martes, 21 de enero de 2020

Se dan clases particulares de inglés: 80 euros la hora


¡Qué barbaridad!, estás pensando: ¡80 euros la hora! Si yo pago 10... 
Lo sé. 
Pagas 10 euros a tu profesor particular de inglés, 
pero pagas 35 si vas al fisioterapeuta, 
60 si vas al psicólogo, 
80 si el que va al psicólogo es tu hijo, 
y ni te cuento lo que pagas cuando vas al dentista porque eso ya lo sabes tú que todavía lo estás pagando.

Ya, pero es que... el profesor particular de inglés no se da de alta como autónomo, no tiene que pagar un local, en fin, no es lo mismo... 
Depende. 
El último profesor de inglés que UNA tuvo estaba dado de alta como autónomo y, si bien es cierto que no pagaba un local, sí tenía que sufragar los gastos del transporte y el tiempo que lo desplazaba a mi casa. 
Sigue sin ser lo mismo, ¿verdad?
Si vas a una academia a aprender inglés, te cobran 80 euros. Por mes. No por sesión como el psicólogo. ¿Sabes a cuánto sale la clase? Una miseria. Por cierto, éstos sí tienen que pagar el local.
Ya, pero es que... estamos varios juntos en una misma clase. Fair enough! [¿No sabes lo que significa? Pregúntate por qué si llevas la tira de años estudiando inglés...] ¿Has ido alguna vez a un fisio en el que te han puesto corrientes en una sala llena de gente con corrientes puestas?
Me da igual cuántos ya-pero-es-que me pongas delante. Las clases de inglés están a 10 euros la hora, y no a 80, por el curioso reparto de la autoridad que hacemos en esta sociedad. El valor económico no hace otra cosa que reflejar este reparto de la autoridad. 
Vas al médico y no cuestionas: ¿¡Cuántas sensibilidades no están enganchadas a un bote de pastillas por no cuestionar un diagnóstico apresurado?!
Vas al fisio y te dejas hacer: lo que él diga y mande, tú no entiendes. 
Vas al mecánico y te cambia la junta de la trocola y tú pagas sin cuestionar. 
Vas al dentista y abres la boca sin pedir explicaciones. Ni él se siente en la obligación de dártelas. 
Vas al psicólogo: Desnudas tu alma y confías. 
Confías. 
Posas tu confianza en la autoridad de estos profesionales: el médico, el fisio, el mecánico, el dentista, el psicólogo.

Ahora bien, el profe de inglés...  Para empezar, exiges que sea "nativo". ¿Al médico también le exiges que tenga una salud de hierro? ¿Te cercioras de que la salud mental de tu psicólogo sea del 10? ¡No! En ellos confías. Confías en su formación. No tanto en la de tu profe de inglés. 
Aprovecho y hago un inciso para contarte que el profe no-nativo, por cierto, sabe por lo que estás pasando, sabe por qué tienes 48 años, llevas desde los 8 estudiando inglés, y no eres capaz de hablar en inglés durante 3 minutos sin titubear y sudar la gota gorda. El profe no-nativo, por cierto, carece de la naturalidad del nativo, de su pronunciación impoluta (a la que te adelanto tú no puedes tampoco aspirar), pero sabe dónde estás pues un día estuvo ahí, y tiene las estrategias y técnicas para ir saliendo de los bajos fondos de la eterna asignatura pendiente.

Me he desviado pues UNA no puede evitar incendiarse con el tema, por la parte que le toca. 
Decía que no se trata de un tema de formación (porque aquí formados estamos todos los profesionales, incluso algunos más que otros): El tema de los honorarios es un reflejo de la selección en el reparto de la autoridad. 
La educación en este país, señoras y señores, ha ido perdiendo autoridad a medida que los partidos políticos cambiantes en el poder la han ido maleando a su imagen y semejanza. ¿Cuántos cambios de ley educativa hemos sufrido? 
La figura del profesor ha ido perdiendo poder a medida que la figura del político lo ha ido ganando. Políticos que, por otra parte, en su mayoría ni siquiera son políticos de formación (lo cual explicaría en buena parte el show en el que se ha convertido el escenario público). ¿Cuántos profesores hay que no sean profesores por formación? ¡No se toleraría!
De ahí, de esta privación del concepto de autoridad de la figura del docente, que haya cabida para una medida como el veto parental. 
Como docente, UNA no puede evitar pensar que el pin parental no es sino el permiso político a la censura transversal en una sola dirección.  Digo transversal porque parece que se nos olvida que la labor de los docentes al final está en la misma línea que la de los padres: la de la educación de los hijos.
Como madre, no obstante, UNA no puede evitar el escalofrío que me produce el poder que están dispuestos a otorgarme de privar a mis hijos de la aportación que un profesional o grupo de profesionales, bien formados en la labor que desempeñan, puedan depositar en la educación de mis hijos.

