viernes, 2 de agosto de 2019

Marionetas

Hay un tipo de madre con la que a UNA le cuesta más empatizar.

Así pasó. Así lo cuento.
Estábamos en nuestro lugar habitual de vacaciones. La familiade5, la abuelAna, la TitAura. 
Paul hijo1 estaba disfrutando especialmente esos días porque, a sus 13 años, por vez primera se había hecho una pandilla con otros veraneantes y se iba a la playa con ellos durante el día y de paseo o a tomarse una porción de pizza por el pueblo al llegar la tarde. Se sentía mayor, podía aflojar el vínculo con la familiade5 y, sobre todo, se lo estaba pasando pipa.
Entonces aterrizó dos casas más allá el vecino alemán, un niño de la edad de Paul hijo1 que había jugado con él al fútbol en el césped de enfrente otros veranos. Su madre española tiene una bebé pequeña también alemana y encontrar a alguien con quien el chiquillo se entretuviera esos días que pasan en España cada temporada estival había sido comprensiblemente un alivio.
Nos los encontramos. Paul hijo1 estuvo encantador. Saludó al niño, saludó a la madre. Unas palabras de cortesía, con el salero y don que Paul sabe desplegar en estas breves interacciones. Entonces la madre, impaciente por que retomaran esas tardes de fútbol, intervino animándoles a quedar a los chiquillos para el día siguiente. Paul hijo1 explicó incómodo que ahora tenía una nueva pandilla y que había quedado con ellos por la mañana para ir a una urbanización vecina. La madre no vio inconveniente alguno para que Paul hijo1 y su nueva pandilla se llevaran al niño alemán con ellos en su excursión matutina. UNA miraba este intercambio como la que mira un partido de tenis, entretenida con la curiosidad de la reacción ajena. Paul se vio forzado, creo, a acceder y quedó con el niño alemán en recogerlo al día siguiente a las doce y media en su casa. Lo hizo con elegancia y gracia que le fueron reconocidas. A todo esto el niño alemán no había abierto prácticamente la boca.
Llegó el día siguiente. A las doce menos cuarto dos de los nuevos amigos de Paul vinieron a buscarle y se fue. UNA le recordó su cita con el alemán. Poco más tarde de las doce y media, el niño alemán vino a casa a buscar a Paul. Paul no se había presentado, lo había dejado plantado. Cuando Paul volvió a casa más tarde, UNA y la tribu de UNA hablamos con él: 
Que eso no está bonito, que de hecho está mal; que cuando se adquiere un compromiso, se cumple; que no se le hace a otros lo que no queremos que nos hagan a nosotros; que debiera disculparse con el niño alemán... 
Él traía a su vez un elenco de excusas adolescentes.
Pero la historia no acaba aquí. Esa tarde salíamos de casa los demás, la abuelAna, la TitAura, Peter, Gusi hijo2, Dolfete hijo3 y UNA cuando, por el camino vecinal, vimos al niño alemán con su madre. El niño alemán saludó adecuadamente y se metió en su casa. Pero la madre no iba a dejar las cosas así. La madre venía con una actitud de brazos en jarras hacia nosotros. No había escapatoria. Paul hijo1 no estaba ni siquiera con nosotros en ese momento pero a ella le dio igual: nos echó la bronca a todos. 
Que el niño se había quedado esperando, que eso no se hace, que está mal, que a ella personalmente le había dolido más que al propio niño ver al niño plantado... 
En fin, todos callados aguantando el bochorno mientras ella nos culpaba de algo de lo que no éramos directamente responsables. 
¿Ves? 
Es a este tipo de madre al que me refiero cuando confieso que me cuesta empatizar porque, si no eres madre, puedo entender que no te des del todo cuenta pero, si eres madre, tú conoces la verdad fundamental: 
Los hijos NO son marionetas que la madre maneje con hilos. 

UNA lo hace lo mejor que puede, lo mejor que sabe y, si no sabe, UNA hace por aprender. UNA trata de modelar lo que predica (aunque no lo consiga siempre). UNA aconseja, riñe, increpa. Pero, al final, el hijo toma la decisión de cómo actuar. Y es que, 
¡Sorpresa!
 Los hijos son personas con voluntad propia. 

