lunes, 31 de agosto de 2020

Sin filtros

Cada año, al final del verano, actualizo mi foto de perfil y mi foto de portada en Facebook. Y cada año, al hacerlo, UNA, que es fotogénica nivel-cero, elije del verano la mejor foto para ponerla de perfil. El año pasado, por ejemplo, subí la de una boda a la que fuimos en la que estaba perfectamente maquillada y estrenando vestido. 

Sacamos nuestra mejor cara en redes sociales.

Recientemente Gusi hijo2 me hizo un comentario sobre una amiga suya que en Instagram "parece modelo", me dijo, y luego la ves y "puff, no tiene nada que ver en la realidad". Experta en filtros, provoca la decepción de la verdad. El comentario me dejó pensando. Lo hacen los chavales de 13 años, pensé, puro postureo. Pero es que nosotros, rozando los 50, también lo hacemos. ¿Por qué?

Así que decidí probar a no hacerlo este año. Decidí elegir una foto en la que no estoy maquillada, se aprecian mis manchas y mis arrugas, la falta de la firmeza que el tiempo y el estrés le robaron a mi piel, el peso que he ido sumando. Decidí no usar ni un solo filtro de esos que vienen por defecto en las aplicaciones y que te arreglan de golpe unos cuantos años y algún que otro disgusto. Todos aquellos amigos que llevo tanto tiempo sin ver, pensé, ahora sabrán cómo envejezco realmente. Al pulsar "publicar", confieso, sentí un poco de vértigo. La tentación de borrar la foto, de seguir escondiendo el tiempo.

Nos avergonzamos de envejecer. Es curioso, ¿no? Nos avergonzamos de engordar, de cambiar, de acumular manchas y arrugas. ¿Por qué? Me viene a la memoria que mi padre nunca asistía a las reuniones-aniversario, ésas en las que llevas 25 años sin ver a los asistentes a los que aún recuerdas jóvenes, porque decía que a ellas se asistía para comparar. No sé si hablaba de comparar el propio proceso de envejecimiento con el ajeno, o comparar la versión existente en nuestros recuerdos con la versión actualizada.

Lo cierto es que nos cuesta envejecer de cara al público. No hay halago más satisfactorio que el de "estás igual que siempre". Antes de una reunión-aniversario, nos ponemos a régimen o nos hacemos una limpieza de cutis como si perder dos kilos o un tratamiento de estética fueran a borrar de un plumazo 25 años de vida.

Lo que me llama poderosamente la atención, lo que despierta profundamente mi curiosidad, es por qué tapamos con filtros algo tan intrínsecamente natural como envejecer. Puedo entender que envejecer nos deprima porque es un proceso que nos acerca irremediablemente a la muerte, pero lo que se me escapa es por qué vivimos el proceso con vergüenza. Me parece un sentimiento tan infantil como la creencia que teníamos de pequeños de que el que nacía antes, se moría antes. ¿No deberíamos estar orgullosos de ir cumpliendo años? ¿No debería presumir UNA de que las arrugas de mi frente se fraguaron en las batallas que lidié educando a mis hijos? ¿No deberían ser las canas de UNA bandera de las preocupaciones que plagaron mis años-de-madre? ¿No debería existir belleza en las manchas que el sol de los veranos de UNA tatuaron en mi piel?

Debería. Pero lo cierto es que, sobre todo las mujeres (así de triste) usamos filtros contra el envejecimiento constantemente, no sólo en las redes sociales; usamos muchos filtros a diario que hemos normalizado: teñirse, maquillarse, las dietas, las cremas anti-edad, el relleno en el sujetador, depilarse. Nos disfrazamos para esconder lo inevitable, que el tiempo se lleva la juventud, y vivimos ese proceso con vergüenza, como si hubiéramos hecho algo terrible. 

Lo terrible, queridas, sería no envejecer. Todas conocemos a alguien que no envejeció, que siempre permanecerá joven en nuestra memoria. Estoy pensando en una amiga entrañable que murió muy pronto de diabetes, en mi primo que se lo llevó un cáncer antes de alcanzar los 40, en aquella compañera de cole que falleció súbitamente sin llegar a disfrutar de su hija. Todos guardamos alguna cara joven en el recuerdo. En honor a esos rostros, deberíamos mostrar nuestros casi 50 sin filtros.


Aquí UNA

Aquí UNA disculpándose por envejecer





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miércoles, 19 de agosto de 2020

Descolocada

Te vas a pasar un fin de semana fuera, a un hotel. Llegas el viernes. Deshaces las maletas y te acomodas en la habitación. Sales a conocer el lugar. Al día siguiente, el sábado, es el gran plan. Luego llega el domingo. Tienes que dejar la habitación antes de las 12. Haces las maletas y sales del hotel, pero no sabes muy bien qué hacer. Es temprano para emprender el camino de vuelta a casa pero, si decides quedarte, no te atreves a dejar las maletas en el coche ni encuentras un plan que se amolde al horario de que dispones. 

