lunes, 27 de abril de 2020

Antojos del fin del mundo


Cuando UNA era pequeña comprábamos las chuches en los quioscos. Mi abuelo nos llevaba los sábados y nos daba cinco pesetas a cada hermana para comprar una selección de entre un chicle cheiw de fresa, un palote, caramelos pez, un chupa chup de kojac o caramelos chimos.
UNA-niña se sentía rica en el día más feliz de la semana. 
UNA-adulta se siente vieja cuando se aferra a esta vena nostálgica que habla en pesetas pero el-fin-del-mundo-tal-como-lo-conocíamos favorece la nostalgia.

Hubo entonces un cambio radical en la infancia de UNA: Muchos siglos antes de que aparecieran las tiendas de los chinos, las ciudades comenzaron a decorarse con tiendas de caramelos. Tiendas preciosamente coloridas en las que, al más puro estilo americano, enfilaban medias lunas llenas de gominolas igualmente coloridas. Ahí nacieron los gatos de regaliz, las coca-colas, los plátanos amarillos, las manzanitas verdes y las fresitas. Me acuerdo perfectamente de la primera de estas tiendas en el paseo de Zorrilla de Valladolid. Mis padres nos llevaban los domingos después de misa y era una fiesta: Te habías pasado la misa cuchicheando con tus hermanas qué era lo que ibas a escoger.

Cuando nos mudamos a Córdoba, había en Ronda de los Tejares una tienda de éstas paradisiaca. Era toda rosa, por dentro y por fuera. Se llamaba Antojos. 
Mi hermanAura y yo decidimos ahorrar juntas durante algunas semanas la propina (que en Córdoba se llama "paga") para poder disfrutar un día de un banquete de chuches en toda regla. Cuando juntamos la honrosa cantidad de 500 pesetas, alguien nos cambió las monedillas de la hucha por una única moneda brillante de 500. Un sábado, UNA se metió la moneda en el bolsillo y con mi hermanAura se dispuso a ir a la compra para la fiesta anunciada. Tenías que habernos visto a ambas caminar hacia la-tienda-rosa orgullosas de haber acuñado tal fortuna. Pues bien: Justo antes de entrar en la tienda de chuches, UNA-niña se metió la mano en el bolsillo y la moneda, esa moneda que nos había costado semanas ahorrar, había desaparecido. No estaba. La había perdido. Volvimos a casa, comprobamos, recorrimos el camino de ida a la tienda una y otra vez, le dimos la vuelta a los bolsillos, y nada. La moneda brillaba ahora por su ausencia.

Hago aqui un inciso para:

Uno. Apelar al desconocido que se encontrara la moneda de 500 pesetas en la entonces Avenida del Generalísimo a principios de los ochenta: ¡Que la devuelva, por favor! Tiene valor sentimental.

Dos. Reflexionar sobre cuál hubiera sido mi actitud como madre si esto le pasara ahora a alguno de mis monstruos, porque en su día mis padres no trataron de protegernos de las emociones reponiéndonos las 500 pesetas. Probablemente de hecho nos echaran una regañina. O ni eso. Al fin y al cabo, era nuestro problema. Pero esto es carne de otro post.

Los recuerdos los deteriora el tiempo: Mi hermanAura probablemente cuente esta anécdota de forma completamente diferente a cómo la rememora UNA. 
Pero las emociones no las toca el tiempo. 
Las emociones son como los olores o las canciones, capaces de traerte de vuelta un amor de verano en cuestión de segundos y de erizarte la piel al hacerlo. 

La decepción de haber perdido aquella moneda tras semanas de esfuerzo, 
el drama que suponía para UNA-niña, 
la renuncia al sueño del festín de las chuches, 
la culpa también porque era UNA al fin y al cabo la que había perdido la moneda y privaba a mi hermanAura también de su sueño tornando igualmente vano su esfuerzo.
¡La pena! 
¡La rabia! 

[Esto es como la historia del peine: Me vais a perdonar que, tras seis semanas de confinamiento, cualquier memez adquiera tintes trágicos.]

