de ti. Vivir mismamente no depende de ti. Sabes que vas a morir, pero no sabes cuándo ni cómo. Sabes que todos a los que quieres van a morir, pero no sabes cuándo ni cómo. Tantas cosas escapan a tu control. La vida es una gran dosis de caos. La serenidad pasa necesariamente por rendirse al caos. Levantar las manos en señal de rendición. Hacer las paces con el hecho de que no puedes controlarlo todo:

El hecho de que, de hecho, no puedes controlar apenas nada. 


Y dejarse mecer por el pulso del mundo. 
Por esa especie de orden natural que se deja intuir en el vaivén de las olas en el mar y en el vaivén paralelo de tu respiración.
En las lunas y en las estaciones.
Como cuando en el posparto te ponías a tu bebé sobre el pecho y tu respiración se acompasaba con la suya.
En medio del caos, un momento de serenidad te susurraba:

Todo está bien.
No hay nada que hacer.
Nada que sujetar.
Nada que controlar.
Respira.
Todo está bien.


Hoy os regalo un poema de UNO que fue mucho más allá de rendirse al caos y se rindió del todo.
En Versos Mundanos, El suicidio.



lunes, 21 de septiembre de 2020

La vida eterna

Cuando UNA estaba en 3º de EGB, 8 años, asistía a un colegio del opus dei, lo cual probablemente tenga mucho que ver con mi agnosticismo adulto. Los extremos nunca son recomendables. Esto se me dibuja en la misma línea que el hecho de que mi madre nos pusiera de merienda higos secos con nueces y UNA-niña se pasara el recreo mirando con envidia los tigretones ajenos, lo cual tendría un efecto rebote en atracones de panteras rosas por UNA-adulta y probablemente tenga que ver con la inestabilidad de mis niveles de azúcar. El caso es que la impresión que me produjo la religión entendida a la manera del opus dei, junto con la mezcla explosiva de inteligencia y sensibilidad de UNA-cría de 8 años, supuso que me obsesionara con temas tan poco mundanos como la vida eterna. En mitad de la noche, me agobiaba pensando que si la vida después de la muerte era eterna, ¿a qué íbamos a esperar? Me pasaba a la cama de mis padres, que trataban de calmarme hasta quedarme dormida con una paciencia y delicadeza que ahora UNA-madre, sabedora del mérito que eso conlleva en mitad de la noche, admira devota con efectos retroactivos.

Mis padres, en tiempos de crisis, eran muy proclives a buscar ayuda experta externa. Así, en mis días de obsesión con la vida eterna, y sin que UNA-niña lo supiera, hablaron con el párroco de la misa de 12 de los domingos, que era menos opus dei y más ufano, tratando de que me pintara un futuro eterno menos sombrío. Igualmente, hablaron con mi tutora de 3º, la señorita Consuelo. Un día, robándome mi recreo y parte de la clase de gimnasia, la señorita Consuelo me llamó a tutoría y disimuladamente me preguntó por mis preocupaciones, que UNA-niña no quería compartir con ella, pues eran demasiado grandes como para compartirlas fuera de la cama de mis padres y mis noches de angustia. Frustrada porque UNA-niña no accedía a abrirle su alma, a la señorita Consuelo no le quedó otra que recurrir a una cita de la biblia:

Cada día tiene su propio afán

UNA-niña no sabía aún que significaba afán y estaba demasiado pendiente de sus tripas, que sonaban muy fuerte en ese momento reclamando la merienda, como para pararse a procesar aquella sentencia.

Cuarenta y tantos años después, la voz de la señorita Consuelo y esa frase, me vuelven cada mañana a modo de mantra. Me resuenan por dentro en mitad de la travesía surrealista de la pandemia. En esta segunda fase de la-dimensión-confinada en que se encuentra la-familia-de-5, Peter y UNA tuvimos que pasar un buen rato de la primera mañana cancelando citas: el otorrino, la fisio, el corte de pelo de Paul hijo1, el entrenamiento de fútbol de Gusi hijo2, la foto de estudio que íbamos a regalar a la abuela por su cumpleaños, la salida de senderismo con María del Mar, las reuniones en la escuela. De repente, todo cancelado. Me vino como un flash el recuerdo de los días tras la muerte de mi padre, cuando tuvimos que devolver todos los bártulos y medicinas que habíamos comprado para una vuelta del hospital que nunca se produjo. 

