jueves, 7 de diciembre de 2023

Alas

Supongo que vosotros también lo tenéis: el grupo de whatsapp de la familia. El de la mía ha ido evolucionando y los diferentes nombres que ha ido teniendo casi que cuentan su historia. Empezamos cuando sólo Paul hijo1 tenía móvil y lo llamamos Family-of-3, en inglés, en la línea del grupo de la familia extensa- con primas, titas, abu y cuñaos- que se llama Full family. Cuando Gusi hijo2 tuvo móvil, el grupo pasó a ser Family-of-4. Con la posterior incorporación de Dolfete hijo3 ya teníamos completo el Family-of-5. Peter lo llamó Familia Cerro Plaza para hacer honor a nuestros apellidos y UNA, en el espíritu de mantener el tono anglosajón en las denominaciones, lo cambió a Family Hill Square, pero Peter se quejaba de no localizarlo y lo volvió a su título original. 

Durante un tiempo, UNA se sorprendió utilizando el grupo para hacer lo que UNA sabe hacer mejor: reñir. Llegaba a casa del trabajo y me encontraba el fregadero lleno de platos y vasos sucios hasta arriba, esperándome más impacientes que mis propios hijos, e indignada tomaba una foto, la subía al grupo y luego lanzaba un audio de 3 minutos sobre cómo UNA había recogido la cocina justo antes de irse a trabajar y no hay derecho que vuelva del trabajo y me encuentre la cocina en este estado. Ellos me aseguraban que a velocidad x2 sueno más enfadada si cabe.

Hubo un momento que tuve que dejar de hacer esto, cuando vi que se me había escapado de las manos. Una tarde mandé un audio proponiendo un pedazo de plan para la familia-de-5 y Paul hijo1 contestó: 

- No puedo escucharlo porque estoy en clase pero me echo a temblar. 

Así que decidí dejar de reñir por el grupo. Me costó, pero siempre me queda reñir cara-a-cara donde UNA es el emitocono más expresivo.

Recientemente he vuelto a cambiar el nombre del grupo. Se me ocurrió la brillante idea de hacer un calendario de adviento con un reto diario para mis tres adolescentes. Ni que decir tiene que la respuesta ha sido brutalmente silenciosa. Literalmente han pasado de mí, la idea no les ha entusiasmado lo más mínimo y UNA ha cambiado el nombre del grupo a Monólogo-de-mamá. A estas alturas, Monólogo-de-mamá, más que el nombre del grupo de whatsapp, es denominación-de-origen de nuestra vida familiar.

Me cuesta. Lo reconozco. Me cuesta dejar ir. El otro día me mandó un reel mi hermana de aquella serie, Las Chicas de Oro. En el vídeo, una de las "chicas" contaba cómo por dentro ella se sentía veinteañera y, cuando se miraba en el espejo, le sorprendía ver a aquella mujer mayor. Os lo enlazo abajo. Pues lo de mis tres monstruos adolescentes es algo así: UNA sigue viendo a sus tres reyes. Cuando Paul hijo1, en vísperas de su 18 cumpleaños, me habla, todavía me extraña no escuchar aquella deliciosa voz de pito que tenía el chiquitín avispado de su infancia. Los ronquidos de Dolfete hijo3 se confuden con la respiración que se acompasaba con la mía cuando de bebé dormía sobre mi pecho. Que Gusi hijo2, siempre dispuesto, no dé saltos de alegría con mi calendario de adviento era una posibilidad que UNA ni siquiera había contemplado. 

El otro día una amiga compartió conmigo esta bella y triste historia que os copio aquí:

A los agapornis les llaman inseparables por el vínculo que generan con su pareja de por vida. Se emparejan con el humano que lo cría. Confiada en esa información, hemos tenido 9, en libertad. ¡8 escaparon! Al llegar su adolescencia todos volaron, creo que tras el canto de otros congéneres. Al último y actual le corté las alas periódicamente para poder soltarlo sin riesgos. Tiene 5 años. Desde el verano no se las corté, asumiendo el riesgo. Al observarlo, creo que ya perdió ese instinto de irse. Cuando vuela más lejos, es para volver del patio a la cocina, donde está su jaula/nido, que cuida de forma permanente, sin saber que sus huevos, que pone varias veces al año, nunca darán pollitos... @mariangelesarquero

UNA no quiere cortar alas. UNA tuvo hijos para dejarlos volar. Pero no por ello deja de escocer pues su imagen adolescente me devuelve al niño-que-fueron. A día 7 de diciembre, asumiendo el riesgo, UNA decide que ya está bien de calendario de adviento en el Monólogo-de-mamá pues la única que está jugando ya es mamá. Cuando sale la víctima, pobrecita de mí que no me hacen ni p*** caso, trato de quitarle las tijeras corta-alas y consolar: 

¡Mira qué bonito vuelan!

Mientras, escarbo un hueco bajo mi propia ala para el dolor y el amor de una madre mirando a sus agapornis dando sus primeros aleteos antes de alzar definitivamente el vuelo.


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miércoles, 22 de noviembre de 2023

La ansiedad en pocas palabras

Una de las cosas que mayor sensación de soledad produce en el mundo es la expresión en el rostro de una persona que no ha padecido nunca de ansiedad cuando tú estás padeciendo de ansiedad. Te miran con extrañeza, con rareza, con cierta enajenación que tu mente ansiosa lee como: 

No tengo ni idea por lo que estás pasando, no alcanzo ni por asomo a comprenderlo y además una de dos: o bien lo desapruebo, o bien me parece patético. O las dos: lo desapruebo pues me parece patético.

Por eso, los que sí padecemos ansiedad formamos una especie de club tácito. Nos miramos entre nosotros como diciendo:

Yo no te puedo rescatar pero sé de qué infierno me hablas: yo he estado ahí.

De la ansiedad he escrito mucho en el blog desde fuera y desde dentro.
Ahora que escribo desde fuera puedo tratar de explicar la ansiedad en pocas palabras para tratar de hacerla comprender al que tiene la suerte de no padecerla y que así pueda acompañar mejor al que a su lado la padece. Lo cierto y lo terrible es que cada vez hay más pacientes.

