jueves, 28 de marzo de 2019

A veces, algunas veces




A veces UNA es buena madre.
Y, a veces, UNA es mala madre.
Supongo que como muchas, que no todas, estos días..

A veces UNA, cuando es mala madre, se siente totalmente inadecuada y culpable, porque les ha fallado a sus hijos. 
Y a veces UNA, cuando es mala madre, es tan mala malísima que ni siquiera se siente culpable después. 
A veces UNA simplemente pasa.

En mis años veinte estuve viviendo en Birmingham, Inglaterra. Allí tuve una muy buena amiga que se llamaba Emma Lynch. Supongo que aún se llama, aunque lamentablemente hemos perdido el contacto. 
Cada vez que yo me puse mala o estuve de bajón en los cinco años que viví allí, Emma Lynch se hacía cargo. 
Emma Lynch venía a mi casa, entraba en mi cuarto en el que yo estaría tumbada hecha un desastre y se hacía cargo. 
Emma Lynch me sacaba de la cama.
Me cambiaba las sábanas.
Me preparaba una sopa.
Y UNA ya empezaba a sentirse mejor.
UNA se acurrucaba entre esas sábanas limpias y el edredón nórdico recién sacudido, y disfrutaba de ver morning tv y del hecho de que alguien se hacía cargo de UNA.

A partir de convertirme en madre, dejé de disfrutar de ponerme mala porque ya no te puedes meter en la cama. Es complicado. Tienes que seguir al pie del cañón. Preparando la sopa. Eres tú la que se hace cargo ahora.

Pero, sobre todas las cosas, de lo que tienes que hacerte cargo es de las emociones de cada hijo. Los hijos de UNA buscan a Peter para muchas cosas, casi todas divertidas, pero para la cancha emocional buscan a UNA y esto es un trabajo que requiere estar disponible 24 horas al día 7 días a la semana y UNA no está disponible 24/7. UNA a veces no está disponible porque UNA está cansada o porque está inmersa en su propia crisis emocional.
Cuando UNA está inmersa en su propia crisis emocional, no es capaz de hacerse cargo de las emociones de Dolfete hijo 3 que la ha cagado con las tareas o Gusi hijo2 que ha perdido otra vez el partido o Paul hijo1 y sus dificultades con la tan ansiada popularidad preadolescente.
A veces, algunas veces, UNA necesita una Emma Lynch que venga y la reconforte. A veces, muchas veces, la encuentro en las amigas que no juzgan, ésas a las que les puedo confesar el pecado más inconfesable que ellas se hacen cargo. No la amiga que está pensando mientras me confieso que yo también la estoy cagando, sino la amiga que me hace la cama. De esto ya hablé en otro post.

A veces, algunas veces, pienso que mis hijos van a necesitar terapia cuando sean grandes por esos momentos Cruella de Vil de UNA. No todos los hijos. Alguno. No todos los hijos son iguales. Cuando Paul hijo1 se enteró de que los reyes son los padres fue un drama en toda regla. Cuando Gusi hijo2 se enteró, la conversación fue así:
Gusi hijo2: - Me ha dicho Lourdes que sus padres le han dicho que los reyes son los padres.
UNA:         - ¿Los padres de Lourdes son los reyes?
Gusi hijo2 se rió y no hemos vuelto a hablar del tema.
Dolfete hijo3 todavía quiere creer. Tengo esa suerte.

Hacerse madre sucede en el preciso momento en el que te enteras de que tú eres los reyes ahora. Que tú eres ahora la Emma Lynch de tus hijos.

Mi madre siempre estaba disponible o al menos yo lo recuerdo así. Pero ése es tema de otro post. 

Una de las herencias que me ha dejado mi educación católica es la catarsis que viene con la confesión y lo que vengo a confesar aquí es que UNA no siempre está disponible para las batallas emocionales de sus vástagos.
No tengo un final bonito para este post, un final de ésos que lo resume todo, que lo soluciona, que encuentra el silver lining de la situación.

