martes, 24 de noviembre de 2020

La impostora

Cuando tenía no muchos años, todavía vivíamos en Valladolid, organizaron en el cole un concurso de poesía con ocasión del día de la madre. La señorita de lengua castellana y literatura nos obligó a participar en él, y nos dejó una hora de clase para escribir el poema. Estuve toda la clase entretenida, procrastinando el momento de escribir el poema, que me daba muchísima pereza, y en los últimos cinco minutos de aquella hora, garabateé cuatro versos mal sentidos en la cuartilla para salir del paso. 

Gané. 

Cuando me lo comunicaron, no daba crédito. Lo achaqué a mi bien trabajada fama de buena estudiante en el cole, pero desde luego no a aquel poema. Me daba muchísimo reparo haber ganado, porque no le había puesto ningún esfuerzo; ni siquiera me había sentido inspirada por la ocasión, ya que en casa siempre nos habían aleccionado que el día de la madre lo inventó el-corte-inglés, y pasaba cada año sin pena ni gloria.

El caso es que, con motivo del premio, nos convocaron a la familia y a UNA a una celebración en el comedor del colegio, en la que tuve que leer mi poema delante de un buen puñado de alumnas, y otros tantos padres y madres. Pasé mucha vergüenza porque UNA sabía que el poema no era bueno, y se sentía totalmente como una impostora que hubiera engañado al personal. Sentí que, al leerlo en voz alta, se iba a descubrir todo el pastel; toda la gente presente iba a darse cuenta de que el poema no valía un duro, y encima se verían obligados a aplaudirlo porque es lo que se hace en estas ocasiones. 

Lo peor vino después, cuando la niña que había ganado el segundo premio lo leyó en voz alta. Su poema era precioso. ¡Precioso! Todo rimaba, estaba plagado de sentimiento, era emocionante. UNA-niña miraba a mi madre y pensaba: ¡qué decepción tendrá la pobre! Seguro que habría preferido ser la madre del segundo premio que había escrito aquel poema divino inspirado en su madre

Como premio, me regalaron una libreta amarilla de Snoopy: cada vez que escribía en ella, volvía a revivir toda la sintomatología del síndrome de la impostora.

Pues bien, esta anécdota mundana me viene como anillo al dedo para explicar uno de los sentimientos que, junto con la culpa, han acompañado mi aventura maternal desde sus comienzos: la sensación de ser una impostora, de estar haciendo de madre sin serlo, de estar fingiendo, representando un papel que no me corresponde. Cuando los niños eran bebés o muy pequeños, este síndrome lo llevaba con bastante soltura, pues era como jugar a las muñecas pero con la diferencia de estar cansada todo el tiempo. A medida que han ido creciendo, lo he ido acusando más: el síndrome, me refiero; el cansancio físico ha remitido un poco, ahora más bien es psicológico.

Cuando tuve mi peor momento madre, hace ya tiempo (aunque luego he alcanzado algunas otras cotas igualmente lamentables), UNA llamó a una amiga en busca de consuelo, y mi amiga me aconsejó que le pidiera perdón a mi hijo, una práctica -la de reparar- que entonces aún no figuraba en mi repertorio, por todas las teorías sobre la maternidad que traía de herencia familiar y legado cultural:

- Tengo miedo-, le dije- de que piense que no sé lo que estoy haciendo

lo cual básicamente se reduce al miedo de que mis hijos descubran que soy una impostora.

- ¿Te crees que él no lo sabe?, me contestó mi amiga confirmándome todos mis miedos. 

Huí de ella, porque -escucha- cuando una madre está en un momento vulnerable, un momento de confesión, sumida en culpa y vergüenza, lo que necesita es compasión, mucha compasión, y no que la hagas sentir peor confirmándole sus peores miedos. Ya habrá momento para eso.

El caso es que ese momento-cruella-de-vil de mi amiga me vino que ni pintado para acercarme a aquel niño y reparar y pedir perdón, lo cual vino a sellar un-antes y un-después en mi maternidad, abriendo espacio a la vulnerabilidad, como os conté en Por favor, no romper nada. La apertura de este espacio es uno de los logros maternales que más valoro, aunque no nació precisamente de mis valores (si bien coincide con ellos), sino más bien de esa sensación de "total, si ya se dan cuenta de que soy una impostora, qué más da dejárselo ver abiertamente"; y supuso romper con muchos tabúes que traía puestos la UNA-antes-de-ser-madre, ruptura que ensancha la respiración. Paradójicamente, cada vez que reparo, cada vez que la cago y luego me tomo el tiempo de reparar la cagada, me siento menos impostora y más auténticamente madre.

