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lunes, 24 de mayo de 2021

A poquitos

Cuando acababa de conocer a Peter, me llamaba poderosamente la atención lo despacio que hacía algunas cosas. Recuerdo concretamente cuando iba a pagar en el supermercado. Lo hacía con toda la parsimonia del mundo: abría el monedero, vaciaba todas las monedas en la palma de su mano, y luego las iba eligiendo de una en una, y entregándoselas al cajero de turno igualmente de una en una. UNA imaginaba que el cajero, junto con el resto de personas que aguardaba en la cola, debía estar experimentando síntomas agudos de irritación ante lo que parecía una ceremonia del té japonesa a cámara lenta, y sin embargo la única que parecía impacientarse era UNA.

El recuerdo de aquellas primera impresiones me lo ha traído una visita a mi hermana en su casa del bosque. Hacer las cosas despacito parece ser común denominador entre la gente de campo. Teníamos que llevar a un vecino unas garrafas. En mi entendimiento de la vida diaria, esta tarea hubiera sido así:
  • Monta las garrafas en el coche.
  • Conduce a casa del vecino.
  • Baja las garrafas del coche.
  • Vuelve a casa. 
Go go go

Eso es lo que solemos hacer en occidente. Correr, hacer, tachar de la lista de cosas por hacer, correr más, hacer más, tachar más.
En llevar esas garrafas con mi hermana, sin embargo, echamos un buen rato:

Nos bajamos del coche las dos. Bajamos las garrafas. Las metimos en la casa. El buen hombre salió. Charlamos un rato. Vamos a ver el huerto. Charlamos otro rato. ¿Has visto las tomateras? ¡No veas cómo están las coles! Acariciamos al perro. Charlamos otro rato. Comentamos. Nos miramos. Un momento de silencio. Un poco de nada. Se oyen los pájaros. Preguntamos por la mujer. Nos estamos despidiendo un buen rato.

Y sólo luego, un luego largo más tarde, volvemos a casa. 

Como con la ceremonia del monedero de Peter, la ceremonia de las garrafas del vecino me hace recordar que hay otra manera de hacer las cosas.

Vivimos acelerados. UNA vive acelerada. Hasta las cosas que UNA hace por placer, las hace rápido. Me refiero, por ejemplo, a mi práctica de yoga que a veces incrusto en mi rutina con calzador, entre sacar el pan de los bocadillos de los niños del congelador y dejar la comida hecha porque tengo clases toda la mañana. Para cuando llego a esas clases a las nueve, he hecho tantas cosas ya que podría inventariarlas en el libro Guiness de récords energéticos.

Go go go

A veces mientras borro la pizarra trato de recordar que no pasa nada por pararme un minuto a respirar, que el alumnado no se va a impacientar como -pensaba UNA- se impacientaría el cajero del supermercado.

Salir corriendo del trabajo para recoger a Dolfete hijo3 del cole pasa por ponerme una alarma en el móvil 15 minutos antes que me recuerde que tengo que seguir corriendo.

Go go go

La tarde se me pasa acelerada también entre friegaplatos y lavadoras, preparar clases y corregir pruebas, recoger y hacer recados, preparar cenas que se ventilan en un minuto y discutir con mis hijos adolescentes por el móvil. Siempre hay algo más en la interminable lista-de-cosas-por-hacer. Parece impresa en un rollo de papel infinito que no para de dar vueltas y más vueltas hasta que, cuando al consumirse el día -ésta es la palabra: consumirse- por fin te paras, cuando por fin te permites detenerte, entonces sientes el mareo. Porque mientras estás en el tiovivo del go go go, no notas el vértigo. Es sólo cuando pausas que todas esas vueltas comienzan a hacer estragos en tu organismo y te pega el vuelco. Las que dormimos a rachas lo sabemos. A veces aprovechamos las horas de insomnio -aprecia la ironía- para rellenar la lista de cosas por hacer del día siguiente y planear el nuevo merry-go-round que estrenaremos en cuanto vuelva a sonar el despertador. Planear es la mejor defensa para la ansiedad que sobreviene en el vacío de la noche, pero no me engaño, sé que no estoy haciendo otra cosa sino poner el nido más mullido para que se haga hueco más ansiedad.