A veces estoy disponible y a veces no estoy disponible
Punto pelota

Sólo espero, y aquí viene el resquicio de esperanza, que el recuerdo de mis hijos sea depurativo y recuerden más las veces que sí estuve disponible y menos los momentos-suspiro.

Dolfete hijo3 se acercó a pedirme que le desatara los zapatos. Le desaté los zapatos.
- No me gusta la gente que suspira cuando le pido algo, me dijo.


Ahí lo llevas.

martes, 19 de marzo de 2019

El viaje

Peter y UNA tuvimos descendencia tarde. UNA tenía 34 años cuando tuvo a Paul hijo1 y 39 cuando tuvo a Dolfete hijo3. Entre las ventajas de retrasar la maternidad, para mí destaca sin lugar a dudas la oportunidad de viajar. Peter y UNA viajamos mucho, desde que nos conocimos hasta que nos asentamos, y esos viajes, que llenan nuestros álbumes entonces no digitales, son la intensa edad antigua de nuestra relación. Y digo intensa porque eso es lo que hace viajar:

Viajar intensifica la vida

¿Cómo lo logra? Para empezar, cuando uno viaja se estira el tiempo. Una semana de rutina diaria parece mucho MUCHO más corta que una semana viajando. El viaje hace que el tiempo parezca elástico, que dé mucho más de sí. Cuanto más pienso sobre esto, más me doy cuenta de que el motivo por el que el tiempo es maleable en el viaje es porque uno, al ver por primera vez un sitio, mira, presta atención. Los lugares, nuevos para el ojo, sorprenden, atraen. Al conocer por primera vez a una persona, uno se detiene. Toda esta focalización de la atención en el aquí hace que el tiempo se alargue en el ahora. Es casi mágico:

El viaje es magia

De hecho, en el viaje UNA siempre necesita escribir. En todos aquellos viajes de Peter y UNA siempre había un cuaderno de viajes donde escribíamos el mundo de sensaciones que los lugares nuevos que habíamos mirado y las personas nuevas con las que nos habíamos detenido habían provocado en nosotros. Cuando UNA relee esos cuadernos, vuelve a viajar. Es como teletransportarse. Es mágico. Los puse todos juntos y se los regalé a Peter en un libro que llamé TU MEMORIA, uno de los mejores regalos que UNA se ha hecho a sí misma.

Si pusiéramos esa misma atención, ese mismo detenimiento en la vida diaria, el tiempo no pasaría tan rápido. El tiempo vuela porque pasamos los días como si fueran ítemes de la lista de cosas por hacer, esperando que llegue el viernes, esperando que lleguen las vacaciones. Si miráramos todo como nuevo, si diéramos una oportunidad a la rutina de sorprendernos, si no diéramos por sentada la magia que sucede a diario delante de nuestros ojos, esos milagros que ya ni siquiera vemos, entonces el tiempo no parpadearía en nuestras vidas como hace. Esto es más fácil escribirlo que hacerlo: prestar atención plena no es a lo que venimos estando acostumbrados, por eso el viaje sienta tan bien, porque te obliga a detenerte de manera gentil.

Cuando se tienen hijos, a veces el viaje se convierte en una pequeña odisea, sobre todo cuando son pequeños. Lo primero que pasa es que el equipaje no se multiplica por número de hijos, sino por infinito. UNA nunca había viajado ligero, pero cuando nacieron los niños, al equipaje se le añadió el apéndice de "por si": esto por si hace frío, esto por si hace calor, esto por si tiene hambre en el camino, esto por si se mancha, esto por si se pone malo, esto por si se aburre, esto por si coge una rabieta en mitad de una visita turística, esto por si se cansa, esto por si se duerme... En fin... UNA no es que sea muy apretada pero van pasando cosas y vas cogiendo experiencia de los imprevistos que pueden surgir cuando viajas con niños pequeños, porque al final es que un niño es efectivamente un imprevisto. Cuando antes te hagas a la idea, mejor. Menos sudas.