Te sientes descolocada.

Pues eso es más o menos lo que sentimos las madres ante el inminente septiembre. Estamos descolocadas. Si UNA pudiera dar por sentado que estará trabajando y que los niños estarán de vuelta en el cole, como todos los septiembres, UNA estaría ya organizando con quién dejarlos esas horas que no coincidan sus horarios con los míos. 

Pero ya lo básico no puede darse por sentado. 

El escenario pudiera ser intermedio, que UNA estuviera trabajando en el centro y los niños haciendo el-cole-en-casa, en cuyo caso la persona que se quedara con ellos mientras UNA estuviera en el trabajo no podría ser cualquier persona porque no es lo mismo. UNA que hizo el-cole-en-casa desde marzo sabe que no es lo mismo. Para empezar, tendría que ser alguien con dosis ingentes de paciencia, y eso no es tan fácil de encontrar cuando los hijos son ajenos, y a la vez tendría que contar con conocimientos suficientes de nuevas tecnologías como para atender las necesidades de tres escolares aprendiendo a distancia.

El futuro podría perfectamente no parecerse en absoluto a estos imaginados, y quizás nos coloque de vuelta en la-dimensión-confinada, en cuyo caso UNA tendría que hacer acopio de todos los recursos que echó en falta en el-primer-confinamiento, cuando Peter y UNA teletrabajaban, mientras los tres reyes hacían el-cole-en-casa. Si la vuelta es a aquel caos, UNA no puede olvidar hacer también acopio del aprendizaje adquirido en la superación de aquel reto al tiempo que de las dosis ingentes de paciencia a las que hacía referencia en el párrafo anterior.

UNA no sabe. Probablemente septiembre no se asemeje a ninguna de las tres posibilidades anteriores o quizás se asemeje un poco a todas por semanas. Es ese no saber el que tiene descolocada a UNA. A todas. A muchas, imagino.

El coronavirus nos ha robado las rutinas. ¡Oh, las rutinas! Las rutinas, aquellas de las que nos quejábamos, porque eran siempre iguales y aburridas, resulta que eran las que dotaban a nuestras vidas de seguridad. Levantarte y acostarte casi siempre a la misma hora, salir de casa sabiendo dónde ibas y cuándo ibas a volver, y qué te ibas a encontrar a la ida y qué te ibas a encontrar a la vuelta, nos producía esa sensación de control que perdimos de golpe el pasado marzo. Ahora toca ir improvisando, soltar el hábito mental de programar y planear, e ir viendo qué es lo que hacemos hoy. 

Lo que haremos mañana ya veremos. 

Nadie lo sabe. Los servicios sanitarios no se atreven a augurarlo. Los políticos desde luego parecen no saberlo y, si lo saben, lo guardan en estricto chapucero secreto. 

La transición de este final de agosto, en el que como cada año hace septiembre, es más incierta que nunca esta vez. Nos tiene más descolocadas que nunca. Los niños hacen preguntas para las que no podemos hacer otra cosa que encogernos de hombros. La pandemia también nos ha robado las respuestas.

Sólo queda dejar las maletas en la consigna del hotel y esperar que el domingo nos brinde oportunidades de disfrute y de descubrimiento antes del retorno a casa y de que el fin de semana nos devuelva el lunes con sus hastiadas -ahora ansiadas- rutinas.


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sábado, 8 de agosto de 2020

Los hilos invisibles

Uno de los pensamientos que más ansiedad me produce, porque al final son los pensamientos los que generan ansiedad, es la certidumbre de la soledad en la que nos hallamos todos: tú no tienes acceso a mi mundo interior, por más que yo intente dártelo a través de mi comunicación verbal y no verbal, y yo no tengo acceso al tuyo. Todo lo que pasa dentro de ti, que es mucho, es tuyo y tuyo sólo. Todo lo que pasa dentro de mí, que a veces raya lo-demasiado, es mío: yo me lo quedo. Nacemos solos, vivimos solos, morimos solos. Por mucho que deseemos acceder los unos a los otros, lo cierto es que estamos aislados y las relaciones humanas no son otra cosa que torpes intentos de atajar esa soledad. Pensarlo me pone ansiosa.

Pero no tengo que creerlo. Ahí está el antídoto: en decidir no creerlo. Pues si esa soledad es la que nos separa, luego están los hilos invisibles que nos unen. Los hilos invisibles también son objeto de creencia. ¿Recuerdas? "Lo esencial es invisible a los ojos". Pues estos hilos de los que hablo, aunque no se ven con la vista, ni se tocan con las manos, no obstante son susceptibles de sentirse. Incluso si no crees en ellos, puedes sentirlos si prestas atención. La ansiedad, en realidad, no es otra cosa que dudar de la existencia de esos hilos. 

