miércoles, 6 de marzo de 2019

El juicio


Tenemos que hablar del juicio.

El juicio como hábito mental. Uno al que yo he sido terriblemente adicta. Todavía lo soy en cuanto bajo la guardia. Y es que el juicio produce síndrome de abstinencia cuando intentas desengancharte. 
El juicio es a veces tan inconsciente como habitual. Cuando empecé a meditar, me descargué en mi móvil una aplicación que se llama Breathe que básicamente te envía notificaciones a lo largo del día para que te pares a respirar. 
Para que te pares. 
Y respires.

Cada vez que me paraba, trataba de pillar qué es lo que estaba pasando en ese preciso instante por mi cabeza. Y siempre, o casi siempre, era un juicio. Estaba evaluando a alguien. O lo que es el peor de los vicios: evaluándome a mí misma. 
Criticándome. Cuestionándome. Poniéndome en duda.

Luego está el juicio como hábito social. No hay nada que una más a dos personas que poner verde a otra. La crítica común une mucho y además es divertida. Tuve amigas con las que critiqué mucho y eso nos hizo más amigas.
Pero, ya de adulta, separé las verdaderas amigas de las pasa-tiempo basándome precisamente en el criterio de sentirme, o no, juzgada. A las mujeres que no juzgan puedes contarles una barrabasada que le hiciste a tu marido o a tu hijo en un ataque de nervios y te miran como a una película de Almódovar, admirando el arte de tu estropicio, entre la diversión y la compasión que supone comprender que en las mismas circunstancias ellas habrían hecho lo mismo. O habrían hecho algo completamente diferente. Da igual. Lo que realmente importa ahora es que no dejes de quererte a ti misma.
A las mujeres que no juzgan les puedes contar que has tropezado ciento tres veces con la misma piedra y ni siquiera se aburren. Te acarician la espalda con la misma suavidad que la primera vez que tropezaste porque nunca pierden la fe en ti, porque saben que volverás a intentarlo y que un día tal vez cojas la piedra y te hagas un collar con ella. Porque te han visto crear mucha belleza y eso es lo que han elegido recordar. No llevan la cuenta de tus miserias.
En mi segunda juventud construí mi ejército de mujeres con unas cuantas de esas mujeres que no juzgan. No existen muchas pero, si tienes la suerte de dar con ellas, te salvan la vida con cierta frecuencia.

"Que ni el viento la toque, porque tiene pena de muerte el viento si la toca" era una frase que salía en un episodio histórico (épico, dirían mis hijos) de la serie Verano Azul que veíamos de pequeñas. Pues bien. Eso es exactamente lo que oí recitar en mi interior cuando el juicio rozó a mis hijos. En la comunidad de madres, en esa comunidad de grupos de whatsapp y de cumpleaños a los que toda la clase está invitada, el juicio acampa a sus anchas.
Cuando una amiga enjuicia a tu hijo, o deja de ser amiga, o es que nunca lo fue. Porque un hijo duele mucho. Pero es que además, dime:


¿Quién eres tú para poner etiquetas a alguien que todavía no está hecho? 
¿Quién eres tú para sentenciar a alguien que está en proceso de construcción? 
¿Quién eres tú para decir que el niño apunta maneras o que ya verás cuando éste sea adolescente? 
¿Quién eres tú para ponerle puertas al campo? 

Todo el potencial que encierra una personita de convertirse en una gran persona te lo cargas, 
¡mírame!
te lo cargas
cuando decides de antemano quién y cómo va a ser. 
Y además es que no tienes ni [palabro] idea. 
Porque los niños cambian mucho,
sorprenden mucho,
crecen y mengüan y vuelven a crecer mientras tú te paras a parpadear.

Ni siquiera te atrevas a juzgar a los propios. 
¡Mírame!
No los acotes. Déjalos ser. Ése, y no otro, es el verdadero amor de madre, y no es fácil; ése no sale natural: soltar el juicio y dejar a tus hijos ser como son, desprendiéndote de la necesidad de moldearlos a tu imagen y semejanza.

La buena noticia es que, desde el preciso momento en el que pones la intención en tratar de dejar de juzgar, sucede algo maravilloso: y es que los juicios ajenos empiezan a importarte un bledo. Lo que tú piensas de mí no es mi problema.
Yo llevo escribiendo toda la vida pero nunca había compartido porque me importaba demasiado lo que la gente pensara de lo que escribo, de cómo escribo. Sin embargo, siempre he querido compartir porque pienso que tengo algo que aportar. Creo que muchas de nosotras tenemos mucho que aportar y nos aguantamos las ganas. Me aguanté las ganas de compartir durante años por miedo al juicio. ¿Sabes por qué comparto ahora? ¿Porque he perdido el miedo al juicio? Probablemente no. Ése no se pierde nunca. ¿Quién no se pone a dieta tres meses antes de la reunión del 25 aniversario del cole o de la uni cuando va a ver a los compañeros que la conocieron antes de que la vida se llevara su juventud-divino-tesoro? Como si envejecer fuera algo de lo que avergonzarse...
No, el miedo al juicio no se pierde nunca. El miedo al juicio es humano. Pero el pavor, el pavor que paraliza, el pavor que controla, que roba sueños... ése se pierde el minuto en el que una hace el sano propósito de enmendarse y dejar de juzgar. 
Tú probablemente me vas a juzgar igual pero a mí ya me da igual, porque he puesto la intención en NO JUZGAR. 
¿Quién soy yo para juzgarte? 
¿Acaso te conozco? 
¿Acaso sé qué te ha traído aquí? 
Ni aunque conociera todas las cuentas enlazadas de tu vida podría jamás ahondar en los recovecos de tu alma, esos escondites que te llevaron a seleccionar unos recuerdos sobre otros, esas esquinas de tu vida que te llevaron a tomar unas decisiones sobre otras. 
No sé lo que lamentaste, ni lo que oíste de lo que te dijeron. 
No sé lo que viste de lo que tenías enfrente de tus ojos. 
No nos conocemos. 
La persona que has llegado a ser está SOLA precisamente porque nadie estuvo siempre allí con ella testigo de lo que oía y veía y decidía y recordaba. Y esa soledad merece el respeto del que desconoce.

No te juzgo.
No me juzgues. 

¿No sería todo distinto?
Por supuesto queremos mentes críticas. 
Pero no criticonas.

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