Imagina tu vida como un paseo de domingo estival por el campo. Hay lentiscos y madroños, helechos y plantas aromáticas. Hay clavellinas y gramíneas, malváceas y cardos. Los colores se suceden: los blancos se entremezclan con los morados, los amarillos se superponen a los verdes. Los verdes se azulan, los rosas presumen leñosos. El espectro de colores y de especies silvestres es una maravilla para el-no-ansioso. 

Mas el-ansioso tiene la atención lapada, agarrada, atrapada en un algo-negativo. El algo-negativo puede ser un problema personal o una preocupación universal. El-ansioso no ve más allá del algo-negativo. En su paseo por el campo, si el algo-negativo es rojo, el-ansioso sólo verá el-rojo. Sólo el-rojo: se perderá la miríada de colores. Se perderá el resto de la flora. Cuanto más camina el-ansioso, más rojo percibe hasta tener la sensación de estar en-rojo, de vivir en-rojo, de que todos los colores se difuminaron en-rojo.




Como te digo, lo de menos es el algo-negativo. Eso puede cambiar. El-ansioso puede estar preocupado por su hijo o por su madre, por un síntoma persistente en su garganta o por que sea primavera en noviembre, por qué-vamos-a-comer-hoy o por la muerte. Todo se le hace rojo. Si el algo-negativo toma otro estado, puede mudar el color. A amarillo, por ejemplo. Amarillo ansiedad. Entonces ya no hay rastro de rojo. Todo se le hace amarillo.


La atención atrapada en-amarillo lapa.

Por eso, cuando camines por la vida con alguien que padezca ansiedad, recuerda que, mientras tú ves todos los colores, la vida de el-ansioso es monocromática: donde pone la atención es donde sucede su vida. La vida de el-ansioso es toda roja. O toda amarilla. 
Te lo puedo contar ahora desde fuera. 
Desde dentro, no hay lugar para los colores.

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miércoles, 15 de noviembre de 2023

Razones para el feminismo

La madre

Lo esencial en maternidad consiste en mantener a nuestras criaturas vivas. Lo demás es superfluo, añadido por valores sociales y culturales que nada tienen que ver con lo visceral. La auténtica maternidad es mi ya manida frase del último mohicano: Pase lo que pase, mantente vivo. Con el propósito de mantener vivos a los cachorros de nuestra manada, les ponemos en el plato coles de bruselas en vez de pizza a sabiendas del aluvión de quejas que nos va a caer encima. Por mantenerlos vivos, sacamos el jarabe del osito que sube las defensas a la primera seña de que van a ponerse malitos. No nos pesa pasar la noche en vela por vigilar que no se deborde esa fiebre o esperando que vuelvan de la calle luego más tarde cuando son adolescentes. Nos hemos presentado en urgencias a riesgo de que nos tachen de exageradas. Hemos dicho que no-y-punto a ese plan para el que nos pedía permiso por miedo a que lo-desconocido nos arrebate al hijo. Hemos pegado el grito y el tirón cuando iban a cruzar la calle y pudiera venir un coche. Ponte el cinturón, no comas porquerías, abrígate que hace frío, no andes descalzo, tápate, no vuelvas tarde, no bebas, no fumes, no hables con extraños, la pelota al lado de la carretera no, baja de ahí que te vas a caer, no te subas ahí que te vas a caer, no corras. Hablamos en imperativos por proteger lo-que-de-verdad-importa. Pase lo que pase, mi misión desde que te traje al mundo, hijo mío, es mantenerte vivo. Mantenerte vivo incluso cuando UNA ya no esté viva. Mantenerte vivo a largo plazo, al más largo plazo posible.

El señor del despacho

El señor del despacho habla un lenguaje que la madre no entiende. Lo escucha en las noticias de la radio mientras prepara los bocadillos de sus hijos pero no entiende que de verdad tenga que ser tan complicado. El señor del despacho usa vocablos enrevesados y rimbombantes que el eco de la cocina de la madre devuelve en palabras simples: dinero dinero dinero; poder poder poder. La madre se imagina al señor del despacho rodeado de un montón de señores de despacho alrededor de una mesa de despacho. En la mesa hay un mapa. El señor del despacho señala varios sitios en el mapa: aquí aquí aquí; dinero dinero dinero; poder poder poder. Ya está. El señor del despacho da la orden al soldado. 

El soldado

El soldado es hijo de una madre: Pase lo que pase, tú también mantente vivo. El soldado probablemente tampoco entiende pero tiene que hacer lo que ordene el señor del despacho y, antes de esta guerra, el señor del despacho ya se aseguró de enseñarle a querer matar. El soldado coge la orden y se dirige aquí aquí aquí y mata a otros hijos de otras madres: Pase lo que pase, mantente vivo. 

El más largo plazo posible brutalmente acortado. 

La madre queda sin tener a quién mantener vivo. ¡Con el esfuerzo y la energía y, sobre todo, el amor que puso en mantenerlo vivo hasta ahora y, en cuestión de segundos, -aquí, aquí, aquí- la orden del señor del despacho al soldado se lo ha arrebatado!

La guerra

Seguro, seguro que no es tan simple. Pero mi opinión sobre la guerra es que habría menos guerras si el señor del despacho no pasase tanto tiempo en el despacho y, en su lugar, estuviera en casa intentando mantener a sus criaturas vivas. 

Si, a su vez, la madre tuviese su sillón, su voz y su voto en ese despacho. 

Sólo digo eso.

Y ésta viene siendo una de las razones por las que UNA es feminista.

La conmovedora foto de la madre cuyo hijo estaba aquí, aquí, aquí y no se mantuvo vivo es una captura de un vídeo visto en la cuenta @badassmotherbirther. Las bellas palabras del pie de foto son de @karmela_minimalistyoga.