Frenar. 
Parar. 
Ir más despacio. 
Ir a poquitos. 

Ése es el único antídoto auténtico.
Se nos olvida. 
Necesitamos recordatorios. 
Si hay algo que planear, deberían ser esos recordatorios. 

Desde la más profunda incoherencia, cuando UNA ve a sus hijos agobiados por su lista de cosas por hacer (¡tan pequeños y ya la tienen!), les dice: 

- A poquitos... Coge una cosa y hazla como si fuera la única cosa que tuvieras que hacer en la vida... 

Cuando ves a una persona serena, ¿a cuántos kilómetros por hora va? 
¿No es cierto que parece la hubieran grabado en slow motion
Pues eso, paga en el supermercado como si fuera la única cosa que tienes que hacer en la vida. Sólo entonces, haciendo así las cosas a poquitos, podremos convertir la vida en ceremonia, otorgarle el valor que las prisas urbanas le han robado, y quizás así dormir a pierna suelta. Seguramente hagamos menos cosas -a lo mejor hoy sólo nos da tiempo a llevarle las garrafas al vecino- pero también seguramente vivamos más: no hablo de cantidad (que probablemente también) sino de calidad. La gran mayoría de las cosas que aparecen en nuestras listas no son imprescindibles. Aparecen, no obstante, erguidas y orgullosas porque paradójicamente en occidente hemos otorgado condición de valor a estar ocupado y a terminar exhausto de tanta ocupación eficiente (hectic is good), cuando lo cierto es que la vida mundana convertida en lista de viñetas erosiona y se consume deprisa.
 
Escribo este post a modo de recordatorio para UNA misma en el agobio de fin de curso: bájate del tiovivo y ve dando un paseo que el tiovivo sólo da vueltas y luego más vueltas en un viaje a ninguna parte. 
La vida es el camino.

Photo by Lycheeart on Unsplash

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sábado, 6 de febrero de 2021

Tiempos muertos

A veces UNA piensa que estamos criando una generación de monstruos. Perdonadme el pesimismo pero permitidme que os relate una anécdota que tuvo lugar el viernes después de comer. En casa, tenemos muy restringido el tiempo de pantalla entre semana y abrimos la mano el fin de semana, con lo cual hemos generado lo que viene a ser un efecto-rebote: los niños ansían con síndrome de abstinencia la llegada del viernes por la dosis de tecnologías que inaugura. Incluso mientras comemos UNA puede percibir la urgencia. El tema de la adicción a las "maquinitas" desde luego da para unos cuantos posts y, si me apuras, da para un blog especializado. Pero eso no es lo que me ocupa/preocupa aquí. El caso es que Dolfete hijo3, tras apurar el plato, porque (por supuesto) hoy-mamá-no-quiero-postre-estoy-lleno, se dirigió raudo y veloz hacia la play (la consola de videojuegos playstation para los que, ajenos al gremio, tengáis el placer inocente de desconocer el término). UNA le advirtió: 

- Voy a echarme un rato. 

Dolfete encendió la play y, ¡OH NO, OH NO, OH NO!, una tragedia descomunal se desencadenó: 

¡Una actualización empezó a descargarse!

Todo el mundo sabe que una actualización puede llevar la atroz cantidad de ¡VARIOS MINUTOS! La amenaza de arruinar el comienzo del fin de semana estaba servida.

- ¿¡Y ahora qué hago!? 

El secreto de por qué la respuesta a esta pregunta (a cualquier pregunta, de hecho) casi siempre incluye llamar a mamá se me escapa. Vino a buscarme, a pesar por supuesto de que le había advertido que estaría descansando, y me pilló en el momento justo en el que empezaba a rozar la frontera de la conciencia. Tú sabes.

- Dame la tablet.

- Dolfete, estoy descansando, tienes la play.

- ¡Pero está descargándose una actualización! ¡No puedo cogerla todavía! ¿¡Qué voy a hacer!? ¡Dame la tablet!