Años después, en otra infancia, otra anécdota puso de nuevo sobre el escenario aquellas emociones. Era el cumpleaños de un Gusi hijo2 en versión chiquita y pedía que le regaláramos un balón de fútbol con la intensidad con la que las criaturas pueden llegar a pedir un capricho: Si eres madre, tú sabes. Osada UNA, decidí que ya había suficientes pelotas en casa (literal y metafóricamente) y, en vez de eso, le compré una portería infantil de esas plegables y unos guantes de fútbol, pensando que le harían muchísima ilusión a ese portero. No le hizo falta desenvolver el regalo. En cuanto lo vio, la versión chiquita de Gusi hijo2 supo con certeza que no era "el-balón". Y, con la ingratitud todavía no cincelada de la primera infancia, sintió la pena y la rabia, porque ¡eso no era lo que él quería! Ni lo que había puesto tanto empeño en dar la lata por conseguir. El sueño de su balón redondo se desvanecía ante aquel envoltorio aún sin abrir. La decepción: Su drama.
No te quedes ahora con el juicio que se fragua en tu mente: 
Quédate con la emoción del niño.

Porque es ésa precisamente la emoción que UNA ha sentido al salir hoy a la calle con mi hijo por primera vez después de mes y medio metidos en casa. 
He sentido que les hemos robado la moneda de 500 pesetas y el balón de fútbol. 
Que les hemos quitado los sueños.

Tras llevar seis semanas en la-dimensión-confinada, UNA pensaba que, cuando pusiera un pie en la calle, me iba a inundar la sensación de libertad. Sin embargo, lo que me ha embargado es la pena y la rabia.

Cuando UNA tuvo hijos, nunca imaginó que les dejaría en herencia una película de ciencia ficción; un mundo surrealista en el que no pueden jugar con otros niños a menos que sea a través de una pantalla; en el que necesiten mascarillas y guantes para poder llevar a cabo una tarea tan mundana como salir a dar un paseo.

¿Sabes cuál es la diferencia entre las emociones de la anécdota de las chuches y las de la anécdota del balón? UNA-madre te contesta a esta pregunta: 
Las batallas de nuestros hijos siempre duelen más, escuecen más, que las batallas propias.

La generación de UNA lo hemos tenido fácil. En muchos sentidos, hemos sido una generación afortunada:
El medio ambiente, por ejemplo, para nosotros era una lección del libro de texto de ciencias naturales. 
Ahora es una realidad disfrazada de amenaza. 
Una pandemia para nosotros era un estreno de cine. 
Ahora es una guillotina con visos de reincidencia.


UNA hoy ha sentido la tristeza profunda ante la desolación que trunca los sueños de mis reyes, desde la cancelación de un plan mundano-extraordinario como el viaje de la familia-de-5 este verano a Canarias, hasta la compleja incertidumbre de un futuro enmarañado, 
incertidumbre que les arrebata el derecho a el-largo-plazo
incertidumbre que les usurpa el gozo de el-modo-planes
algo que la generación de UNA sí pudimos disfrutar.

UNA ha sentido también la rabia, el no-hay-derecho a que las batallas que mis tres hijos vayan a tener que lidiar sean tan rudas. UNA no estaba creando hombres para esto. UNA no había planeado que el fin del mundo les pillara a los hijos de UNA.

UNA ha sentido también la culpa, la responsabilidad que con toda seguridad la generación de UNA ha tenido en la gestación de este panorama conflictivo.

Cuando la versión chiquita de Gusi hijo2 se soprepuso por fin a la rabieta y cedió a abrir su regalo, la portería y los guantes reemplazaron rápidamente al sueño del balón en su cara recién iluminada. Le hicieron rey. 
UNA espera, y sinceramente el único consuelo que queda a estas alturas es confiar, que la generación de mis tres reyes reúna capacidad de reacción y los-que-vienen sepan qué hacer con un mundo que agoniza. 
Que estén a la altura que demanda la injusticia de su herencia. 
Que tengan la capacidad de discernir en las eLECCIONES, capacidad que nos faltó a sus padres.
Porque UNA está segura de que no es lo mismo jugar al fútbol en un campo de césped que en el fifa de la play. Segura.



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