Siempre me ha parecido una incongruencia que se nos exija sacarnos el carné de conducir para poder coger un coche, con su parte teórica y su parte práctica, con sus exámenes-pesadilla y, sin embargo, cualquiera puede ser padre, cualquiera puede ser madre, la tarea más difícil y más dura del planeta, sin pasar ni siquiera un mísero test de aptitud psicológica, cuando un hogar mal avenido puede llegar a tener el poder de convertir a una criatura sana en un arma de destrucción masiva. El pin parental otorga a todos los padres y madres por igual la posibilidad de vetar a un profesional, independientemente de si los padres y madres en cuestión tienen formación, capacidad de reflexión y sentido común, o bien tomaron la decisión de tener hijos con el mismo nivel de visceralidad con la que decidieron a qué partido de fútbol apoyar. 
Además, se trata de una censura transversal en una sola dirección, pues el docente no cuenta con la posibilidad paralela de vetar al padre o a la madre. UNA está segura de que hay padres y madres muy, pero que muy, susceptibles de ser vetados. De hecho, UNA misma, en un día de cansancio y falta de sueño acumulada, pillada en uno de sus peores momentos-madre, podría ser altamente vetada. UNA misma ejerce el derecho de vetarse y trata de quitarse de en medio.

Dolfete hijo3 estuvo dos años seguidos yendo al logopeda. Nos gastamos un dineral y Dolfete a día de hoy sigue diciendo cuatoro (4) y teres (3). Pagamos religiosamente.  ¿Qué iba a saber UNA? 

Por cierto, que el título de este post es un anuncio real. ¿Te interesa?

jueves, 9 de enero de 2020

Despejando incógnitas


La frase que titula este post no es mía. La usó una madre amiga en la puerta del cole y me cautivó. Estábamos comentando entre varias, a la vuelta al cole tras el verano, cómo habían cambiado los niños en tan sólo una temporada estival, y aludíamos a la pena que nos daba, el vértigo que nos producía, verlos crecer tan rápido. Esta madre amiga dijo: 

Pues a mí me gusta ir despejando incógnitas... 

Me cautivó. 
Me cautivó la noción de "incógnita" refiriéndose a los hijos porque la tendencia que tenemos, tendencia que por cierto va absolutamente en contra de cualquier manual que se precie de maternidad, es justo la contraria: la de etiquetar, no dejando espacio alguno precisamente para la incógnita.

Si leíste mi post Copiota, y viste la foto de mi cuaderno Lo que aprendí de ti, quizás te dieras cuenta de que el título del cuaderno era una etiqueta. Lo confieso: UNA es tan friqui como para tener una etiquetadora en casa. Me la regalé. Los botes de mi cocina presumen de sus etiquetas. UNA es así. UNA es organizada.



Imagínate, pues, lo complicado que resulta para UNA la premisa de la disciplina positiva de "No etiquetarás a tus hijos". Prácticamente imposible evitar clasificar a las criaturas. Desde chicos y siendo plenamente consciente, no sólo por propia experiencia sino también por formación, del poder devastador de las etiquetas, UNA ha ido definiendo a sus hijos por categorías. 
Paul hijo1 se parece a su padre físicamente y a su madre en personalidad. Gusi hijo2 se parece a su madre físicamente y a su padre en personalidad. Dolfete hijo3 es una mezcla de ambos: se parece a Gusi físicamente y a Paul en personalidad. 
Ponemos las etiquetas a medida que van creciendo los críos casi sin darnos cuenta: en una tutoría, en una conversación con otras madres, en un intercambio familiar, en un elogio.
Paul es inteligente, deportista, complicado, enfadique, sensible, político, locuaz, ansioso, obsesivo. Gusi es divertido, listo, bueno, creativo, matemático, servicial, chuleta. Dolfete es cariñoso, travieso, desordenado, manual, gruñón, tragón, sensible, empático.