Sin aspavientos,
sin gritos,
sólo silencio mecido.
La expresión del mayor dolor
contenido en un abrazo


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miércoles, 8 de noviembre de 2023

Esos otros locos bajitos

Era elegante: tenía la elegancia del saber estar, la elegancia de la lentitud en los movimientos, de conservar la serenidad cuando los otros la perdían esclavos de sus emociones. Él no. Él lograba mantener la compostura, y eso le proporcionaba un halo de superioridad. Quedaba claro quién era el jefe, quién mandaba allí. No fumaba, mas de haberlo hecho, habría sido en pipa. No le interesó nunca la moda; de haberlo hecho, habría vestido sombrero en cada ocasión. Era un señor en toda regla. Iba a su ritmo. Se levantaba tarde, sin prisas. ¿Para qué? Nunca comía de pie, se sentaba para hacerlo, y saboreaba despacio cada bocado, sin la urgencia que desplegaban los otros: siempre acababa el último y muchas veces dejaba restos en el plato; el estómago satisfecho pero no saciado. Todo en su justa medida: afectuoso pero no empalagoso, serio pero no taciturno, contento pero no entusiasmado. Como en la cita de Oscar Wilde: Todo con moderación, incluso la moderación. Su único punto débil, herencia de una infancia traumática, sería el miedo que le hacía temblar: el miedo al estrépito. El estruendo le doblaba las rodillas. El pánico le llevaba a esconderse: nunca le gustó que le vieran así. 

Era, como digo, un señor en toda regla.

Se llamaba Mustang. No como el auto, sino como el distrito de Nepal. Así lo bautizó mi hermana. Era su perro. Y ya no está.

Ha sido el primer acercamiento a la muerte de Dolfete hijo3 y eso es lo que ha contemplado perplejo y triste: 
ahora está - ahora no está 
Me busca los ojos buscando explicaciones que UNA no tiene. Esa es la única explicación posible: 
ahora-no-está

Si no has tenido perro, no lo entiendes. Puedes opinar pero tu opinión es una mera explicación mental; es cognitiva. No es emocional, no alcanzas a entenderlo. El que ha tenido perro sabe que sólo hay tres cosas que los diferencian de nosotros:

La primera, la palabra. La palabra, no la voz. De hecho, la voz de Mustang era distinta si te pedía comer, o salir, o un mimo. Mustang siempre supo hacerse entender.

La segunda es la capacidad para estar en el presente, sin desvariar constantemente entre futuros y pasados, capacidad que 
esos otros locos bajitos- mucho más sabios que nosotros- tienen y de la que nosotros carecemos. Iba a su ritmo. Se levantaba tarde, sin prisas. ¿Para qué?

La tercera es el cariño, la ternura que prodigan sin los reparos que nosotros solemos poner por mundaneces. También más sabios ellos en esto.

Por lo demás, un perro en una casa es uno más. No es menos. Es más. No resta, suma. Mascota es un término que no les hace justicia. Mascota suena a juguete, a pasatiempo. Animal de compañía tampoco me vale. Si no has tenido perro nunca, muy difícilmente lo entenderás. 
Mustang era un señor en toda regla. Rebosaba dignidad.

Ahora que no está, duele. Es relativamente fácil hacer un aspaviento con la mano e invalidar ese dolor en aras de que era “sólo un perro” o “con todo lo que está pasando ahí fuera”. No alcanzas a entenderlo. 
No es menos por ser “sólo” un perro. 
No resta “con todo lo que está pasando ahí fuera”.

Es el duelo. En absoluto. No en relativo.

¿Dónde está Mustang ahora? -preguntaba mi loco bajito llorando desconsolado-. ¿Ya no lo voy a volver a ver nunca? 
A su edad él ya sabe que estas son preguntas retóricas. 
UNA calla.

La muerte no es esa sombra negra que se ciñe sobre nosotros. La muerte no es sino la vida que se escapa. ¿Adónde va en su escapada? No lo sé, Dolfete, nadie lo sabe. En la ignorancia universalmente compartida, sólo nos queda abrazarnos.

A veces pienso que un abrazo es nuestra humilde e inefable forma de decirnos: 
¡Por favor, que no se escape la vida que hay en ti! 
Tratamos de agarrarla a sabiendas de que, por mucho que apretemos, es inútil.

Dolfete hijo3 y Mustang
Paul hijo1 y Mustang
Gusi hijo2 y Mustang


Antonio Gala, quien sí alcanzó a entender este duelo, lo contó mucho  mejor que UNA a propósito de su Troylito:




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martes, 24 de octubre de 2023

Etiquetar

Recientemente he conocido la historia de una joven inmigrante con una doble discapacidad, una discapacidad física y otra mental. La joven, sin embargo, es lúcida e inteligente donde las haya, y perfectamente capaz no sólo de sobrevivir, sino de brillar a pesar de las losas que le ha impuesto la suerte. Al año de venir a España, la siguió su madre. Una vez con los diagnósticos de su criatura en la mano, la madre comenzó a sobreproteger a la hija-perfectamente-capaz, mermándole precisamente esa capacidad al hacerlo. Fue diseñándole el traje-de-enferma, creándole un personaje. La niña a su vez fue sintiéndose cada vez más cómoda en dicho traje, al comprobar que usar su inteligencia para explotar al personaje podía reportarle ciertos beneficios. Así fue como la capacitada-brillante-y-prometedora se convirtió en una discapacitada-protagonista de un drama de mimo, enfermedad y queja. El diagnóstico vino a nombrar al personaje. 

Nombrar es un arma de doble filo.

Nombramos. Etiquetamos. Sentimos la necesidad de hacerlo. La vida es caos. Hay tantas cosas que no podemos controlar, cosas que ni siquiera sospechamos: no sabemos de dónde, ni adónde, ni por qué, ni para qué. Ante el desasosiego del descontrol, la palabra nos dota con cierta sensación de control. Clasificamos: es de derechas o de izquierdas; es blanco o negro; es bueno o malo; es normal o diferente, sin darnos cuenta de que la vida casi siempre está en el medio, no suele estar en los extremos; de que la vida, casi siempre, son matices. Ponemos nombre a lo que se sale de la norma. Ponemos nombre a la propia norma. 

