lunes, 12 de octubre de 2020

Vecinos

Ya os conté que durante el confinamiento uno de los sonidos que me rescataba era el de los pájaros. Pues bien, en el devenir de la vida cotidiana, uno de los sonidos que más me relaja es el de mis vecinos. Me explico. Como UNA se pega los madrugones que se pega, no tiene más remedio que acostarse temprano. Pues bien, mi dormitorio da a un patio y a ese mismo patio da la cocina de mis vecinos de abajo: una madre con sus dos hijos, chico y chica, y la abuela a veces. Cuando UNA ya se está acostando, ellos a menudo aún están cenando o recogiendo la cocina. Y UNA los escucha hablar. Ese ruido, lejos de atormentar mis intentos por dormir, me relaja profundamente; me da cierta sensación de seguridad, de estabilidad, porque UNA comprueba que hay gente normal con vidas normales.

En esa cocina no hay gritos constantes ni peleas constantes como en la de UNA. Todos son corteses. Se piden las cosas por favor, no se amenazan, no insultan. Reina la paz sin que haga falta que nadie grite "¡tengamos la fiesta en paz!". Parece como si los estuvieran grabando. De hecho, ésa es una estrategia que UNA utiliza a menudo en casa para no perder la paciencia con tanta frecuencia como suele: la de actuar como si nos estuvieran grabando, como si hubiera algún testigo de la escena idílica familiar. Claro que mis hijos se dan cuenta enseguida y me aprietan con un "¿qué te pasa que pones esa voz zen?"; y no cesan hasta que se me pasa y pego un grito que es a lo que están más acostumbrados, recuperando así su tan ansiada normalidad.

A mis vecinos, no obstante, les sale natural. Se nota que no fingen. Las frases les salen sin palabros, las voces sin gritos. Parece no sólo que se quieren, sino también que se llevan bien. El otro día la chica le anunciaba a su madre que se iba a la cama y la madre le preguntaba con pena: "¡¿YA!? ¿Ya te vas a la cama? ¿No te quedas un ratito más con nosotros?". En cambio, UNA en casa parece estar siempre deseando que los niños se acuesten y les manda a la cama antes de lo convenido; y ellos protestan "¡¿YA!?", en un tono muy pero que muy distinto al de mi vecina.

El caso es que UNA -casi siempre- en la calle, en el trabajo, en los eventos sociales de los cuales cada vez hay menos, parece normal. UNA y la familia de UNA parecemos bastante normales. Pero tendrías que vernos en casa. El porcentaje de tiempo-de-conflicto supera en creces al porcentaje de tiempo-de-paz (tiempo-de-paz es el que impera en casa de mis vecinos) aunque, todo hay que decirlo, el tiempo-de-conflicto se ve sensiblemente disminuido de manera proporcional al aumento del tiempo-de-pantalla: es decir, si quieres parar las peleas, dales una tablet. El volumen es tan desorbitado como el caos y el desorden, así que imagino la cocina de mis vecinos tremendamente nítida y ordenada, como si Don Limpio pasara a ráfagas cada vez que a alguien le da por abrir la boca.

UNA se pregunta muchas veces por qué: por qué la familia de UNA no es normal, y a veces lo achaca a UNA, que ya ha confesado la debilidad de su salud mental en entradas anteriores; a veces lo achaca al número impar de los hijos, al sexo predominante por estos lares, a la escasa distancia entre sus edades; o a la peculiar danza en la relación entre Peter y UNA. A veces, UNA simplemente se consuela así: lo que ocurre en la familia de UNA es lo normal de la familia de UNA. Lo que no es normal es lo que ocurre en la casa de la pradera de abajo.

Gusi hijo2 estaba clasificando a una pandilla que acababa de conocer y dividiendo a sus miembros entre "pijos" y "canis", y se refirió a uno en concreto diciendo: "ése no es ni pijo ni cani; ése es normal". Y Paul hijo1 le contestó: "¿pero qué es normal?".

Pues eso, ¿qué es normal? 

UNA no puede dejar de envidiar lo que tienen los vecinos de abajo, especialmente teniendo en cuenta lo que UNA se lo curra, al menos mentalmente, de lo cual -creo- da fe este blog de mi vida mundana. 

¿Sabes lo que UNA no envidia a los vecinos de abajo? El ruido que tienen que soportar de sus vecinos de arriba. Un día subió mi vecina a darme un paquete que le habían dejado en mi ausencia y le abrió Dolfete hijo3. Vestido de Spiderman. Creo que ése fue el día en el que definitivamente renuncié a mantener mi imagen social de "normal" frente a ella. Si me la encuentro en el ascensor, ya he aceptado que el concepto que tiene de UNA está totalmente deteriorado. Esa especie de rendición es muy liberadora. 

Dice Peter que los de abajo son los Flanders y nosotros somos los Simpson. Los Simpson con tres Bart.