Yo no sé si mi amiga-cruella tenía razón y efectivamente mi hijo se dio cuenta en aquella ocasión de que UNA es una impostora. Lo que sí te puedo decir con certeza es que, una vez adolescentes, se dan perfectamente cuenta. Paul hijo1 me hizo un día un comentario sarcástico sobre los libros de maternidad que ocupan una esquina de mi librería en el salón y sentí que me escalaba toda la vergüenza que subió a mi rostro infantil en aquel comedor de cole el día que gané el premio y tuve que leer el poema en voz alta. Se está dando cuenta, pensé ante el sarcasmo adolescente de mi hijo, de que este poema es una mierda y UNA es una impostora.

Ha habido muchos momentos-madre-libreta-amarilla-de-snoopy, muchos momentos en que se ha puesto en evidencia que UNA no tiene ni pajolera idea de lo que está haciendo; que, salvo momentos puntuales de lucidez, UNA viene improvisando; que UNA es en realidad una impostora; y que lo único que le hace madre a UNA es el hecho físico de tener tres personitas viviendo conmigo en casa. 

Pero es que, además, a mi alrededor ha habido a menudo muchas-madres-segundo-premio recitando sus poemas perfectamente rimados: madres que se lo curran, de las que cosen los disfraces de sus hijos en vez de comprarlos en el chino; de las que se comen siempre el filete más pequeño; de las que nunca discuten con su Peter delante de los niños; de las que no gritan; de las que saben qué es lo que hay que decir y qué es lo que hay que hacer sin tener ni un libro de maternidad en su librería; cuyos hijos no las han visto llorar o por lo menos no tanto; que nunca se han acostado antes de que sus hijos se acostaran ni nunca se han levantado después de que sus hijos se levantaran; que encuentran el punto justo entre ser flexibles sin caer en la permisividad y ser estrictas sin caer en el autoritarismo; que nunca olvidaron meter en la mochila la merienda del cole...

NATURAL BORN MADRES 

Madres naturales, las llamé en otro post: que les sale ser madres; que la maternidad les viene dada; sólo tuvieron que meter alguna personita nueva en casa para materializar lo que ya traían de fábrica. 

Mi Valentina era así. 

Me alegro de al menos habérselo halagado en vida.

A veces pienso que perdería absolutamente toda la credibilidad con mis hijos (la que me queda, si me queda alguna) si se asomaran a la cabeza de esta impostora y vieran la que hay allí montada: parece un patio de recreo, con un montón de personajes infantiles a su p*** bola. 

Y sí, se intuye la presencia de una seño vigilando... pero no se la ve.

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jueves, 12 de noviembre de 2020

Recomponerse

Cuando estábamos solteros, jugábamos mucho a un juego que me viene repetidamente a la cabeza estos días. Seguro que has jugado alguna vez. Es muy entretenido. Antes de empezar el juego, se colocan las piezas de madera, cruzándose por capas, hasta formar una torre. A continuación, los jugadores se turnan para retirar una pieza de la torre y equilibrarla en la parte superior, creando una estructura cada vez más inestable. Si la torre se cae en tu turno, pierdes.

Pues así siente UNA su bienestar emocional, como una torre que se va desequilibrando a medida que se van retirando piezas. Se acaba el verano y volvemos a la rutina que, sin embargo, este año viene teñida de incertidumbre: una pieza. UNA empieza a estar descolocada. Estamos en contacto estrecho con un positivo y nos confinan justo al empezar el curso: otra pieza. En ese segundo confinamiento, UNA todavía se remanga y sigue jugando. Luego vuelve a sus clases y sus alumnos, pero la nueva realidad del aula, con sus mascarillas y sus geles hidroalcohólicos y su alumnado asustado, hace resbalar otra pieza fuera de la torre. Muere mi Valentina: tres piezas de golpe. Si bien la metáfora de las tres piezas para referirme a la muerte de mi amiga me parece desafortunadamente mundana y para nada justa con la desolación sentida, la uso no obstante en aras de la visualización del manotazo a la torre. Las ráfagas adolescentes de Paul hijo1: pieza. El infarto de un amigo en circunstancias peculiares; el fallecimiento fulminante de un vecino muy apreciado; a mamá hay que quitarle un carcinoma; su hermano a su vez está ingresado... Piezas, piezas, piezas y más piezas, que van retirando de la torre las manos sin control. 