A los críos nos los cargamos con nuestra necesidad de categorizar. Es humano poner etiquetas como lo es hundirse debajo de ellas.

Cuando Clara era aún demasiado pequeña, su madre la bautizó de "complicada". ¡Qué complicada eres, bonita!, le decía con rintintin. Según fue creciendo, el epíteto se convirtió en un mantra que cerraba cada conflicto. El propio término se fue complicando: de "complicada" pasó a "retorcida"; de "retorcida" a "difícil"; de "difícil" a "insoportable". Por supuesto, Clara lo hizo suyo. ¿¡Quién la iba a conocer mejor que su madre!? La etiqueta de "complicada" le ha complicado la vida a Clara en no pocas ocasiones. Ha empezado conversaciones pidiendo disculpas por lo complicada que es. Se ha culpado de muchas briegas que no le pertenecían por su afán de complicación. Su madre nunca sospecharía cómo la personalidad de su hija se ha ido acoplando al peso de aquel nombramiento hasta el punto de que ahora todos le dan la razón. Pregúntale a los que rodean a Clara si Clara es complicada... ya te dice UNA que pondrán los ojos en blanco. 

Me pregunto si la vida de Clara no habría sido distinta de haber cambiado su madre el término "complicada" por el de "alta-sensibilidad". Quizás la mujer-complicada sería ahora creativa, imaginativa, enigmática, o bellamente compleja. Quizás cuando lo blanco lo llamas negro o gris, cambia de color. 

UNA habrá hecho lo propio con sus hijos: les habré hecho acoplarse a personajes tejidos con las etiquetas que UNA les haya puesto o, aún peor, les haya quitado. 

Lo que estoy advirtiendo aquí es lo peliagudo de nombrar. Nombrar es una forma de crear, es una forma de dar forma. Diagnosticar crea un molde al que te ves abocado a adaptarte. Etiquetar limita. Sientes que tienes que moverte dentro de los bordes de esa etiqueta. Empiezan las excusas para no salirte de tu zona de comfort: "yo soy así", "siempre he sido así", "no lo puedo evitar", "el que nace cochino, muere marrano"... Es una estrategia de el-otro-que-no-eres-tú para ejercer control sobre ti. Como la joven brillante con la que empezaba esta entrada: quizás podría haber llegado lejos, pero ahora no parece querer seguir avanzando, se encuentra cómoda bajo la cúpula protectora de su doble diagnóstico y de la madre que -¡mira por dónde!- ahora tiene un poco menos de desazón, con su bebita bajo su ala.

Descompliquemos: ¿Cuántos TDH no habrán sido niños inquietos, curiosos o ambiciosos? ¿Cuántas depresiones no habrán sido duelos que no se permitieron sentir? ¿Cuántas ansiedades no habrán sido miedos-tabú o miedos-ridiculizados o miedos-invalidados, o simplemente miedos insoportables de acompañar? ¿Cuántos perros de porcelana no habrán acabado en un contenedor de basura por alguien que los etiquetó de latón?

Lo contrario de nombrar, lo contrario de etiquetar, lo contrario de intentar clasificar, catalogar o denominar, es la aceptación:


Es lo que es
Es como es

Como decía aquel personaje de Rosario Pardo en Crónicas Marcianas:

¡Lo que es, es!

Sin juzgar. La niña es. El niño es. Tú eres. Ni bien, ni mal. Eres. 
Si acaso regular, el menos dogmático término medio.

A estas alturas, concluyo que educar es dejar ser. De hecho, convivir es dejar ser y educar es convivir. Un poco tarde para mis vástagos que ya vagan pringados de etiquetas. Lo que espero es que alcancen la suficiente madurez y se quieran lo suficiente a sí mismos como para despegárselas sin que escueza la culpa.


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miércoles, 4 de octubre de 2023

Desfracasar

Suelo empezar el curso preguntando a mis alumnos... -debería escribir "mi alumnado" por el tema de la corrección política pero no me acostumbro; se ve que mi feminismo no es muy lingüístico. Decía... Suelo empezar el curso preguntando a mis alumnos por su motivación para estudiar inglés. De la motivación muchas veces depende el éxito. No estudia con el mismo ímpetu alguien que viene con afán de aprender o con un reto personal de superación que alguien que viene empujado por la titulitis que reina en España y que necesita el certificado. Ayer, ante la pregunta, tuve un momento-carne-de-gallina. Un alumno me dijo que siempre había fracasado con el inglés y que venía porque quería "desfracasar". Con esa palabra me lo dijo. Tuve que tomarme unos segundos para respirar y apreciar el espíritu de la respuesta.

Unos días antes, en Twitter, había leído el post de una madre que versaba así: 

Hoy se me ha atragantado la maternidad. Hoy se me hecho bola. Quiero mucho a mi hija, la amo, la adoro pero hoy necesito estar un rato sin ella. Pd: absténganse los moralistas de turno, para maternidad ejemplar está Instagram.
Ando releyendo los diarios que escribía cuando mis tres reyes eran más pequeños y el post de esta chica tenía el mismo sabor de muchas de esas entradas de diario de mi época de madre joven y agobiada. Sentí compasión por ella y le contesté: Hay días en los que no se hace pie. Ya está. 

Ahora puedo sentir compasión por estas madres jovenes y agobiadas pero, cuando UNA lo era, no practicaba tanto la autocompasión y me envolvía la sensación de fracaso al acostarme muchas noches después de haber vuelto a gritar, después de haber vuelto a perder la paciencia, después de haber vuelto a cagarla. No sólo es que las recuerde, es que las tengo escritas. La escritura es mi memoria. Me atormentaba preguntándome, una vez que los niños ya estaban en la cama durmiendo como angelitos, ¿cómo he podido portarme así como madre? ¿Cómo he podido portarme así y dejar que- como se dice en inglés- la mierda golpee el ventilador? Las noches-de-madre-culpable creo que se han saltado a pocas madres, si acaso un puñado de suertudas, pero somos muchas las afectadas de esta particular letanía nocturna.