Entradas relacionadas

miércoles, 7 de octubre de 2020

Elegir

El poder que otorga la ciencia a las teorías genéticas y el que otorga la pedagogía a las teorías educativas han dejado muy poco espacio para respirar a la libertad. Me estoy refiriendo al "es que soy así, no lo puedo evitar". ¿Visteis la película Las Amistades Peligrosas? "No lo puedo evitar" es la justificación que todo lo justifica, una frase-paraguas para cualquier chaparrón: Soy así, nací así, es mi carácter, mi temperamento, lo he heredado. 

No lo puedo evitar. 

Ésa sería la teoría genética. 

La otra, la pedagógica, es la que deposita toda la culpa sobre los padres. La criatura es así porque la madre (o el padre) es así, y la han educado de esa manera, o le han servido de modelo: la criatura no lo puede evitar porque lo ha mamado. 

Estos dos cuerpos teóricos, el genético y el pedagógico, que a menudo se reparten en porcentajes dependiendo del manual, han dejado, como digo, poco espacio a la libertad individual, al poder de la elección; y presentan a la criatura, y al adulto en que se termina convirtiendo la criatura, como víctima de sus genes y de la suerte de su educación. De este victimismo se aprovecha la psicología barata.

Elegir, no obstante, es sin duda la facultad más humana, de la que -calculo- carecen el resto de animales. La que nos distingue. Ante una misma situación, uno puede dejar que elijan los genes, puede dejar que elija la educación, o bien, puede apelar al poder humano de decidir, de elegir la reacción. Como la eLECCIÓN de mi hermAna narrada en El espacio dentro de la piel ante su esclerosis múltiple o la eLECCIÓN (profundamente agradecida) de mi rosa casi perfecta, de Valentina, ante su cáncer en El lazo rosa. Para poder elegir, hay que tener muy claros los valores. ¿Y quién se para en estos tiempos a calibrar los valores?

Valentina viaja ahora en mi mochila. A Valentina la despertaron de su sedación para despedirse de los suyos cuando ya todo estaba perdido. ¿Y qué hizo Valentina? Cuando ya estaba todo perdido, eligió. Eligió no darlo todo por perdido. Y, a través de su marido, desde su agonía nos mandó un mensaje a las amigas: "que no estemos tristes, que pensemos en ella con alegría"; y dejó en herencia un mensaje a sus tres seres más queridos: "que se quieran muchísimo, que hagan piña". En su final, Valentina no pensaba en Valentina; Valentina pensaba en el-otro-que-no-era-ella llevando así el valor de la empatía hasta su último eco.

La dignidad no es otra cosa que elegir bien una reacción. En la elección, por supuesto, entran en juego otros factores como el cansancio. Por muy claros que tengamos los valores, todas sabemos que somos mucho mejores madres recién levantadas que al final de un día de prisas y jaleo. Nuestros peores-momentos-madre siempre coinciden con falta de sueño, o con cansancio, e incluso hambre. Como los peores-momentos-criatura.

Ante la pérdida de dignidad por una mala elección, nos sentimos necesariamente mal. Ése es nuestro castigo. Siempre se lo digo a los niños: el peor castigo por haber hecho algo mal es cómo te sientes después de hacerlo; es la culpa. No hace falta otro. Por eso UNA no es partidaria de castigar. 

La culpa, a pesar de su amargura, es sin embargo el portal hacia la recuperación de la dignidad. No es cómo eres, no es que no puedas evitar cómo eres; es lo que has hecho, es que has elegido mal. Ante la culpa, siempre queda la posibilidad de pedir perdón. Pedir disculpas es otra elección que vuelve a hablar de ti, y lo hace bien y alto.

A mis pequeños también les digo que hay un momento en el que la labor educativa de UNA tiene un límite y que, más allá de ese límite, UNA no puede entrar: "Al final, tú eliges cómo quieres ser". UNA ya te ha enseñado a distinguir lo correcto de lo incorrecto: a estas alturas, ya lo sabes. Pero UNA no puede elegir por ti: tú eliges cómo quieres ser. Por poner un ejemplo, algo tan mundano como las palabrotas, que en casa a UNA no le gusta que se digan, "si tú luego decides decirlas fuera de casa, ésa es tu elección". UNA no puede, y sinceramente no quiere, controlar todo lo que hagas ni todo lo que digas, porque entonces no tendría hijos, sino marionetas. Y ya hemos hablado aquí de la caricatura que es una madre de marioneta.

A estas alturas, hijos míos, sólo espero haberos enseñado a hacer elecciones que os revistan de dignidad. Y que, cuando perdáis la dignidad por una mala elección, una elección cansada o hambrienta o soñolienta, sepáis recuperarla pidiendo perdón. 

Al final, lo que dota a la vida de sentido es saber ejercer la libertad individual teniendo al-otro-que-no-eres-tú en el corazón.


Entradas relacionadas
El espacio dentro de la piel
El lazo rosa. La rosa casi perfecta
Marionetas