El caso es que con el equipaje más el innumerable número de porsis, empieza a darte pereza viajar. Uff... Y encima cada vez somos más y cada vez somos más grandes así que cada vez ocupamos más espacio lo que equivale a más gasto.

Y contra esta pereza, encontré un post precioso una vez en las redes sociales en el que a una madre con experiencia le preguntaban qué único consejo le daría a una madre sin experiencia y ella contestó sin dudarlo: 

Haz el viaje


Haz el viaje.
Contra la pereza del equipaje y los porsis, haz el viaje.
El mejor consejo que he seguido nunca. 
Cuando haces el viaje, para empezar estás enseñando a tus hijos lo mismo que has aprendido tú: a estirar el tiempo, a detenerse a mirar, a abrir la mente a nuevos horizontes, nuevos caminos. Estás creando nuevas conexiones neuronales: 
que no hay una única manera válida de hacer las cosas, 
que allí no es como aquí
Y sólo por esto vale la pena moverse.

Además, estás creando recuerdos. Coloreas recuerdos en el viaje. Recuerdos mágicos que serán la hermosa edad primitiva de tus hijos adultos.

Si no tienes dinero, no viajes tan lejos, no viajes tantos días, pero haz el viaje. 
Si no tienes las ganas, simplifica, pero haz el viaje. 
Simplifica: ponles tres días seguidos la misma ropa, ¡qué más da si se manchan!, total allí no te conoce nadie. Los duchas a la vuelta. Si tienen hambre, que coman cualquier cosa, ya les darás el brócoli a la vuelta. Si tienen una rabieta, haz como si no los conocieras. Si se cansan, que se duerman. Si se aburren, algo genial está probablemente esperándoles a la vuelta de la esquina.

Porque otra cosa que les espera a la vuelta, además de la ducha y el brócoli, es el recuerdo que les has creado y les acompañará de por vida, el cuaderno de viaje que te han visto escribir, y la rendija que los lugares que habéis mirado y las personas con las que os habéis detenido les han abierto en la mente.



Dedico este post a mi hermana Ana, que nos ha creado muchos recuerdos y abierto muchas rendijas.

jueves, 7 de marzo de 2019

La lista de cosas por hacer



🕀  Ser la siguiente mamá del grupo de whatsapp en comprar un regalo de cumpleaños común porque ya se te va viendo el pelo que te estás escaqueando.

🕀  Meditar (sin quedarte dormida).

🕀  Comprar en el chino de la esquina un contador de esos manuales para saber con certeza el número de veces que los niños dicen "mamá" a lo largo del día sin que tú pierdas los nervios.

🕀  Leer ese libro que lleva sentado en tu mesilla desde septiembre.

🕀  Escribir un diario y apuntar cada día tres cosas que agradeces (no sé muy bien a quién).

🕀  Educar con respeto, que implica sin chantajes, sin castigos, sin premios, sin etiquetas, sin gritar y sin fingir que te gustan los juegos de mesa.

🕀  Disfrutar de los juegos de mesa.

🕀  Hacer ejercicios de suelo pélvico para evitar acabar como Concha Velasco en el anuncio de Indasec.

🕀  Teñirte las canas de la cabeza y depilarte a láser el resto del cuerpo.

🕀  Salir a cenar al menos una vez al mes con tu pareja para avivar la llama y conseguir esa noche llegar a casa lo suficientemente tarde como para que los niños no estén dormidos y lo suficientemente pronto como para no quedarte dormida.

🕀  Mandar a tomar viento fresco a tu jefa cuando te pida que dobles turno para sustituirla porque ella se va de viaje de placer, pero asegurarte de hacerlo con actitud asertiva-no-pasiva-agresiva.

🕀  Estar presente en las redes sociales para seguir a tu hijo de trece años (y a los amigos de tu hijo) cuando se abra una cuenta en Instagram.