Incluso ahora, que ya son más grandotes, me pillo a menudo pensando "algo he hecho mal". Algo-he-hecho-mal para que me contesten así. Algo-he-hecho-mal para que ya no sean cariñosos conmigo. Algo-he-hecho-mal para que sean como son o para que hagan lo que hacen o para que dejen de hacer lo que debieran hacer. Los algo-he-hecho-mal-para-que me atosigan en los conflictos con mis tres monstruos adolescentes.

El caso es que la respuesta de mi alumno sobre "desfracasar" dejó estela en mi conciencia y después de la clase sentí curiosidad por preguntarme: ¿En qué ha fracasado UNA que le gustaría desfracasar? De inmediato sentí mi faceta de madre-culpable levantar la mano. Pero UNA fue más rápida que la madre-culpable y la paró ahí en seco: 

¡Ah, NO! ¡Eso sí que no! ¡No te lo permito! Hemos tenido días como los de la madre de Twitter que se nos han atragantado y se nos han hecho bola. Hemos tenido días en que no hemos hecho pie, no hemos dado la talla. ¿Pero sabes lo que hemos hecho siempre después? ¿Después de un rato? ¿Después al día siguiente? ¡Hemos desfracasado! 

Eso es lo que hacemos todas las madres después de cagarla. Desfracasamos. Desfracasamos una vez y otra vez y otra vez. Eso tiene tanto mérito que dudo mucho que haya otra actividad humana en la que se ponga tanta intención y de manera tan consistente en hacer las cosas bien. Porque al final, como os decía arriba, es la motivación lo que hace la diferencia. Y en nuestra tarea, aunque suene bien cursi, lo que nos hace intentarlo otra vez es el amor.


#forever-tries


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viernes, 8 de septiembre de 2023

En apretado haz

UNA se pregunta si el miedo a la muerte es algo inherente al instinto de supervivencia del ser humano o si, más bien, lo es a la cultura en la que morimos, una cultura en la que- para empezar- el tema de la muerte es tabú. No se trata en las escuelas. No se habla en las familias. 

- Mamá, no quiero que te mueras...
o
- Mamá, no quiero morirme...

se rematan con un

- Pero eso no va a pasar...
o un
- Para eso queda muuucho muuucho muuucho tiempo...

Hacemos unos aspavientos con las manos, una caricia, y a otra cosa, mariposa. El mensaje es claramente "en la muerte no se piensa" o "de la muerte no se habla". La muerte nos hace sentir incómodos. A nadie le gusta el miedo.

Sobre ese miedo, hemos montado un ritual de despedida para los-que-se-van que es lúgubre en exceso. Nos despedimos en edificios de cemento. 

Entro en el hall y me topo de bruces con una vitrina. En la vitrina hay un despliegue de vasijas para cenizas, en distintos tamaños y colores. Me fijo en uno especialmente pequeñito, que parece diseñado para un bebé. Esa madre, pienso. Pienso también en todas esas películas americanas con sus urnas funerarias sobre el marco de la chimenea. Aquí no tenemos chimeneas, pienso.

Estoy nerviosa. Nunca sé qué decir en estas situaciones. Subo las escaleras con la incomodidad que me produce saber que no hay palabras. 

UNA sólo se siente segura cuando hay palabras. Cuando nada-de-lo-que-diga va a consolar tu pérdida, cuando sólo queda el recurso del silencio, nos ponemos incómodos. Nos incomoda el silencio, nos incomoda la muerte, nos incomoda el dolor ajeno por el que ya no podemos hacer nada. 

Atravieso la habitación con la mirada y me encuentro con tus ojos perdidos en medio de la multitud que ha venido a arroparte. Tienes aspecto cansado pero has rejuvenecido 40 años, los que separan al hombre del niño que busca a su madre después de caerse para poderla hacer testigo de su llanto. Sana, sana, culito de rana. Tus ojeras húmedas y enrrojecidas vagabundean buscando el consuelo que sólo podría darte la madre que yace en ese ataúd de madera. ¿Pino? ¿Cerezo? ¿Nogal? ¿Quién puede contestar una pregunta así en medio de la desolación? No querrás irte a casa esta noche. No querrás dejarla sola. No querrás quedarte solo.

Los tanatorios son sitios incómodos porque hay mucho dolor ajeno por el que ya no podemos hacer nada. Tan sólo acompañar. Abrazar. Nos abrazamos y en esos segundos de conexión, desaparece la incomodidad: Sé por lo que estás pasando y estoy aquí contigo. O no sé por lo que estás pasando y estoy aquí contigo. ¡Tan importante!

Luego vuelve la incomodidad. Nadie sabe qué tema será mejor, cada uno es un mundo. Hay quien tiene necesidad de sacar, hay quien tiene necesidad de tapar. Nadie sabe cuánto tiempo hay que estar. Hay quien tiene necesidad de quedarse y quien la tiene de huir.

Y es que no se puede escapar de la muerte en el-sitio-de-la-muerte. ¿O sí? Cuando brotan lágrimas, muchos se bloquean: no sabemos limitarnos a ser testigos de la tristeza. Queremos hacer algo. Solucionarlo. Pero la muerte no nos deja: ya no se puede hacer nada. Por eso hay tantas risas en los tanatorios. Las risas acuden a aliviar nuestro no saber estar-con la pena.

Los cementerios no nos lo ponen más fácil. Con sus mercadillos de coronas de flores a la puerta y sus lápidas grises, aburridas, apiladas, alistadas, y sus fechas grabadas que nos recuerdan cómo se pasa la vida, cómo se viene la muerte tan callando...

Lo tenemos mal montado. No sé cómo se puede montar mejor pero UNA está casi segura de que se puede. Una despedida ha de ser una fiesta:

Llegado ya el momento de la separación,
formemos todos juntos una cadena de amor.

