lunes, 4 de noviembre de 2019

Envejecer: Dime, ¿qué piensas hacer con tu única, salvaje y preciosa vida?


Siempre había pensado que envejecer sería algo así como una bola de nieve que se va deslizando a poquitos por una pendiente, sin velocidad, pero ganando momento de forma paulatina. Lo que me ha pillado desprevenida es que envejecer va en realidad a saltos de canguro y, en cada salto, descubres algo que te hace un poquito más vieja: un día es una arruga debajo de los ojos, otro día es una arruga encima de los labios, un dolor en la rodilla cuando buscas las zapatillas de Dolfete debajo del sillón, un bostezo delante de una copa en un bar, la pereza de hacer una maleta, el ceño fruncido que te ocupa la cara, la osadía de alguien de etiquetar a tus bebés de adolescentes, ese plato que nunca te gustó y ahora te priva, el hijo que te dice que ya no va a dormir contigo aunque papá no esté...

Cuando te acuerdas, estás rozando los 50 (los rozas por abajo, los rozas por arriba) y te preguntas dónde se ha ido tu vida, esa vida que se prometía larga e intensa. Los años-de-madre especialmente, a pesar de los días laaaargos y las noches más laaaargas todavía, son los que más rápido pasaron delante tuya, a modo de la polvoreda que levantaba el correcaminos en su huida.





La sensación es de puro vértigo


Si te paras a pensarlo friamente, la vida es una gran putada. Nos han soltado aquí, solos, sin darnos explicación alguna. La ciencia no es otra cosa que una búsqueda digna de esa explicación pues no hay fe que tenga garantías. Todas y cada una de las personas que conoces en este momento no estarán aquí algún día, incluidos tus hijos. Produce escalofríos. Lo que llamamos ley-de-vida no es otra cosa que la esperanza, el crucemos-los-dedos, el toquemos-madera, de que el orden natural de las cosas no se altere. ¡Por Dios que no se altere! Que enterremos a los padres, aunque duela como si nos estuvieran quebrando los huesos, pero nunca a los hijos.

Ante este hecho irrefutable, sólo restan dos opciones, aunque adivino que la fe ha de ser una tercera que de alguna manera alivie el desconsuelo. Para los que no creen, la opción más popular es la de anestesiarse:  ¡A vivir que son dos días! Son muchas las modalidades de anestesia:
Comer mucho
Beber mucho
Comprar mucho
Reir mucho
Pero también:
Trabajar mucho
Enfadarse mucho
Preocuparse mucho
Pasarse la vida en Facebook
Y hasta leer mucho
Las posibilidades son inagotables. Lo cierto es que el mundo donde nos soltaron es asombrosamente versátil.


Envejecer además, en esta cultura que ensalza la imagen corporal de la juventud, roza el pecado. Nos avergonzamos de las arrugas y de las canas, las tapamos con color. Vamos a nuestras reuniones-aniversario apesadumbradas por el miedo a la comparación con nuestro yo-pasado, casi pidiendo perdón por que los años hayan apagado el color de nuestra piel y sumado volumen a nuestras caderas. Usamos filtros para publicar una versión menos envejecida de nuestros selfies en las redes sociales. 
La vergüenza de envejecer en realidad esconde la pena y el miedo.
Maquillar el paso del tiempo viene a ser otra manera de no sentir el vértigo. 

La otra opción, la alternativa a la anestesia que nos viene prácticamente impuesta a los que la sensibilidad nos excede, no es otra que sentir.
Sentir la incertidumbre
Sentir el desgarro
Sentir la desolación
Sentir la desazón
Sentir la tristeza
Sentir la rabia
Sentir la pena
Sentir la ansiedad
Sentir el miedo.

Sentir las emociones que producen los saltos de canguro de envejecer, la certeza del futuro, la conciencia de la soledad y el pensamiento de la muerte.

Pero si te das permiso para sentir esto y no anestesiarlo, abres la puerta al abanico del resto de emociones:
la admiración enmudecida ante la belleza, 
el regocijo acogedor de la maternidad, 
la euforia de la creatividad, 
la satisfacción de la conexión con el-otro-que-no-eres-tú, 
el gozo del amor y el sexo.

Pararte a incorporar todas estas emociones ralentiza de alguna manera el tiempo porque, para realmente sentirlas, necesitas estar en el momento presente, en el ahora, en el momento del verano, del viaje, del poema, del abrazo. Cada momento se convierte en un rito. ESTO es vivir y no pasar a saltos por la vida.

Vivimos a ratos entre una y otra de las dos opciones: entre anestesiarnos y sentir. Los que somos más intensos, como UNA, no podemos evitar vivir más en la segunda opción que en la primera, sobre todo a medida que vamos envejeciendo, aunque admito que a veces daría mi reino por una anestesia que, a modo de dique, detuviera la mente incansable de UNA. Pero también a medida que vamos envejeciendo, vamos tomando conciencia de que vivir en la segunda opción, además de ser motivo de desasosiego vital, también lo es de celebración vital.

Así es la vida. Nadie te va a venir con una respuesta. Nadie la tiene. Ni siquiera creo que las preguntas que nos formulemos sean las apropiadas. Mañana te levantarás y, al mirarte al espejo, descubrirás una nueva mancha en tu piel que ayer no estaba. 
Sabrás que eres un poquito más vieja. 
Te entrará vértigo.

Siente ese vértigo pues lleva consigo la promesa de su contrapunto.


*    *    *


El día de verano, poema de Mary Oliver

¿Quién creó al mundo?
¿Quién hizo al cisne, y al oso negro?
¿Quién dio forma al saltamontes?
Me refiero a este saltamontes,
el que acaba de saltar en la hierba,
el que ahora come azúcar de mi mano,
el que mueve las fauces de atrás para adelante y no de arriba abajo,
el que mira a su alrededor con enormes ojos complicados.
Ahora levanta una de sus patas y se lava la cara cuidadosamente.
Ahora de pronto abre sus alas y se va flotando.
Yo no sé con certeza lo que es una oración.
Sin embargo sé prestar atención
y sé cómo caer sobre la hierba,
cómo arrodillarme en la hierba,
cómo ser bendita y perezosa,
cómo andar por el campo,
que es lo que llevo haciendo todo el día.
Dime, ¿qué más debería haber hecho?
¿No es verdad que todo al final se muere, y tan pronto?
Dime, ¿qué piensas hacer con tu única, salvaje y preciosa vida?

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