Es cierto que podría haber chantajeado a Paul hijo1 para que fuera a buscar al alemán o de hecho haberle castigado por no haber ido, pero chantajes y castigos son medidas a las que UNA ha recurrido en ocasiones de manera desesperada e inconsistente, y que nos han hecho sentir mal a ambas partes porque desconectan y no enseñan a actuar con valores. Al final, es de lo que se trata: de que Paul hijo1 vaya interiorizando que hay que comportarse de forma coherente con los valores que se profesan, y no motivados por miedos o incentivos. 

En toda esta historia la voz que nunca se ha oído es la del niño alemán. Y es que esa voz no necesita oírse porque su madre lo habla todo por él. Ella organiza, ella se ofende, ella resuelve. Ella es ventrílocua de su hijo. En sólo una anécdota, esa madre le quitó primero a su hijo la iniciativa de organizar su propia vida social para después quitarle la capacidad de resolución de su propio conflicto, ambas destrezas indispensables para la vida. 
No es la primera vez que me topo con este tipo de madre, probablemente tampoco será la última. Son muy comunes estos días. Son las madres que piden al profesor que le cambie la nota a su hijo o al árbitro que no se le ocurra anular un gol a su hijo en el partido de fútbol, como contaba con toda la gracia Carles Capdevila en su famoso podcast (Educa como puedas) que, si no has escuchado todavía, te animo a hacerlo en este enlace: echas un buen rato escuchando su retrato humorístico de una realidad patética. 
Al final, si UNA se para a pensarlo, se trata de un problema de control, ¡ay, el control!, de no saber soltar. Como de eso UNA entiende un rato, quizás empatizar no sea tan complicado como hubiera podido parecer en esa regañina incómoda que me pegó la madre española del niño alemán.

Al otro lado del espectro está la madre coherente con el valor que ya expresaba en otro post: 
Ésa es la madre que UNA aspira a ser. 

Hablaba con una amiga el otro día que, cada vez que me cuenta cosas de LAS niñas (porque ella no habla de SUS niñas), capta toda mi atención por el modo que tiene de hacerlo, y quise reflexionar sobre qué es lo que hace tan atractivo su discurso materno. Y entonces me dí cuenta: esta madre, cuando habla de sus hijas, no las trata como marionetas, se desvincula de los resultados. Habla de LAS niñas con nombre propio, con la curiosidad y la admiración de ver brotar a personas. No me cabe ninguna duda, porque la conozco desde antes de sus embarazos, de que ella lo ha hecho lo mejor que ha podido. Es decir, desvincularse de los resultados no te hace peor madre, sino todo lo contrario. Me contaba que su hija de 13 años ya tiene novio. A mí me sorprendió porque a Paul con la misma edad yo no lo veo ahí todavía. Ante mi sorpresa, ella sonrió: Marina siempre ha sido muy precoz, me dijo. Tan fácil. Tan fluida esa respuesta. Y esa respuesta fluye de dejarla ser. Mi amiga deja ser precoz a su hija porque resulta que su hija ES precoz. ¿Ves la diferencia? Lo que hace nuestra tarea de madres especialmente difícil es resistirnos a la persona que de hecho ES tu hijo. Es pelearnos. Porque, además, es ésta una lucha en vano. Tu resistencia es vida robada
Tu hijo ES. 
Y es como es. 
La educación consiste en hacer de modelo, en enseñar cómo he aprendido a hacerlo yo y cómo me gustaría que lo hicieras tú, cuáles son los valores que me gustaría heredases, y que la felicidad depende de la coherencia. Pero la maternidad también consiste en sorprenderse, en desvincularse de los resultados para poder dar ese paso atrás que te permite disfrutar de la belleza de esa persona que emerge desde el niño-más-manejable que tuviste en tu regazo un día. Esa persona emerge si tú sueltas el manejo.
Si te acercas demasiado a la puerta de una catedral, sólo ves la puerta, que podría a todos los efectos ser la puerta de una iglesia pequeña de aldea. Para poder ver la magnitud de la fachada hay que alejarse y mirar hacia arriba. Sólo entonces puedes ver la obra de arte.



Ahí estamos. 
En proceso. 
Aprendiendo a soltar el control. 
A dejar ser.








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