🕀  No estar tan presente en las redes sociales como para engancharte, que tienes que servir de modelo a tu hijo de trece años.

🕀  Adelgazar lo justo para que te quepa el bikini del año pasado pero no tanto como para que se te acentúen las arrugas de la cara.

🕀  Apuntarte al gimnasio y librarle la batalla a las excusas con las que tu recién encontrada creatividad te deleitará para no ir.

🕀  Partirte de la risa con las ocurrencias de tus hijos, incluso si vienen disfrazadas de historias interminables.

🕀  Escuchar podcasts.

🕀  No descuidar el autocuidado.

🕀  Cumplir plazos en el trabajo sin poder recurrir a excusas tipo "tengo a tres niños en casa con gastroenteritis y no me quedan sábanas limpias".

🕀  No olvidar la belleza, la caducidad de la vida y mantener sana la flora intestinal.

Si la mitad o más de los ítemes de esta enumeración están presentes en tu lista de cosas por hacer, sin lugar a dudas sufres el síndrome de la mujer-madre-trabajadora del siglo veintiuno, síndrome que irrumpió en el panorama social justo después de que nos vendieran la moto y momentos antes de un ataque de nervios al estilo burnout.

Prescripción tras el diagnóstico:
Estas vacaciones practica con regularidad el arte puro de no hacer nada.

Efectos secundarios:
Pueden aparecer algunos sarpullidos de culpa. ¡Ay, la culpa! Ignorar.

Repito: 
Ignorar.

miércoles, 6 de marzo de 2019

El juicio


Tenemos que hablar del juicio.

El juicio como hábito mental. Uno al que yo he sido terriblemente adicta. Todavía lo soy en cuanto bajo la guardia. Y es que el juicio produce síndrome de abstinencia cuando intentas desengancharte. 
El juicio es a veces tan inconsciente como habitual. Cuando empecé a meditar, me descargué en mi móvil una aplicación que se llama Breathe que básicamente te envía notificaciones a lo largo del día para que te pares a respirar. 
Para que te pares. 
Y respires.

Cada vez que me paraba, trataba de pillar qué es lo que estaba pasando en ese preciso instante por mi cabeza. Y siempre, o casi siempre, era un juicio. Estaba evaluando a alguien. O lo que es el peor de los vicios: evaluándome a mí misma. 
Criticándome. Cuestionándome. Poniéndome en duda.

Luego está el juicio como hábito social. No hay nada que una más a dos personas que poner verde a otra. La crítica común une mucho y además es divertida. Tuve amigas con las que critiqué mucho y eso nos hizo más amigas.
Pero, ya de adulta, separé las verdaderas amigas de las pasa-tiempo basándome precisamente en el criterio de sentirme, o no, juzgada. A las mujeres que no juzgan puedes contarles una barrabasada que le hiciste a tu marido o a tu hijo en un ataque de nervios y te miran como a una película de Almódovar, admirando el arte de tu estropicio, entre la diversión y la compasión que supone comprender que en las mismas circunstancias ellas habrían hecho lo mismo. O habrían hecho algo completamente diferente. Da igual. Lo que realmente importa ahora es que no dejes de quererte a ti misma.
A las mujeres que no juzgan les puedes contar que has tropezado ciento tres veces con la misma piedra y ni siquiera se aburren. Te acarician la espalda con la misma suavidad que la primera vez que tropezaste porque nunca pierden la fe en ti, porque saben que volverás a intentarlo y que un día tal vez cojas la piedra y te hagas un collar con ella. Porque te han visto crear mucha belleza y eso es lo que han elegido recordar. No llevan la cuenta de tus miserias.
En mi segunda juventud construí mi ejército de mujeres con unas cuantas de esas mujeres que no juzgan. No existen muchas pero, si tienes la suerte de dar con ellas, te salvan la vida con cierta frecuencia.

