lunes, 6 de marzo de 2023

Nimiedades

La vida son un montón de días normales.

Cuando publiqué mi entrada anterior sobre una reclamación incesante a una de las grandes eléctricas, me escribió una amiga desde el hospital: su marido ingresado con un derrame cerebral. De repente, el Goliat de mi entrada se tornaba mundanez. Como decía un alumno en una presentación en clase sobre sus viajes a África, nuestros problemas son pequeñas miserias occidentales al lado del verdadero drama del que había sido testigo en sus travesías, el de la pura y dura supervivencia. 

La vida son un montón de días grises, un puñado de días repetidos en una especie de sucesión que se las apaña para hacerse parecer interminable. 

Ponte el abrigo que hace frío. ¿Otra vez te has olvidado las llaves? ¿¡Pero por qué me hablas así!? Estoy harta de que me toque hacerlo todo a mí. ¿Tienes que hacer tanto ruido mientras comes? ¡Llevo toda la mañana metida en la cocina y lo único que escucho son quejas! No encuentro las gafas. ¿Puedes dejar el móvil un ratito? ¡Anda, dame un beso y vete a la cama! ¿Puedes levantarme temprano?

De repente, un día despunta. Se sale de la cadena. Pierde el tono gris y viene una sacudida que te zarandea por los hombros y lo tiñe todo de morados y ocres y negros y rojos. Un día que se colará en tu memoria para siempre como punto de inflexión. El día que nos confinaron. El día que murió tu padre. El día que nació tu hijo. El día que te diagnosticaron. El día que ingresaron a tu marido con un derrame cerebral.

La madre espera en urgencias los resultados del TAC de su hijo que duerme en la camilla a su vera. Ella lo vigila, angustiada, cerciorándose de que respira. Mientras espera, le asaltan escenas de películas que vio en alguno de esos días grises de vida mundana, cuando aún no había caído en la cuenta de lo feliz que era. Del último mohicano, le vuelve aquella frase mítica que siempre empañó su preocupación: ¡Pase lo que pase, mantente vivo! O aquella otra serie en la que una madre se lamentaba de haberle prestado atención a la nimiedad de la ropa sucia en el suelo del cuarto de baño una vez que su hijo ya no estaba. Entre fotograma y fotograma, la madre se sorprende rezando a un dios en el que no cree. Haciendo promesas de no volver a reñir y de no volver a quejarse pero ¡POR FAVOR!
Los días que despuntan nos ponen de relieve lo que de verdad importa. De repente, no entendemos por qué no apreciábamos el gris de los días normales, por qué no poníamos valor en lo ordinario.

Cuando por fin los resultados confirman que su bebé está bien, que tienen carta blanca para irse, la madre se lleva pesado en el pecho el pozo de dolor con el que ha conectado en esa sala de urgencias, la aflicción vital de todas esas otras madres de hospital que no pudieron volver a casa de madrugada, madres de terremotos y de patera, de hambre y zozobra.

Seguramente viviríamos de forma diferente si fuéramos plenamente conscientes de que lo ordinario es, en realidad, lo extraordinario. 
Pero después de la pandemia, volvimos a quejarnos y a reñir. 
Se nos olvidó. 
Se nos olvida a diario que mantenerse vivo es lo extraordinario.


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