domingo, 18 de julio de 2021

La buena madre

La-buena-madre en tiempos de nuestras madres era la madre a la que sus hijos obedecían; era la madre cuyos hijos no dejaban nada en el plato, no interrumpían, no contestaban mal, no daban la nota. La-buena-madre era la que ponía a sus hijos por delante de ella, la que se sacrificaba. La-buena-madre era la que callaba, la que no discutía con su marido y acataba con tal de evitarle el mal rato a los hijos, la que aguantaba y se quedaba en el matrimonio por los niños.

Afortunadamente, el concepto de buena-madre no es inalterable; ha tenido que ir acomodándose a los cambios sociales, pues aquel concepto de buena-madre de tiempos de nuestras madres es simplemente inviable con la mujer incorporada al mundo laboral. No obstante, muchos de sus resquicios aún resuenan a modo de ecos mentales que dificultan considerablemente la conciliación a las madres, algo que nunca hicieron a los padres. Pero ése es otro tema del que ya he relatado en más de una ocasión (ver entradas relacionadas abajo).

Lo que a UNA le parece más sano es que hermanos de una misma madre no tengan una misma infancia porque el concepto de madre no sólo evoluciona entre saltos generacionales sino que crece también en la propia experiencia de la maternidad. Las que tienen varios hijos probablemente me entiendan. Repetimos hasta la saciedad la frase de "yo a mis hijos los he educado exactamente igual y no podían haber salido más diferentes", pero en el fondo sabemos que no los hemos educado igual. Cada hijo ha tenido un momento-madre diferente; a cada uno le hemos dedicado una versión distinta de nosotras; cada hijo ha resaltado distintas cualidades o debilidades. UNA, desde luego, no ha sido una sola madre.

UNA madre1, la engendrada por Paul hijo1 al nacer, era la madre más ilusionada. Primeriza, pagó la novatada de heredar muchas teorías sobre la maternidad de generaciones anteriores, de libros regalados, de madres, de suegras, de abuelas. Escuchó demasiado fuera y poco dentro. Se encontró de bruces con la preocupación, que no es otra cosa que la modalidad pija del miedo; con la co-dependencia que se establece entre el bebé que te necesita y tu incapacidad de soltar. La madre1 quería ser la mejor madre del mundo y para ello, hizo de su bebé el centro de su mundo.

La madre2, sobrepasada, se limitó a sobrevivir; aprendió rápido que no todos los bebés son iguales, que para estar presente y atender hace falta dormir y convirtió el sueño en obsesión: ponía toda su energía en evitar ruido ambiental para que no despertaran a sus chicos y, una vez espabilados, la ponía en estimularlos y mantenerlos despiertos para poder dormir luego. Siempre había un bebé entre sus brazos o en su regazo, o un carrito entre sus manos.

La madre3 se encontró de pronto con 3 tallas de pañal pero ya empezaba a sospechar que no todo importa tanto y que nada dura mucho; que, al final, lo que realmente funciona es que UNA esté bien; que la educación no es lo que digas sino lo que hagas, porque ellos no aprenden escuchándote, aprenden viéndote, por osmosis. La madre3 ya no aspiraba a ser la mejor madre del mundo, sino a ser una madre medianamente buena; incluso a veces pasable es suficiente. La maternidad de esta última madre tiene sólo tres mandamientos: estar disponible, saber pedir perdón y perdonar. El tercer mandamiento se divide en dos: perdonar siempre y perdonarse también a UNA.

Estas tres madres no se entienden del todo bien. UNA madre1 piensa que UNA madre3 es demasiado permisiva y UNA madre3 piensa a su vez que UNA madre1 es demasiado autoritaria. Ambas piensan que la otra comete aberraciones. Las madres1y2 llevan mucha más carga de culpa que la madre3 y acusan a la madre3 de pasotismo; la madre3 las mira con cierta compasión. En fin, algarabía interior.