"Que ni el viento la toque, porque tiene pena de muerte el viento si la toca" era una frase que salía en un episodio histórico (épico, dirían mis hijos) de la serie Verano Azul que veíamos de pequeñas. Pues bien. Eso es exactamente lo que oí recitar en mi interior cuando el juicio rozó a mis hijos. En la comunidad de madres, en esa comunidad de grupos de whatsapp y de cumpleaños a los que toda la clase está invitada, el juicio acampa a sus anchas.
Cuando una amiga enjuicia a tu hijo, o deja de ser amiga, o es que nunca lo fue. Porque un hijo duele mucho. Pero es que además, dime:


¿Quién eres tú para poner etiquetas a alguien que todavía no está hecho? 
¿Quién eres tú para sentenciar a alguien que está en proceso de construcción? 
¿Quién eres tú para decir que el niño apunta maneras o que ya verás cuando éste sea adolescente? 
¿Quién eres tú para ponerle puertas al campo? 

Todo el potencial que encierra una personita de convertirse en una gran persona te lo cargas, 
¡mírame!
te lo cargas
cuando decides de antemano quién y cómo va a ser. 
Y además es que no tienes ni [palabro] idea. 
Porque los niños cambian mucho,
sorprenden mucho,
crecen y mengüan y vuelven a crecer mientras tú te paras a parpadear.

Ni siquiera te atrevas a juzgar a los propios. 
¡Mírame!
No los acotes. Déjalos ser. Ése, y no otro, es el verdadero amor de madre, y no es fácil; ése no sale natural: soltar el juicio y dejar a tus hijos ser como son, desprendiéndote de la necesidad de moldearlos a tu imagen y semejanza.

La buena noticia es que, desde el preciso momento en el que pones la intención en tratar de dejar de juzgar, sucede algo maravilloso: y es que los juicios ajenos empiezan a importarte un bledo. Lo que tú piensas de mí no es mi problema.
Yo llevo escribiendo toda la vida pero nunca había compartido porque me importaba demasiado lo que la gente pensara de lo que escribo, de cómo escribo. Sin embargo, siempre he querido compartir porque pienso que tengo algo que aportar. Creo que muchas de nosotras tenemos mucho que aportar y nos aguantamos las ganas. Me aguanté las ganas de compartir durante años por miedo al juicio. ¿Sabes por qué comparto ahora? ¿Porque he perdido el miedo al juicio? Probablemente no. Ése no se pierde nunca. ¿Quién no se pone a dieta tres meses antes de la reunión del 25 aniversario del cole o de la uni cuando va a ver a los compañeros que la conocieron antes de que la vida se llevara su juventud-divino-tesoro? Como si envejecer fuera algo de lo que avergonzarse...
No, el miedo al juicio no se pierde nunca. El miedo al juicio es humano. Pero el pavor, el pavor que paraliza, el pavor que controla, que roba sueños... ése se pierde el minuto en el que una hace el sano propósito de enmendarse y dejar de juzgar. 
Tú probablemente me vas a juzgar igual pero a mí ya me da igual, porque he puesto la intención en NO JUZGAR. 
¿Quién soy yo para juzgarte? 
¿Acaso te conozco? 
¿Acaso sé qué te ha traído aquí? 
Ni aunque conociera todas las cuentas enlazadas de tu vida podría jamás ahondar en los recovecos de tu alma, esos escondites que te llevaron a seleccionar unos recuerdos sobre otros, esas esquinas de tu vida que te llevaron a tomar unas decisiones sobre otras. 
No sé lo que lamentaste, ni lo que oíste de lo que te dijeron. 
No sé lo que viste de lo que tenías enfrente de tus ojos. 
No nos conocemos. 
La persona que has llegado a ser está SOLA precisamente porque nadie estuvo siempre allí con ella testigo de lo que oía y veía y decidía y recordaba. Y esa soledad merece el respeto del que desconoce.

No te juzgo.
No me juzgues. 

¿No sería todo distinto?
Por supuesto queremos mentes críticas. 
Pero no criticonas.