sábado, 8 de agosto de 2020

Los hilos invisibles

Uno de los pensamientos que más ansiedad me produce, porque al final son los pensamientos los que generan ansiedad, es la certidumbre de la soledad en la que nos hallamos todos: tú no tienes acceso a mi mundo interior, por más que yo intente dártelo a través de mi comunicación verbal y no verbal, y yo no tengo acceso al tuyo. Todo lo que pasa dentro de ti, que es mucho, es tuyo y tuyo sólo. Todo lo que pasa dentro de mí, que a veces raya lo-demasiado, es mío: yo me lo quedo. Nacemos solos, vivimos solos, morimos solos. Por mucho que deseemos acceder los unos a los otros, lo cierto es que estamos aislados y las relaciones humanas no son otra cosa que torpes intentos de atajar esa soledad. Pensarlo me pone ansiosa.

Pero no tengo que creerlo. Ahí está el antídoto: en decidir no creerlo. Pues si esa soledad es la que nos separa, luego están los hilos invisibles que nos unen. Los hilos invisibles también son objeto de creencia. ¿Recuerdas? "Lo esencial es invisible a los ojos". Pues estos hilos de los que hablo, aunque no se ven con la vista, ni se tocan con las manos, no obstante son susceptibles de sentirse. Incluso si no crees en ellos, puedes sentirlos si prestas atención. La ansiedad, en realidad, no es otra cosa que dudar de la existencia de esos hilos. 

Hay un hilo invisible, por ejemplo, de los ojos de Peter-padre a los ojos de UNA-madre. Ese hilo que es exclusivo nuestro me une a Peter porque sé que nadie salvo Peter siente por mis hijos lo que UNA siente por mis hijos. Sólo Peter. Este hilo se devana de los ojos de cualquier madre a cualquier padre. Cuando el hijo hace algo bello y los padres se miran con orgullo, no hace falta verbalizar. Cuando el hijo hace algo perverso pero divertido, los padres pueden reír la gracia a través del hilo invisible que une sus ojos mientras cumplen la obligación moral de explicarle al hijo que eso está mal, muy mal. Ese hilo invisible se tiñe de preocupación cuando alguna amenaza se cierne sobre la salud de los pequeños mientras el lenguaje- corporal o no- sabe que tiene que disimular para que el miedo no salpique a las criaturas. 

En la pareja, el hilo invisible te avisa cómplice cuando el-otro te desea, o cuando necesita que no invadas su burbuja de espacio personal y te alejes un rato. Es el hilo que se ilusiona con los planes comunes, el hilo que admira las cualidades de el-otro que maduran como el vino, y el mismo hilo que reconoce las danzas ya familiares en los conflictos y los acorta en aras de los valores compartidos: ya sé cómo va acabar esta discusión porque nos conozco, son ya muchos hilos, y decido dejarla estar, dejarla ir. Es el hilo que está plagado de palabras y frases, de gestos y muecas, que no significan nada para el-ajeno y todo para la-pareja.

Hay un hilo invisible entre madre e hijo. Ese hilo invisible que sentiste la primera vez que notaste a tu bichín moverse en el embarazo y no sabías si eran gases o era una mariposa. Es el mismo hilo invisible que reposa en tu regazo cuando tu bebé duerme encima de tu pecho y su respiración se sincroniza con la tuya. Cuando tu pequeño se cae y se hace daño, y un beso tuyo encima de la herida la cura milagrosamente: el hilo invisible entre tu hijo y tú está lleno de besos que curan, manos que se entrelazan haciendo prodigios, susurros que levantan telones de acero. Es el hilo que se regocija cuando tu chico hace surf y coge una ola, o mete un gol, o inventa y crea y brilla, e inmediatamente mira en tu dirección para ver si lo has visto, para asegurarse de que no te lo has perdido. Es el hilo que se tensa cuando, nada más ver a tu hijo, tú ya sabes que algo le pasa sin necesidad de que te lo cuente. Es el hilo invisible que sientes debilitarse y temes se rompa en la adolescencia de tu grande, pero sabes sigue ahí pendiente, colgado, temblando.

Desde que empecé a escribir este blog, han pasado muchas cosas bonitas. Me han escrito personas, sobre todo mujeres, sobre todo madres, expresándome el alivio que les ha producido el poderoso hilo del yo-también. Yo-también estoy harta. Yo-también grito. Yo-también lloro en el cuarto de baño. Yo-también me siento mala-madre. Yo-también quiero salir corriendo. Yo-también estoy enamorada de mi hijo y yo-también quiero estrellarlo. Yo-también siento el desasosiego que me produce el paso del tiempo. A mí-también me revuelve el vértigo que me produce la incertidumbre. Yo-también pienso que no doy la talla, que no estoy a la altura, que salgo perdiendo en la comparación. Yo-también dudo. Yo-también me arrepiento. 

El yo-también es un hilo invisible férreo que nos une: yo no puedo acceder a tu mundo interior y, sin embargo, sé por lo que estás pasando, sé lo que estás sintiendo, porque UNA ha estado o está ahí. Claro, hay que haber estado o estar ahí. El hilo invisible requiere presencia.

Poco antes de morir mi padre, murió el padre de una amiga. UNA creyó que entendía. Cuando murió mi padre, sin embargo, y sentí en primera persona el desgarro que supone la orfandad de el-referente, UNA le pidió disculpas a su amiga. Le dije: 

- Lo siento. No supe estar ahí para ti. Porque no entendía. Ahora entiendo. 

La muerte de mi padre tejió un hilo invisible entre UNA y ella, entre UNA y todo el que ha perdido a el-referente.

Así es la vida mundana. Sí, naces solo. Pero a medida que vas creciendo, por fuera y por dentro, vas tejiendo hilos invisibles, como esas frases que subrayas al leer un libro porque ponen voz a tu mundo interior. Al final, con los hilos invisibles, tejes una red. 

Quiero creer que es esa red la que te mece a la salida de una vida mundana.


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