Cada mañana de verano, temprano, muy temprano, salgo a pasear por la playa. Un placer. Este verano me encuentro a diario con una madre que pasea con su hijo. El hijo tiene la edad de Dolfete, calculo. El chiquillo cojea sensiblemente. Me fijé en sus piernas y tiene la derecha contrahecha y perceptiblemente más delgada que la izquierda, como si no hubiera nada entre hueso y piel. Es muy temprano, como cuento, y este crío que tiene tan complicado algo básico como andar, ya está andando por la playa con su madre. Cada vez que me cruzo con ellos se me llena la garganta de un agua tan azul como el que perfila la orilla por la que caminamos los tres: UNA en una dirección, ellos en otra. Me fijo en el semblante de la madre. Ella es la-buena-madre, pienso. La madre que madruga cada mañana de verano para llevar a su hijo a caminar por la playa; me figuro que el médico le habrá aconsejado esos paseos. La-buena-madre tiene el semblante afable, sonríe, charla. No sé nada de ella y, sin embargo, creo adivinarlo todo. Creo leer la preocupación y el miedo. Creo leer también un poquito de rabia de que su hijo no pueda levantarse tarde en verano e irse a la arena a darle patadas a un balón como Dolfete. Creo leer un atisbo de esperanza. Creo incluso leer la vergüenza de quizás sentir vergüenza: entre líneas se siente mala-madre por sentir -a veces, sólo a veces- la ambigüedad, por desear tener un niño perfectamente normal. Pero en negrita, a modo de título, leo sobre todo el amor por ese niño, el amor colándose entre el hueso y la piel de esa pierna escuálida.




Cuando ceden las comparaciones entre la-buena-madre y UNA, que camina sólo por el gustazo de hacerlo y no por prescripción facultativa, me permito pensar: al final, somos todas buenas-madres, ¿no?
La madre de UNA,
UNA,
la-buena-madre de la playa,
tú que lees esto.
Al final, lo que nos mueve y lo que nos conmueve a todas no es otra cosa que el amor que sentimos por nuestros saquitos de hueso y piel.
A veces lo hacemos peor: a veces sentimos rabia, mucha rabia; y vergüenza, mucha vergüenza; y ambigüedad, mucha ambigüedad.
Y a veces lo hacemos mejor; a veces incluso deslumbramos.
En cualquier caso, lo que nos mueve es el amor, las buenas intenciones: la intención de ser mejores personas para nuestros hijos y la intención de que nuestros hijos sean buenas personas.

Hay un padre muy ingenioso en el colegio de Dolfete. También tiene 3 hijos. Una mañana que me paré a hablar brevemente con él a la entrada del cole, me dijo entre jocoso y confeso:

- ¿Qué hora es? ¿Las 9? A esta hora se puede decir que hoy ya les he causado a mis hijos varios traumas.

Me reí por pura identificación. La vida no está hecha para tener a tres críos pequeños preparados-listos-ya, antes de las 9 de la mañana día tras día. La vida no está hecha para ADEMÁS estar UNA preparada-lista-ya, después de tener a tres críos pequeños preparados-listos-ya, antes de las 9 de la mañana. La vida tiene necesariamente que ser otra cosa.

Para UNA, a estas alturas, la-buena-madre supone abrazarlo todo, abrazar el proceso que te cambia desde ser madre1 hasta ser madre3. Cuando nace tu hijo, todo el mundo te dice que los niños vienen sin manual de instrucciones. Lo que nadie te dice es que es UNA la que tiene que escribir el manual de instrucciones y que, además, el manual no te vale para todos y cada uno de tus hijos ni sus edades; que tienes que escribir un manual por hijo y etapa; que tienes que estar constantemente revisándolo y re-editándolo; que incluso a veces vas a tener que romper el borrador y empezar de nuevo; que estará lleno de tachones y manchones; que a veces parecerá que estás improvisando líneas y otras veces parecerá que tienes el discurso bien trabado. Nadie te dice que la pifiarás con demasiada frecuencia y que les causarás a tus hijos varios traumas muchos días antes de las 9.