Una despedida ha de ser un apretado haz y no lo es. Nuestro rito de la muerte es triste, es feo, y eso contribuye a avivar nuestro miedo. Por eso no llevamos a los niños a los tanatorios ni a los cementerios: no les dejamos despedirse porque no queremos que luego tengan pesadillas igual que no les permitimos ver películas de miedo.

Tiene que haber un lugar en el mundo en el que la muerte no dé tanto miedo, en el que la despedida sea linda y serena.



Os recomiendo la lectura de The Loved One by Evelyn Waugh
Por otro lado, siento auténtica curiosidad por vuestra opinión sobre este tema.
Si no es tabú en los lares de tu pensamiento, te agradezco la compartas conmigo.

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martes, 29 de agosto de 2023

De vuelta al invierno

Me llega este mensaje de una amiga:

Mañana nos vamos nosotros de vuelta y Peter me decía hace un rato que hay que empezar a hacer maletas. Después de dos meses fuera, a lo que se le junta el hecho de que UNA no sabe viajar ligero, hay mucho que empaquetar. Es casi una mudanza en miniatura. Pero UNA se resiste, la canción del Duo Dinámico resonando en mis oídos:

- Mañana hacemos las maletas...
- Pero ¡mañana nos vamos!
- Sí, por eso, mañana las hacemos. No perdamos el día de hoy que es todavía de vacaciones.

Volver cuesta.
Volver replantea volver. 

A principios de verano, con las vacaciones recién estrenadas, UNA hacía planes de todo lo que iba a hacer:
Voy a leerme este montón de libros pendientes en la mesilla.
Voy a hacer marcapáginas para agredecer a mis amigas.
Voy a ordenar el cuartillo y vender las antiguallas en Wallapop.
Voy a proyectar ese libro que me visita de noche por dentro.

No creo que te sorprenda el anuncio de que la gran mayoría de todos esos voy-as se quedó en modo-planes. Esa es precisamente la definición de "vacaciones" para mí:

Dejar los voy-as suspendidos en el aire, como una cometa sin hilo. 

En mi verano, nada es urgente. Acuño un mantra estival, a modo de poemilla cutre: 

Si lo hago, lo hago
Si no lo hago, pues no lo hago 

Me lo repito:

Lo que haga, hecho queda
Lo que no haga, pues queda sin hacer

No pasa nada. Nada es urgente.
Hacer pierde el protagonismo en vacaciones.

Mis momentos favoritos han sido sin-hacer: Dolfete hijo3 abrazado a mi cuello tumbados en la puesta de sol en la tregua que nos dejan las peleas familiares, siestas alargadas hasta casi rozar esa puesta de sol, caminar sin tener que llegar a ningún sitio y sin saber cuándo darse la vuelta.

En verano no sé viajar ligero pero vivo más ligera. Ligera de obligaciones, ligera de listas, ligera de deberías y de voy-as. Y, sobre todo, ligera de debería-haber que es el tipo de debería más dañino. También es verdad que en verano UNA da un pasito p'atrás y deja que Peter lo dé p'alante.

Cuesta volver porque volver replantea volver, como en el mensaje de mi amiga:
por qué regresar a las prisas;
por qué a la lista-de-cosas-por-hacer que sí son urgentes, que tienen fecha límite;
por qué hacer, hacer y hacer otra vez con lo bien que estamos como estamos;
por qué no podemos estar así siempre;
por qué lo tenemos tan mal planteado que volver significa poner a hibernar la maleta y aletargarnos en el ritmo frenético de nuestras vidas occidentalizadas y capitalizadas.

Tengo la sospecha de la respuesta obvia. No hay ying sin yang. El verano no sería verano si no hubiera invierno. La vida no es vida sin la muerte. Las vacaciones se aprecian mucho, se aprecian más, porque no vivimos siempre-en-vacaciones. Lo que se tiene siempre se acaba dando por sentado, pierde el valor de la novedad, como pasa con la vida misma o con los que tenemos más cerca: dejamos de verlos con mirada-de-principiante. 

En cambio, cada julio, cuando llegamos al mar aquellos que no vivimos en la costa, lo reconocemos como si fuera la primera vez. ¡Ah, qué placer mojarse los pies por vez primera en esa orilla! De ese gusto nos privaría seguramente la rutina si mojarse los pies en esa orilla fuera rutina. Por eso volvemos. Para poder disfrutar del placer de la primera vez, de la mirada-de-principiante a la que nos invita el verano cada verano.

UNA se hizo una grieta en su pecho. En la grieta metió el reflejo del sol sobre el mar. Metió un pájaro de esos que pareciera que asoman al atardecer sólo para embellecer la postal. Metió el sabor de la sal en los labios de estío. Y se lo lleva todo de vuelta al invierno. 
Por si hiciera frío este invierno, arroparme con la certeza de que el verano volverá.


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miércoles, 23 de agosto de 2023

¡Deja el móvil!

Peter tiene una teoría: Él cree que el móvil es el demonio.

Demonio o no, UNA vive el móvil de sus hijos adolescentes como una amenaza constante. A veces no quiero que se despierten porque no quiero que se pongan con el móvil. ¿¡Desde por la mañana enganchado al móvil!? Otras veces prefiero que no estén en casa porque así me ahorro un montón de ¡Deja el móvil ya, ¿no?! Ojos que no ven. Hasta Gusi hijo2 me retó a no decir la palabra móvil y ninguno de sus sinónimos durante una semana. A cambio UNA le retó a no espetar palabrota alguna durante esa misma semana. Perdimos ambos en menos de media hora. UNA de hecho perdió ambos retos.

Me preocupa que el móvil les haya hecho dejar de leer. Me preocupa también el número de horas de inactividad física que supone. Me preocupa lo que el móvil está haciendo con su cerebro físico, con su inteligencia-no-artificial, con sus oídos, con su creatividad, con SU TIEMPO que ellos aún no conciben finito, con SU VIDA en definitiva. Aparte el hecho de que UNA-preocupada no es novedad (siendo éste uno de los sesgos de la ansiedad), UNA ve que Peter consigue dejarlo pasar.
-Batalla perdida- me dice. -Son todos. Están todos adictos. 
Se refiere a que el demonio ha captado a todos los adolescentes. 
-SOMOS todos- me corrige una amiga. -No sólo los adolescentes.

