martes, 11 de diciembre de 2018

El lazo rosa. La rosa casi perfecta

"Era casi perfecta.
Su mayor encanto estaba en el casi." 
🌹
Juan Ramón Jiménez



Cuando los niños eran pequeños, más pequeños, había en mi entorno una madre perfecta. La voy a llamar Valentina aunque no es ése su nombre pero deseo preservar su intimidad. 

En realidad, a Valentina la conocí en el trabajo. Era la colega perfecta: una de esas personas que en las reuniones de trabajo escucha y luego escucha y luego escucha más y no dice nada pero, al final, cuando dice algo, sienta cátedra, y todos asienten porque todos saben que ella tiene razón en una sola frase.
Como docente, heredé a algunos de sus alumnos que no tenían nada más que palabras de homenaje respecto a ella. Siempre compartía con los compañeros sus buenas prácticas y los materiales que creaba. Trabajábamos bien juntas. Yo la envidiaba en secreto: su inglés perfecto sin ni siquiera el acento del no nativo, su buen hacer, la sonrisa, la mirada, la creatividad. Pero no era la mía una envidia agria porque ella es tan afable que no te sale odiarla. Yo creo que ni aunque le pusieras empeño, podrías odiarla.

Valentina me fue invitando a su mundo. Poco a poco me iba buscando. Primero un cumpleaños de los niños. Luego una fiesta en su casa. La vi en su mundo y la envidié más. 

Valentina es la esposa a la que ves intercambiar miradas de complicidad con su marido en una fiesta, el roce disimulado pero cargado de melaza cuando se cruzan en la habitación, el apoyo incondicional en la conversación casual. Son ese matrimonio que sin duda alguna se quieren mientras UNA se siente totalmente inadecuada porque ha discutido con Peter minutos antes de salir de casa para esa fiesta y está planeando en su mente un divorcio a todo drama porque UNA no puede más. ¡UNA no puede más!

Valentina es la madre a la que los hijos se acercan a hacer carantoñas en mitad de la fiesta, perfectamente conjuntados, y ella aprovecha para susurrarles algo que ellos no dudan ni por un momento en obedecer mientras UNA se siente totalmente culpable porque le ha gritado injustamente a sus hijos en el coche de camino a la fiesta por llevar las uñas sucias que UNA sabe debería haber cortado ayer por la noche pero estaba demasiado cansada para tomarse la molestia.

Tendrías que ver la casa de Valentina. Tú también morirías de envidia. La casa es grande, espaciosa, tiene el número exacto de muebles, el equilibrio perfecto de luz y, sobre todo, está tan ordenada y tan limpia que UNA no puede evitar sentir claustrofobia después de la fiesta cuando vuelve a su pequeño cuchitril desordenado, que ahora parece incluso más pequeño con los zapatos de Paul hijo1 tirados en medio del salón. Otra vez. Cuando le he dicho una y mil veces que los recoja. Me temo que voy a volver a gritar.

La amistad entre Valentina y yo se fue tejiendo así. Mi envidia, disfrazada de admiración, probablemente ni siquiera fue sospechada por ella, pues Valentina también es humilde en su perfección: parece no darse cuenta y eso la hace más perfecta todavía.

Y entonces pasó. 
Un día vino a casa.
Ella sola.
Cuando digo sola, no me refiero solamente a que viniera sin su marido ni sus hijos. Me refiero a que parecía que viniera desnuda. 
Sin su bolso. 
Sin sus tacones. 
Los llevaba puestos: el bolso, los tacones. 
Pero yo no los vi.

Los ojos azules de Valentina miraron dentro de mis ojos. Los ojos grandes, azules, de Valentina se llenaron de agua salada. Su voz, temblona, me dijo: "Tengo cáncer".
Y entonces la vi. Vi a Valentina. Detrás de la fachada, vi su vulnerabilidad. Detrás del matrimonio perfecto y los hijos perfectos y la casa perfecta, me encontré con mi amiga a la que quiero tanto.

Y entonces vi esa playa en la que estamos todas construyendo castillos de arena y luchando contra viento y marea por mantener nuestros castillos erguidos.
Todas. 
Juntas. 
Iguales. 
En la misma playa.

Algunas somos más torpes que otras con los cubos y las palas, y nos llenamos de arena hasta los ojos, y el pelo mojado se nos encrespa. Nos salen manchas en la cara porque se nos olvidó la protección solar y arrugas debajo de los ojos porque no llevamos gafas de sol.

Otras hacen sus castillos con estilo y apenas se despeinan mientras los hacen. Tienen el dorado en la piel, bikini y gafas de último diseño.

Pero no te confundas. Todas estamos tratando de mantener nuestros castillos en esa playa antes de que llegue la ola. TODAS.
Y a mi amiga Valentina le acababa de llegar un tsunami. Yo no podía sentir lo que ella sentía pero la compasión que vino a reemplazar la envidia me permitió asomarme al agua salada de sus ojos y vi el volcán que acababa de abrirse en su montaña de arena: el miedo, la rabia de no comprender, el por qué yo, la furia ante la injusticia de una juventud truncada, la pena, la tristeza de una enfermedad que vino a robarle la disponibilidad total del tiempo con sus hijos, de SU tiempo, porque le priva de la energía. 
El miedo. 
El sufrimiento. 
La pena.

La envidia nos separa. Comparar nos separa de la verdad fundamental:

 que estamos todas achicando agua

Cuando la mar está en calma, las olas apenas nos rozan. Pero cuando la mar está agitada, las olas amenazan nuestros castillos de arena. Y cuando viene un tsunami como el que le vino a Valentina es hora de que todas nos remanguemos y achiquemos agua. Todas. Juntas. Tu castillo o el mío. ¿Recuerdas? Que ni el viento lo toque porque tiene pena de muerte el viento si lo toca.

Unos años después, Valentina sigue luchando contra el viento y la marea de su cáncer. Sigue dándonos a todas una lección de valentía y entereza, por eso elegí el nombre Valentina para sustituir al suyo. Valentina ¡valiente! Quiero, desde aquí, decirle que la veo:
Que te veo en esa playa achicando agua. 
Que te veo y que te admiro y que te quiero.
Y que, lo que sea, Valentina, pídenos lo que sea por aliviar tu lucha. 
Déjanos remangarnos y ayudarte a achicar agua.
Que no estás sola. 
Que estamos todas aquí en la playa juntas. 
Todas vulnerables. 
Todas conectadas. 

Y a ti, 
mujer, 
que pasas a mi lado en el parque, 
o en el camino al cole, 
o en la cola del super, 
y te me quedas mirando, 
con envidia o con desdén, 
con admiración porque llevo tres niños y el maletín del trabajo, 
o con desprecio porque han dicho una palabrota o se van tirando de los pelos y gritando, 
a ti, 
te digo: 
no me juzgues ni te compares y yo trataré de no juzgarte a ti ni compararme contigo, 
porque tú no sabes cuál es la última ola que me ha golpeado y yo no sé qué tsunami puede que tú estés atravesando. 
Y mi ola puede golpearte a ti en la siguiente marea 
o yo puede que atraviese tu tsunami en el siguiente golpe de viento. 
No te pares a juzgar ni a comparar. 
Si te paras, que sea para ayudarme a achicar agua o pedirme que yo te ayude a ti a mantener tu castillo erguido en esa playa que habitamos juntas.

La misma playa.
El mismo mar.
Estamos juntas en esto.
🌹




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