No recuerdo exactamente por qué Paul hijo1 estaba frustrado. Por lo que fuera. Tiene 14 años: Motivos de sobra para la frustración. El caso es que entraba y salía del salón despotricando. UNA lo vio venir. No es la sabiduría, no: Es la experiencia. UNA le susurró a Peter:
-Ya verás cómo en menos de 5 minutos Paul ha encontrado la conexión entre lo que le pasa y UNA, de modo que UNA tenga la culpa de lo que le pasa.
Me equivoqué. No fueron 5 minutos. Fueron 2. En 2 minutos, Paul ya había declarado de manera explícita que…
¡LA CULPA ES DE MAMÁ!
No sé cómo ni por qué la culpa de lo que fuera era de UNA.
UNA no ha tenido otro remedio que aprender a no tomarse de forma personal estas situaciones que van ganando recurrencia con la adolescencia temprana de los monstruos.
Llevas toda la mañana sin verlos. Ellos llevan toda la mañana en el cole. A medida que van pasando las horas, las prisas y los agobios de la mañana se han ido apaciguando y en tu mente ya hay cabida para echarlos de menos e idealizarlos, volviendo a acariciar la idea de la maternidad en su ausencia callada y silenciosa.
Tienes ganas de verlos.
5 minutos después de que entren por la puerta, ya se te pasaron las ganas.
Paul hijo1 ha llegado malhumorado y mohíno.
O ceñudo.
O enfurruñado.
UNA trata de averiguar sin éxito si le ha pasado algo en el colegio que le haga comportarse así.
Sin éxito: Por respuesta un monosílabo irritado.
UNA se pregunta si será el hambre.
O será el cansancio.
Cuando no es Paul, es Gusi hijo2.
Cuando no es Gusi, es Dolfete hijo3.
Cuando no es ninguno, UNA sospecha si será la mejoría de la muerte, la tregua entre-guerras.
Si le ha pasado algo en el colegio a Paul, algo que haya contravenido sus deseos, alguna expectativa que no haya sido correspondida por la realidad, UNA se atreve a afirmar que en el colegio la frustración habrá pasado desapercibida, se habrá disfrazado con una capa de fingida amabilidad o pasotismo.
Ha sido sólo al entrar por la puerta de casa que el descontento se ha exteriorizado, ha ganado visibilidad. Al ver a UNA, la-versión-frustrada-de-Paul-hijo1 ya no puede disimular ni un minuto más.
Es ésta, no me cabe duda, la versión adolescente del niño que se cae y no llora hasta estar seguro de que su madre está presente y está mirando. Si el niño que se ha caído tiene que levantarse y buscar a su madre y eso le lleva 5 minutos, son 5 minutos en los que consigue aguantar el llanto que, sin embargo, ha de tornarse necesariamente inaguantable en el momento en el que visualiza a su madre.
Esto es un hecho:
Somos el saco de boxeo de nuestros hijos.
Su sparring emocional.
Acuden a nosotras a ventilar sus frustraciones,
a desahogar sus ahogos,
a destapar sus presiones.
Esto es así porque no puede ser de otra manera.
Ha sido así siempre y siempre lo será.
Ha sido así siempre y siempre lo será.
Somos casa.
Somos el sitio donde pueden ser ellos mismos sin la exigencia de ser la-mejor-versión-de-ellos-mismos.
Pueden mostrarnos su vulnerabilidad sin miedo,
su debilidad sin vergüenza,
su sombra más oscura pues saben
que no nos vamos a ninguna parte,
que estamos aquí para quedarnos
pase lo que pase,
hagan lo que hagan,
digan lo que digan.
Es precisamente ese contrato de permanencia que es la maternidad el arma de doble filo. ¿Dónde están los límites? Entiendo que en casa te sientes seguro. Entiendo que en casa desfogas. Entiendo que tus malhumores y tu-peor-versión es para casa porque no puede ser de otra manera. Pero ¿dónde está el límite?
Cuando mis hijos me hablan mal, que es mucho más a menudo de lo que a UNA le gustaría, UNA, cuando la templanza del día se lo consiente, que ya he contado (aquí y aquí y aquí) que no es ni mucho menos siempre, trata de reaccionar así:
-Yo te quiero mucho. Te quiero mucho. Pero también me quiero mucho a mí misma. Y no voy a dejar que me trates así igual que no dejaría que nadie te tratara así.
YO ME QUIERO MUCHO. UNA QUIERE MUCHO A UNA. Mi filosofía en una frase. Una filosofía que, como me recordó hace poco una gran amiga, no es muy popular en cuanto a madres se refiere.
Ése es mi límite, hijo mío. Soy tu saco de boxeo pero no tengo la intención de permitirme ser maltratada. No te cebes conmigo.
Sobre todo, porque estoy tratando de enseñarte a ti,
no sólo a que no maltrates,
sino también y tan importante,
a que no te dejes maltratar tú.
Por nadie.
Nunca.
Esta actitud exige, no obstante, el examen de conciencia.
Que levante la mano la que no tenga en casa su propio saco de boxeo.
Que levante la mano la que, después de haber tenido un mal día, no saca la-peor-versión-de-sí-misma en casa.
Que levante la mano la que, después de un día de esos de aguantar con la sonrisa puesta, no llega a casa y lanza un resoplido; después de un día de esos de aguantar, no salta a la mínima con su Peter o con sus monstruos.
Si has levantado la mano, déjame que te la estreche con mi más sincera admiración y anhelo de imitación.
UNA aún está en el proceso.
UNA aún está tomando conciencia de que cuando UNA tiene un día-💩, UNA tiene que pararse en la cochera 5 minutos, justo hasta el apagado automático, y respirar antes de coger el ascensor a casa para dejar atrás las desavenencias del día. Para recordar que va a entrar en contacto con lo que de verdad importa.
Con los que de verdad importan.
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