Los adultos vivimos en google calendar. Los niños, salvo mezclas explosivas como la de UNA-cría que tienen la mente en la vida eterna, por lo general jamás se levantan y preguntan: 
¿Qué vamos a hacer el jueves de la semana que viene?
¿Qué vamos a hacer en semana santa?
¿Dónde vamos a estar en la primavera del 2023? 
Como mucho, preguntan: 
¿Qué vamos a hacer hoy?

Cada día tiene su propio afán

Cada día tiene su propio afán

El afán, de vuelta en la-dimensión-confinada, ha borrado en plan tsunami todos los colores de la agenda del móvil. Esta pandemia me ha regalado de vuelta un mantra que nunca debimos haber olvidado. Con todo el desasosiego que produce la falta de rutina con que este curso amenaza, el caos que se avecina, el desorden doméstico y laboral, el puto virus sin embargo nos está recordando a gritos que cada día tiene su propio afán. Ya está. Hoy es lo que importa. Lo que vayas a hacer hoy. Cómo decides hacerlo. Y con quién lo hagas. Cada día tiene su propio afán y el afán ahora ha de consistir en aprender a cancelar citas mentales futuras de esa vida que ya no es tan eterna.

¿Qué vamos a hacer hoy?

Afanarnos en hacer lo que debamos lo mejor que podamos. Ser amables. Pedir perdón cuando no lo seamos y empezar otra vez. Hoy. Cada día. 

Porque, para un ratito que vamos a estar por aquí, no nos lo vayamos a pasar enfadados con el mundo. 






miércoles, 6 de marzo de 2019

El juicio


Tenemos que hablar del juicio.

El juicio como hábito mental. Uno al que yo he sido terriblemente adicta. Todavía lo soy en cuanto bajo la guardia. Y es que el juicio produce síndrome de abstinencia cuando intentas desengancharte. 
El juicio es a veces tan inconsciente como habitual. Cuando empecé a meditar, me descargué en mi móvil una aplicación que se llama Breathe que básicamente te envía notificaciones a lo largo del día para que te pares a respirar. 
Para que te pares. 
Y respires.

Cada vez que me paraba, trataba de pillar qué es lo que estaba pasando en ese preciso instante por mi cabeza. Y siempre, o casi siempre, era un juicio. Estaba evaluando a alguien. O lo que es el peor de los vicios: evaluándome a mí misma. 
Criticándome. Cuestionándome. Poniéndome en duda.

Luego está el juicio como hábito social. No hay nada que una más a dos personas que poner verde a otra. La crítica común une mucho y además es divertida. Tuve amigas con las que critiqué mucho y eso nos hizo más amigas.
Pero, ya de adulta, separé las verdaderas amigas de las pasa-tiempo basándome precisamente en el criterio de sentirme, o no, juzgada. A las mujeres que no juzgan puedes contarles una barrabasada que le hiciste a tu marido o a tu hijo en un ataque de nervios y te miran como a una película de Almódovar, admirando el arte de tu estropicio, entre la diversión y la compasión que supone comprender que en las mismas circunstancias ellas habrían hecho lo mismo. O habrían hecho algo completamente diferente. Da igual. Lo que realmente importa ahora es que no dejes de quererte a ti misma.
A las mujeres que no juzgan les puedes contar que has tropezado ciento tres veces con la misma piedra y ni siquiera se aburren. Te acarician la espalda con la misma suavidad que la primera vez que tropezaste porque nunca pierden la fe en ti, porque saben que volverás a intentarlo y que un día tal vez cojas la piedra y te hagas un collar con ella. Porque te han visto crear mucha belleza y eso es lo que han elegido recordar. No llevan la cuenta de tus miserias.
En mi segunda juventud construí mi ejército de mujeres con unas cuantas de esas mujeres que no juzgan. No existen muchas pero, si tienes la suerte de dar con ellas, te salvan la vida con cierta frecuencia.