Cierto, pero no del todo cierto. Si te asomas a una reunión de amigos de nuestra generación, puedes detectar varias escapadas puntuales al móvil pero, en un encuentro de chicos de la edad de los míos, los móviles están omnipresentes en sus manos de un modo casi surrealista. Es su forma de comunicarse actualmente.
-Que no te extrañe- me dice Peter- si se están mandando mensajes los unos a los otros.

Paul hijo1, en su versión adolescente, ha sido poco dado a abrirse cara a cara y, sin embargo, en cuanto se separa unas manzanas, empieza el chorreo de mensajes. A UNA le irrita, se lo he dicho, pero por otro lado veo que esto ha mantenido una vía de comunicación abierta entre él y UNA a lo largo de su adolescencia. No es mi estilo, UNA prefiere una buena conversación a un mensaje de voz x2, pero es el suyo y mantener una vía de comunicación abierta es importante en esa etapa.

Para UNA, el móvil con su conexión a internet- como el idioma inglés- me ha hecho de llave. Ambos me han abierto muchas puertas. UNA no puede dejar de deleitarse con sus bondades: la cantidad abrumadora de contenido disponible, la música y los podcasts compañeros de camino, los vídeos de yoga o ejercicio para las que no tenemos tiempo material de ir al gimnasio, el banco, el correo, las recetas de cocina, mis búsquedas hipocondríacas en las que siempre acabo muriendo, los libros electrónicos, el blog. La lista es interminable.

Y, sí, también las redes sociales.

Lo que más me preocupa es que mis hijos sólo usen el móvil para esto último. Es el uso y el abuso lo que me preocupa. Los móviles han llegado a ellos mucho antes que la madurez y los padres lo tenemos muy difícil. Se supone que nuestra tarea es enseñarles a hacer un empleo más creativo, más sensato y sobre todo menos intensivo del móvil. Pues es un coñazo de tarea. ¡Deja el móvil! ¡No se usa el móvil mientras se come! ¡El móvil fuera de la habitación para dormir! ¡El móvil fuera de la habitación para estudiar! Es tarea añadida de la que se libró mi madre. Cuando vienen con una pregunta interesante, de las difíciles, de las que UNA no sabe responder, les digo:
- Ése es el tipo de cosas que tienes que buscar en tu tiempo de pantalla.
¿Sí?
Tiktok e Instagram son su tiempo de pantalla. 

A veces UNA quisiera rendirse, como Peter. Quisiera pensar: Lo mismo da, si esta generación se va a abrasar de todas formas (el cambio climático siendo otra de las preocupaciones que embriagan a mi ansiedad, aunque anticipo que les pillará distraídos). Por ahora, todo este trabajo a la sombra sólo me ha servido para ganarme el podio en el epíteto de PESADA. Pero, como le digo a Paul hijo1, mi esperanza es que tanta insistencia por mi parte acabe creando un resquicio de voz interior que- hasta cuando UNA falte- les haga sentir cierta incomodidad cuando estén usando el móvil sin sentido o sin límite. 

Quizás el demonio sea UNA.


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viernes, 28 de julio de 2023

En sepia

Cuando era cría y mis padres tenían 50 años, UNA pensaba: ¿Cómo pueden estar tan panchos sabiendo que les queda menos por vivir de lo que ya han vivido? 

Ahora que tengo más de 50, el pensamiento que me ocupa estos días que ando conviviendo con mi madre es: ¿Cómo puede estar tan pancha a sus casi 89 años cuando le queda apenas algún año, quizá meses, quizá semanas, quizá días... por vivir? ¿Cómo se sobrevive a la certidumbre de una muerte inminente?

La miro. No sólo está tan pancha. A ratos está feliz. A ratos más feliz de lo que consigue estar UNA. Este verano me propuse observarla.

Mi madre no es creyente. Fingió serlo durante un rato mientras nos educaba. UNA calibra que sería algo así como una escuela de padres cuando éstas aún no existían. Se agarró a la religión como método de disciplina del mismo modo que UNA devoraba libros de la estantería de Crianza cuando los tres reyes eran chicos. Por ello sé que no son sus creencias en dios las que le salvan la vida a estas alturas. 

Hay una gran dosis de despiste que por seguro contribuye al bienestar. 

La edad de la inocencia es siempre impar.

El desayuno, su bizcocho, su zumo. 

- ¿Dónde estamos?

- En la casa de la playa, madre.

Mi cuñado comenta que ésta es la única familia que ha conocido en la que a la madre la llaman "madre". Me gusta cuando alguien me plantea algo que UNA nunca se había planteado.

- ¿Hemos comido?

- Todavía no, madre. 

La desorientación exige grandes dosis de paciencia, repetir hasta la saciedad, volver a explicar lo básico. UNA a veces se impacienta.

De repente, una gema: 

- Yo sé que me queda poco, que la muerte está a la vuelta de la esquina y, sin embargo, todavía encuentro ilusión en algunas cosas... 

Todas sus gemas acaban en puntos suspensivos que quedan flotando en el aire en un silencio que sólo UNA osa atravesar.

- ¿Qué cosas, madre?

- Que estemos todos juntos, que estemos todos bien...

Pero tampoco es eso, piensa UNA. Es otra cosa. Está anclada en el presente. Eso es. Se queda mirando los pájaros. 

- Pati, ven, mira cómo se quieren, mira cómo se tocan los picos.

El mar enfrente de su silla la encandila:

- ¿Has visto que ordenadas están las olas?

Sorprende a UNA acertando el nombre de la flor en la que repara en el paseo:

- ¡Qué bonita esa adelfa!

Todos compartimos la certidumbre de la muerte. Sólo que no vemos la sombra cerniéndose sobre nosotros. Hasta que sí la vemos. Pero a madre la sombra no le impide ver el sol porque está en el pájaro, en el mar, en la flor que tiene delante. Aquí. Ahora. El pasado y el futuro se le atolondran. Ésa es su receta. De hecho, ésa es la receta.