Entonces, un día pasa algo, puede ser cualquier cosa, no tiene por qué ser necesariamente algo demasiado grande, pero el desequilibrio de la torre de UNA ya ha alcanzado cotas insostenibles. Peter se encuentra mal. La preocupación empuja pieza fuera. Peter da positivo. La torre de UNA se desmorona. Otra vez a meter a mis tres reyes en ese coche; a hacernos esas pruebas; a esperar resultados. Otro confinamiento: el tercero ya.

Me llama una amiga y me pilla llorando. Se sorprende mucho; se preocupa. No entiende que para UNA llorar es la nueva normalidad de la torre desmoronada. 
¿Sabes por qué le cuesta entenderlo? Porque hay dos tipos de mujeres. Están las mujeres como UNA: somos el sexo débil. Pero luego están las mujeres como la amiga de UNA: ellas son el sexo fuerte. A ellas también les han ido robando piezas de su torre. Las piezas que le han robado a la amiga de UNA te aseguro que son mucho más pesadas que las de UNA. Pero este tipo de mujeres, mujeres-guerreras, tienen el atractivo de una fortaleza interior que les permite mantener en equilibrio una torre agujereada: es como si, a medida que las manos descontroladas les fueran dejando huecos en la torre, ellas los fueran rellenando con andamios. Mientras UNA se ahoga en un vaso de agua, ellas flotan en el océano.
Algunas de las mujeres de las que he escrito en Una-Vida-Mundana son así, como mi Valentina o mi hermAna; o esta otra amiga de la que te hablo ahora, y a la que ya te mencioné al principio de la pandemia porque trabaja en el-otro-lado .
Comentábamos el otro día esa diferencia entre ella y UNA a la hora de plantar cara a vendavales, y ella bromeaba: 
- Es que yo soy como Scarlett O'Hara... con su mítica frase... "ya lo pensaré mañana". 
Aquí está el vídeo, por si no conocéis la escena:


Si las mujeres del sexo fuerte ya lo pensarán mañana, las mujeres del sexo débil -como UNA- somos más bien como la Scarlett O'Hara del momento justo después de la mítica frase, cuando se tumba en las escaleras a llorar y a rumiar las palabras del tipo. Eso es: somos rumiantes. UNA es rumiante.

"Resiliencia", esa palabra que ahora se oye tanto y antes desconocíamos (como "empoderada"), es la clave en la que estriba la diferencia entre las mujeres-guerreras y las desmoronables como UNA. Mi amiga me contaba una de sus estrategias de resiliencia: 

- Yo siempre pienso que hay mucha gente con mil circunstancias peores... 

¿¡Hola!? Para UNA ese pensamiento -que hay gente que lo tiene mucho peor- junto con la culpa que conlleva -¿cómo puedo estar así de mal cuando hay gente que lo tiene mucho peor?- son un par de piezas más fuera de la torre.
Ni qué decir tiene que las débiles encontramos cuando menos inspiradora la resiliencia de las fuertes. Hace poco ella tuvo un par de golpes que le derribaron de repente varias piezas de su torre. Le dije: 

- Escribe: escribir es terapéutico. 

Me contestó: 

- Lo veo complicado. Tengo mucho lío logístico y para mí dormir es primordial, cariño.

Ni que decir tiene que UNA lleva semanas sin pegar ojo. Mira a qué hora publico esta entrada, el título de la cual es de otra mujer-guerrera, de otra amiga inspiradora que, en otra ocasión que también se me abatió un poco la torre, me dijo:

- Ahora sólo queda recomponerse.

La savia femenina del sexo fuerte es de una sabiduría admirable. De quitarse el sombrero.

Recomponerse antes de plantarle cara al siguiente vendaval. Que no sabe UNA por dónde le vendrá la mano.