"Que ni el viento la toque, porque tiene pena de muerte el viento si la toca" era una frase que salía en un episodio histórico (épico, dirían mis hijos) de la serie Verano Azul que veíamos de pequeñas. Pues bien. Eso es exactamente lo que oí recitar en mi interior cuando el juicio rozó a mis hijos. En la comunidad de madres, en esa comunidad de grupos de whatsapp y de cumpleaños a los que toda la clase está invitada, el juicio acampa a sus anchas.
Cuando una amiga enjuicia a tu hijo, o deja de ser amiga, o es que nunca lo fue. Porque un hijo duele mucho. Pero es que además, dime:


¿Quién eres tú para poner etiquetas a alguien que todavía no está hecho? 
¿Quién eres tú para sentenciar a alguien que está en proceso de construcción? 
¿Quién eres tú para decir que el niño apunta maneras o que ya verás cuando éste sea adolescente? 
¿Quién eres tú para ponerle puertas al campo? 

Todo el potencial que encierra una personita de convertirse en una gran persona te lo cargas, 
¡mírame!
te lo cargas
cuando decides de antemano quién y cómo va a ser. 
Y además es que no tienes ni [palabro] idea. 
Porque los niños cambian mucho,
sorprenden mucho,
crecen y mengüan y vuelven a crecer mientras tú te paras a parpadear.

Ni siquiera te atrevas a juzgar a los propios. 
¡Mírame!
No los acotes. Déjalos ser. Ése, y no otro, es el verdadero amor de madre, y no es fácil; ése no sale natural: soltar el juicio y dejar a tus hijos ser como son, desprendiéndote de la necesidad de moldearlos a tu imagen y semejanza.

La buena noticia es que, desde el preciso momento en el que pones la intención en tratar de dejar de juzgar, sucede algo maravilloso: y es que los juicios ajenos empiezan a importarte un bledo. Lo que tú piensas de mí no es mi problema.
Yo llevo escribiendo toda la vida pero nunca había compartido porque me importaba demasiado lo que la gente pensara de lo que escribo, de cómo escribo. Sin embargo, siempre he querido compartir porque pienso que tengo algo que aportar. Creo que muchas de nosotras tenemos mucho que aportar y nos aguantamos las ganas. Me aguanté las ganas de compartir durante años por miedo al juicio. ¿Sabes por qué comparto ahora? ¿Porque he perdido el miedo al juicio? Probablemente no. Ése no se pierde nunca. ¿Quién no se pone a dieta tres meses antes de la reunión del 25 aniversario del cole o de la uni cuando va a ver a los compañeros que la conocieron antes de que la vida se llevara su juventud-divino-tesoro? Como si envejecer fuera algo de lo que avergonzarse...
No, el miedo al juicio no se pierde nunca. El miedo al juicio es humano. Pero el pavor, el pavor que paraliza, el pavor que controla, que roba sueños... ése se pierde el minuto en el que una hace el sano propósito de enmendarse y dejar de juzgar. 
Tú probablemente me vas a juzgar igual pero a mí ya me da igual, porque he puesto la intención en NO JUZGAR. 
¿Quién soy yo para juzgarte? 
¿Acaso te conozco? 
¿Acaso sé qué te ha traído aquí? 
Ni aunque conociera todas las cuentas enlazadas de tu vida podría jamás ahondar en los recovecos de tu alma, esos escondites que te llevaron a seleccionar unos recuerdos sobre otros, esas esquinas de tu vida que te llevaron a tomar unas decisiones sobre otras. 
No sé lo que lamentaste, ni lo que oíste de lo que te dijeron. 
No sé lo que viste de lo que tenías enfrente de tus ojos. 
No nos conocemos. 
La persona que has llegado a ser está SOLA precisamente porque nadie estuvo siempre allí con ella testigo de lo que oía y veía y decidía y recordaba. Y esa soledad merece el respeto del que desconoce.

No te juzgo.
No me juzgues. 

¿No sería todo distinto?
Por supuesto queremos mentes críticas. 
Pero no criticonas.