Pero también les rendirás amor a dosis y ese amor ahí se queda, de por vida, atrapado entre sus huesos y su piel.

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domingo, 11 de julio de 2021

Rituales

Hace unos días tuvimos la graduación de Paul hijo1. Era una graduación-de-pega: Paul acaba la secundaria en el colegio y empieza el bachillerato en el instituto. Ahora, al más puro estilo americano, les graduamos al finalizar cada etapa: infantil, primaria, secundaria, bachillerato y -la única que tuvo mi generación- la auténtica graduación, la del final de la carrera universitaria. El caso es que, americanada o no, UNA agradeció la ceremonia, no sólo por emocionante sino además, por la oportunidad de frenar el ritmo vertiginoso del paso del tiempo y pararse a evaluar lo pasado y lo por venir. 

Los ritos son importantes. Para las personas altamente sensibles o ansiosas como UNA, los ritos son necesarios por su efecto anclaje: nos ofrecen la ocasión de nombrar lo inefable, de hacer a la incertidumbre tocar tierra, de poner pausas, de señalar las transiciones. Se trata, en parte, de verbalizar la vida. Los ritos ponen signos de puntuación a la existencia.

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De su infancia religiosa recuerda UNA precisamente la parsimonia de los ritos, la belleza de las ceremonias, el sosiego de los mantras, la serenidad de la oración. De hecho, UNA reivindica la universalidad de esas prácticas -patrimonio de la humanidad- y las incorpora al repertorio de su vida espiritual agnóstica.

Los rituales, además, crean recuerdos y, al ser muchos de ellos únicos a cada familia, crean también identidad de clan, afiliación de tribu. De su infancia UNA recuerda la mesa siempre redonda en los restaurantes; las rimas que cada nochebuena escribía mi padre con los sucesos del año y que leíamos por turnos las hermanas; la cola por orden de altura en la puerta del salón el día de Navidad y a mi padre entrando el primero y exclamando que este año no nos habían dejado ningún regalo todos y cada uno de los años; las cerezas de caramelo en cada viaje a Segovia; los pendientes de cerezas al comenzar cada verano; el canto gregoriano en el Paular cada Pascua; los fuegos artificiales cada feria aplaudidos desde la terraza del salón.
La infancia que se recuerda al final es un collar de cadas.

Los niños hacen rituales de manera natural, se nutren con la repetición, encuentran seguridad en las rutinas que se convierten en hábitos, en las celebraciones que se repiten. Con mis hijos que cumplen en verano cada año salgo a desayunar el día de su aniversario; los cuatro besos (al despertarte, al acostarte, al irte y al llegar) que me empeño en recitarles e incluso exigirles a pesar de la áspera adolescencia; el spray de los sueños "que hace que duermas bien, que tengas sueños bonitos y no pesadillas"; las bombasel sushi de los martes, la película de los jueves, el chupachups kojac de los viernes; aguantar la respiración al entrar en los túneles. 

El día que Paul hijo1 inició la secundaria estaba un pelín asustado. UNA le regaló una pulsera azul y negra para atravesar los primeros días: 
- Si te agobias- le dije- te agarras a la pulsera y sabes que todo está bien, que al final del día vuelves a casa.
Pasados unos días, la pulsera ya no hizo falta.

El día de su graduación-de-pega UNA le regaló otra pulsera azul y negra para marcar el final de etapa: señalar la transición. UNA pensó que tendría que explicarle el significado, que cuatro años tan importantes después, en los que ha cambiado de niño a casi-hombre, haría falta un párrafo para acompañar al gesto. Sin embargo, él se acordó, la reconoció y la agradeció. Y es que los rituales, efectivamente, se convierten en asideras a las que agarrarnos cuando la vida da un poco de vértigo.

O bien desde aquí UNA rompe una lanza a favor de la cursilería americana de las graduaciones-de-pega, o bien es que UNA es un poco obsesivo-compulsiva, que también cabe dentro de lo posible.