Hay un hilo invisible, por ejemplo, de los ojos de Peter-padre a los ojos de UNA-madre. Ese hilo que es exclusivo nuestro me une a Peter porque sé que nadie salvo Peter siente por mis hijos lo que UNA siente por mis hijos. Sólo Peter. Este hilo se devana de los ojos de cualquier madre a cualquier padre. Cuando el hijo hace algo bello y los padres se miran con orgullo, no hace falta verbalizar. Cuando el hijo hace algo perverso pero divertido, los padres pueden reír la gracia a través del hilo invisible que une sus ojos mientras cumplen la obligación moral de explicarle al hijo que eso está mal, muy mal. Ese hilo invisible se tiñe de preocupación cuando alguna amenaza se cierne sobre la salud de los pequeños mientras el lenguaje- corporal o no- sabe que tiene que disimular para que el miedo no salpique a las criaturas. 

En la pareja, el hilo invisible te avisa cómplice cuando el-otro te desea, o cuando necesita que no invadas su burbuja de espacio personal y te alejes un rato. Es el hilo que se ilusiona con los planes comunes, el hilo que admira las cualidades de el-otro que maduran como el vino, y el mismo hilo que reconoce las danzas ya familiares en los conflictos y los acorta en aras de los valores compartidos: ya sé cómo va acabar esta discusión porque nos conozco, son ya muchos hilos, y decido dejarla estar, dejarla ir. Es el hilo que está plagado de palabras y frases, de gestos y muecas, que no significan nada para el-ajeno y todo para la-pareja.

Hay un hilo invisible entre madre e hijo. Ese hilo invisible que sentiste la primera vez que notaste a tu bichín moverse en el embarazo y no sabías si eran gases o era una mariposa. Es el mismo hilo invisible que reposa en tu regazo cuando tu bebé duerme encima de tu pecho y su respiración se sincroniza con la tuya. Cuando tu pequeño se cae y se hace daño, y un beso tuyo encima de la herida la cura milagrosamente: el hilo invisible entre tu hijo y tú está lleno de besos que curan, manos que se entrelazan haciendo prodigios, susurros que levantan telones de acero. Es el hilo que se regocija cuando tu chico hace surf y coge una ola, o mete un gol, o inventa y crea y brilla, e inmediatamente mira en tu dirección para ver si lo has visto, para asegurarse de que no te lo has perdido. Es el hilo que se tensa cuando, nada más ver a tu hijo, tú ya sabes que algo le pasa sin necesidad de que te lo cuente. Es el hilo invisible que sientes debilitarse y temes se rompa en la adolescencia de tu grande, pero sabes sigue ahí pendiente, colgado, temblando.

Desde que empecé a escribir este blog, han pasado muchas cosas bonitas. Me han escrito personas, sobre todo mujeres, sobre todo madres, expresándome el alivio que les ha producido el poderoso hilo del yo-también. Yo-también estoy harta. Yo-también grito. Yo-también lloro en el cuarto de baño. Yo-también me siento mala-madre. Yo-también quiero salir corriendo. Yo-también estoy enamorada de mi hijo y yo-también quiero estrellarlo. Yo-también siento el desasosiego que me produce el paso del tiempo. A mí-también me revuelve el vértigo que me produce la incertidumbre. Yo-también pienso que no doy la talla, que no estoy a la altura, que salgo perdiendo en la comparación. Yo-también dudo. Yo-también me arrepiento. 

El yo-también es un hilo invisible férreo que nos une: yo no puedo acceder a tu mundo interior y, sin embargo, sé por lo que estás pasando, sé lo que estás sintiendo, porque UNA ha estado o está ahí. Claro, hay que haber estado o estar ahí. El hilo invisible requiere presencia.

Poco antes de morir mi padre, murió el padre de una amiga. UNA creyó que entendía. Cuando murió mi padre, sin embargo, y sentí en primera persona el desgarro que supone la orfandad de el-referente, UNA le pidió disculpas a su amiga. Le dije: 

- Lo siento. No supe estar ahí para ti. Porque no entendía. Ahora entiendo. 

La muerte de mi padre tejió un hilo invisible entre UNA y ella, entre UNA y todo el que ha perdido a el-referente.

Así es la vida mundana. Sí, naces solo. Pero a medida que vas creciendo, por fuera y por dentro, vas tejiendo hilos invisibles, como esas frases que subrayas al leer un libro porque ponen voz a tu mundo interior. Al final, con los hilos invisibles, tejes una red. 

Quiero creer que es esa red la que te mece a la salida de una vida mundana.


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