Cuando UNA estaba en 3º de EGB, 8 años, asistía a un colegio del opus dei, lo cual probablemente tenga mucho que ver con mi agnosticismo adulto. Los extremos nunca son recomendables. Esto se me dibuja en la misma línea que el hecho de que mi madre nos pusiera de merienda higos secos con nueces y UNA-niña se pasara el recreo mirando con envidia los tigretones ajenos, lo cual tendría un efecto rebote en atracones de panteras rosas por UNA-adulta y probablemente tenga que ver con la inestabilidad de mis niveles de azúcar. El caso es que la impresión que me produjo la religión entendida a la manera del opus dei, junto con la mezcla explosiva de inteligencia y sensibilidad de UNA-cría de 8 años, supuso que me obsesionara con temas tan poco mundanos como la vida eterna. En mitad de la noche, me agobiaba pensando que si la vida después de la muerte era eterna, ¿a qué íbamos a esperar? Me pasaba a la cama de mis padres, que trataban de calmarme hasta quedarme dormida con una paciencia y delicadeza que ahora UNA-madre, sabedora del mérito que eso conlleva en mitad de la noche, admira devota con efectos retroactivos.
Mis padres, en tiempos de crisis, eran muy proclives a buscar ayuda experta externa. Así, en mis días de obsesión con la vida eterna, y sin que UNA-niña lo supiera, hablaron con el párroco de la misa de 12 de los domingos, que era menos opus dei y más ufano, tratando de que me pintara un futuro eterno menos sombrío. Igualmente, hablaron con mi tutora de 3º, la señorita Consuelo. Un día, robándome mi recreo y parte de la clase de gimnasia, la señorita Consuelo me llamó a tutoría y disimuladamente me preguntó por mis preocupaciones, que UNA-niña no quería compartir con ella, pues eran demasiado grandes como para compartirlas fuera de la cama de mis padres y mis noches de angustia. Frustrada porque UNA-niña no accedía a abrirle su alma, a la señorita Consuelo no le quedó otra que recurrir a una cita de la biblia:
Cada día tiene su propio afán
UNA-niña no sabía aún que significaba afán y estaba demasiado pendiente de sus tripas, que sonaban muy fuerte en ese momento reclamando la merienda, como para pararse a procesar aquella sentencia.
Cuarenta y tantos años después, la voz de la señorita Consuelo y esa frase, me vuelven cada mañana a modo de mantra. Me resuenan por dentro en mitad de la travesía surrealista de la pandemia. En esta segunda fase de la-dimensión-confinada en que se encuentra la-familia-de-5, Peter y UNA tuvimos que pasar un buen rato de la primera mañana cancelando citas: el otorrino, la fisio, el corte de pelo de Paul hijo1, el entrenamiento de fútbol de Gusi hijo2, la foto de estudio que íbamos a regalar a la abuela por su cumpleaños, la salida de senderismo con María del Mar, las reuniones en la escuela. De repente, todo cancelado. Me vino como un flash el recuerdo de los días tras la muerte de mi padre, cuando tuvimos que devolver todos los bártulos y medicinas que habíamos comprado para una vuelta del hospital que nunca se produjo.
Los adultos vivimos en google calendar. Los niños, salvo mezclas explosivas como la de UNA-cría que tienen la mente en la vida eterna, por lo general jamás se levantan y preguntan:
¿Qué vamos a hacer el jueves de la semana que viene?
¿Qué vamos a hacer en semana santa?
¿Dónde vamos a estar en la primavera del 2023?
Como mucho, preguntan:
¿Qué vamos a hacer hoy?
Cada día tiene su propio afán
Cada día tiene su propio afán
El afán, de vuelta en la-dimensión-confinada, ha borrado en plan tsunami todos los colores de la agenda del móvil. Esta pandemia me ha regalado de vuelta un mantra que nunca debimos haber olvidado. Con todo el desasosiego que produce la falta de rutina con que este curso amenaza, el caos que se avecina, el desorden doméstico y laboral, el puto virus sin embargo nos está recordando a gritos que cada día tiene su propio afán. Ya está. Hoy es lo que importa. Lo que vayas a hacer hoy. Cómo decides hacerlo. Y con quién lo hagas. Cada día tiene su propio afán y el afán ahora ha de consistir en aprender a cancelar citas mentales futuras de esa vida que ya no es tan eterna.
¿Qué vamos a hacer hoy?
Afanarnos en hacer lo que debamos lo mejor que podamos. Ser amables. Pedir perdón cuando no lo seamos y empezar otra vez. Hoy. Cada día.
Porque, para un ratito que vamos a estar por aquí, no nos lo vayamos a pasar enfadados con el mundo.