Esto es terrible. Esta tendencia a etiquetar limita mucho. Los niños escuchan sus etiquetas en una conversación entre mayores y las hacen suyas. Las incorporan a sus autodefiniciones y viven con la presión, consciente o no, de conformar estas etiquetas, de no salirse de ellas. Incluso las etiquetas positivas pueden ser una losa; una etiqueta de "inteligente" puede usarse a modo de presión:
 "Con lo inteligente que eres, ¿cómo puedes reaccionar así?". 
Al final, las etiquetas positivas no son otra cosa que insultos del revés.

Las etiquetas van en contra de los principios de la atención plena que requiere una maternidad consciente. La creación de etiquetas supone la formación de todo un cuerpo de expectativas que a su vez genera miedos, mientras que lo verdaderamente justo sería mirar a nuestros hijos cada vez como si fuera la primera vez, como si fueran desconocidos que estamos descubriendo. 
Dejándonos sorprender
Despejando incógnitas
Te pongo por ejemplo a mi hijo mayor, que todos a mi alrededor vaticinaban sería un adolescente complicado. 
"Ya verás", me decían, "cuando éste sea adolescente.
Agárrate como puedas". 
Me agarré. Desconfié. Sin embargo, aquí estamos en plenos 14 años y mi hijo1 no deja de sorprenderme a diario desafiando los tópicos de la adolescencia. De saberlo, me hubiera ahorrado muchas preocupaciones inútiles. ¿Recuerdas mi post sobre soltar las expectativas? Pues eso, MIND THE GAP entre la criatura que tienes delante y la que viene dictada por la etiqueta que le colocaste en la frente poco después de nacer.

Las etiquetas retan también al principio de la impermanencia. Los niños cambian mucho. Mucho. A veces se trataría simplemente de añadir a la etiqueta una referencia temporal que deje suficiente holgura para el cambio: Cambiar el verbo estar por el verbo ser. No es lo mismo decir: 
Hoy estás muy gruñón
que decir: 
Eres un gruñón. 
A menudo lo mejor no decir nada.

Déjate sorprender por tus hijos
Despeja sus incógnitas
Déjales ser 
Let them be


Nos ponemos etiquetas a nosotras mismas, etiquetas que nos hacen de techo:
Yo no sé 
Yo no puedo 
Yo no soy 
Yo no llego 
A mí no se me da bien 

Recuerdo hace ya tiempo en una sesión grupal de introducción a la Gestalt que nos hicieron un ejercicio que todavía hoy uso a menudo con mis alumnos para practicar los adjetivos de personalidad en inglés. Te invito a hacerlo.
Se trata de elegir cinco adjetivos que te definan. De entre esos cinco, elige ahora el que crees que te defina más y cuéntame cuándo, dónde, en qué situaciones y contextos, con qué personas, eres así. 
¿Lista? 
Busca entonces el opuesto al adjetivo que te defina más. Si el adjetivo que te definía más era "mala" como en "mala madre", el opuesto es "buena" como en "buena madre". Ahora tienes que contarme cuándo, dónde, en qué situaciones y contextos, con qué personas, eres así. 
¿Lo ves? Este ejercicio, si hecho con conciencia y autoconocimiento, viene a poner de relieve que tú no eres tu etiqueta: Tú estás así y en ocasiones no lo estás. Estás así ahora y ahora ya no. UNA es organizada a veces y a veces UNA es caos absoluto.
Así que, cuando te digas:
Yo no sé 
Yo no puedo 
Yo no soy 
Yo no llego 
A mí no se me da bien... 

hazte consciente y arráncate la etiqueta de un tirón como una tirita vieja e inservible:

Si no sabes, aprende 
Si no puedes, cambia el cuento 
Si no llegas, ponte de puntillas 
Si no eres, cuéntate otra historia 

porque las etiquetas hacen de zip: Te encierran en un espacio limitado de plástico sofocante. 

Lo peor es cuando nos creemos las etiquetas que otros nos ponen en su afán inquieto por ordenar el mundo. Les estamos otorgando el poder de decidir hasta dónde podemos llegar. No les des la razón. No conformes tu vida a las etiquetas ajenas.

Déjate sorprender. 
Por ti misma. 
Despeja tus propias incógnitas.