- ¿¡Qué vas a hacer!?... ¡NADA!... ¡ESPERA!...

La reacción que siguió ante tamaña sugerencia no fue bonita.

Nada. Espera.

Éste es el mismo hijo que en el-cole-en-casa del confinamiento de marzo, como os contaba en Castigados sin recreo, instauró como rutina diaria el bloqueo del ordenador porque cuando le daba a una tecla, si el dispositivo cometía la osadía de no reaccionar de momento, le volvía a dar, y le volvía a dar, hasta que el dispositivo se plantaba. Entonces UNA reseteaba y, mientras el ordenador se reiniciaba, ¿qué hago ahora?

Nada…

Espera… 

No toques…

Para la generación de UNA, Nada-Espera era parte de la rutina diaria. Nada-esperabas a que se acabaran los danone para que mamá comprara más y así tener los siguientes sobres de cromos de la colección, no te comprabas un paquete de diez sobres de golpe en cualquier gasolinera. Nada-esperabas a que tu padre se levantara de la siesta para que te inflara la rueda de la bicicleta. Si alguien estaba utilizando el fijo en casa, nada-esperabas a que colgara; no había un móvil alternativa. Si llamabas a un amigo al fijo y estaba comunicando, nada-esperabas a que dejara de comunicar; no podías mandarle un whatsapp de voz. Si estabas deseando ver la última película de Star Wars, nada-esperabas a que la estrenaran; no te la descargabas en un sitio pirata. Si al final del verano tu amor estival te mandaba una carta, nada-esperabas impaciente los días de rigor a que llegara por correo; no había email que abrir ni chat al que engancharse. Nada-esperabas y, mientras, se te ocurrían un montón de cosas por hacer, como ordenar botones por colores, incordiar a tu hermana, comerte las uñas o escribir un poema.

Si el sábado a mediodía se te rompía el cartabón, nada-esperabas a que tu madre te pudiera comprar uno nuevo el lunes, o no, pero no te pedías uno en amazon prime que te llegara el domingo por la mañana. Amazon prime ha suprimido una cantidad ingente de nada-esperabas de nuestras vidas mundanas.

Vivimos a golpe de ratón: todo está al alcance de un clic. Es la cultura de la inmediatez: 
tiene que ser YA,
tiene que ser AHORA.
Nuestros monstruos han asimilado esta cultura de la inmediatez con mucha más naturalidad que nosotros, sin darse cuenta ellos del milagro (y a veces de la pérdida) que supone atajar días con urgencia. A su vez, nosotros les hemos permitido heredar esta cultura, anonadados como estamos ante el milagro del atajo, sin darnos cuenta de que en ese legado les estamos privando del placer de la
nada-espera

El tiempo de la espera es el más largo. Luego las cosas llegan, pasan y se olvidan con la fugacidad propia de la vida. Pero el tiempo de la espera no se olvida. 

Por eso, antes, cuando UNA estaba ocupada, o desocupada, y los pequeños monstruos reclamaban mi atención y UNA no se la ofrecía de inmediato, sentía cierta culpa (¿cómo se iba a privar UNA?). Pero ahora, unos cuantos años-de madre-después, cuando oigo:
¡Mamá!
y digo: 
- ¡Espera!
pienso que les estoy ofreciendo un gran obsequio. Les estoy compensando las prisas generadas por la cultura de la inmediatez con un poco de nada-espera. ¿Qué se les hace molesta la nada-espera? Puede, pero la molestia no mata, sino que va a poquitos cincelando resiliencia.

La resiliencia es un palabro que se ha puesto de moda precisamente por denotar una necesidad de nuestra era. O si no, ¿cómo vamos a sobrellevar la dilatación del tan esperado final de la pandemia? 

El tiempo de la espera,
no se nos olvide,
también es tiempo de vida mundana. 

Así que aprovecho para daros un consejo tipo zen que me complazco en ir repartiendo por doquier:

Estamos todos quemados...
pero no queméis los días...
que los días están contados...


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