Se presta a posar al lado del atún de la sudadera amarilla. Pasa un zagal del pueblo y le lanza un piropo: 

- ¡Guapa!

Ella ríe. 

Subo la foto a mi estado de whatsapp. Puro orgullo de hija. Me escribe una amiga:

- ¡Qué buenísima foto para recordar siempre!

Lo es. Recordaré la foto cuando madre esté en sepia. Sobre todo me propongo recordar su receta todos los días de mi vida hasta que la sombra se cierna también sobre UNA.


"I feel like all we’re talking about is everything but the truth, which is that we’re all going to die and all the people we love are going to die. How are we not all freaking out every single day? How?"
[Glennon Doyle]



domingo, 16 de julio de 2023

Hueco

Ahora que nuestros hijos se gradúan cada media hora, hay muchas oportunidades de rito. Recientemente se graduó Paul hijo1 que acaba de terminar su bachillerato. Puse una foto, la foto que acompaña a esta entrada, en mi estado de whatsapp y una amiga me escribió por privado: 

- Esto merece un post en el blog

UNA pensó, le tendría que pedir permiso a Paul hijo1, no para escribirla, sino para publicarla. Ya son mayores estos hijos de UNA. Ya tienen su vida privada y su vida pública, y ellos deciden qué va en qué ámbito. Pero luego me di cuenta de que lo que tenía que escribir UNA al hilo de esta graduación no era sobre Paul. Era más bien sobre UNA.

La graduación de UNA cuando acabó COU no fue una graduación, fue una ceremonia de fin de curso en el gimnasio del colegio. La de Paul hijo1 ha sido en un salón de actos magnífico en la universidad. Cuando UNA vio a su hijo desfilar por el pasillo, y luego escenario arriba a colocarse su banda de fieltro en forma de V, UNA sintió la ilusión inusitada de un nuevo comienzo mezclada con la tristeza emocionada de una etapa que se cierra. Por un momento pensé que era UNA-madre la que sentía la ilusión y la melancolía. Al fin y al cabo se cierra una etapa en mi vida de madre. Voy a ser madre de universitario. Eso ya es otro nivel de madre.

Pero ahondando como a UNA le da por ahondar, me dije: Espera un momento. Esta ilusión no le pertenece sólo a UNA-madre. Esto es UNA a los 18. 

De repente, caí en la cuenta de que UNA se estaba identificando con Paul. La ilusión era real, era la del graduando, la de la chiquilla de 18 años que se graduó en aquel gimnasio de aquel colegio. Me sentía de nuevo una jovencita, con la inquietud de estar pendiente de las notas de selectividad, con la incertidumbre de qué estudiar después, con los nervios de la salida sin hora de vuelta después del acto. No era tanto echar de menos mi primerísima juventud. No. Era un sentimiento de yo-estoy-aún-en-esos-bancos, con mi chaqueta de rayas, y mi falda de lunares, y mi sombrero azul. Y toda la vida por delante, una vida llena de promesas y de incógnitas. Viendo a Paul hijo1 graduándose, la UNA en esa esquina de mi vida entró en contacto con la UNA que escribe este blog: ¿Te acuerdas?, me decía. ¿Te acuerdas lo entera que estabas? ¿Tan llena de proyectos de vida? ¿Tan llena de vida? Íbas a ponerte el mundo a modo de banda de fieltro en forma de V. 

Entonces me di cuenta de que quizás lo hayamos leído todo mal. Quizás hayamos pensado que la vida es ir sumando: sumando años, sumando experiencias, sumando sabiduría, sumando recuerdos. Y tal vez la vida sea ir restando: en cada recoveco vamos dejando una parte de nosotros. Como en aquellos álbumes de recortables que teníamos de pequeñas, se va quedando un recortable en cada etapa. Hasta que al final se queda todo hueco. Pensábamos que la vida era ir arropando a esa muñeca recortable. Pero en realidad tal vez se trate de ir despojándonos de yoes, y una de mis UNAS se quedó allí en aquella graduación, en aquel gimnasio y nunca más creció. Mantuvo la ilusión eternamente. La vida pasa mientras recortables de nosotros se van quedando desperdigados en las esquinas. 

Dejaste un recortable tuyo en aquel portal, en aquel verano, en aquella playa, en aquel colchón. Fuiste esparciendo recortables por madrugadas, despedidas y traiciones. Recortables tuyos se quedaron adheridos para siempre en canciones y aromas que cuando ahora escuchas y hueles te traen la vida de aquel que fuiste de vuelta. Puede que vivir sea irse quedando hueco.






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lunes, 3 de julio de 2023

El cliente siempre lleva la razón

Por una serie de avatares que no vienen al caso, UNA ha estado de médicos. Como hacía mucho que UNA no iba por consulta, se ha sorprendido al encontrar una figura nueva dentro de esa bata blanca: el médico-burócrata. Me refiero a ese individuo que, al otro lado de la mesa, en vez de mirarme a los ojos mientras le cuento lo que me viene pasando, se dedica a ir anotando a la velocidad de mis palabras todo lo que le digo en un teclado que no sólo me ha robado su atención, sino que se ha llevado al hacerlo el trato personal de la visita. Para más inri, el médico-burócrata ya no se me acerca. Me manda pruebas de lugares recónditos de mi cuerpo sin echarle un vistazo a los sitios visibles y fácilmente visitables. Me hará pasar por procedimientos clínicos laboriosos sin palpar lo que está al alcance del tacto. El ojo-clínico del médico-mundano se ve sustituido por una batería de pruebas invasivas para confirmar un diagnóstico que el ojo-clínico podría haber perfectamente diagnosticado a primera vista, pero con un margen de error que ya no se considera permisible. 

Cuando salgo de consulta, llevo tropecientos-mil informes en papel. En uno de ellos, consigo entender algo en la línea de "la paciente no proporciona documentación alguna de lo descrito"Mi médico no se fía de mí, piensa UNA al leerlo y, sin embargo, se espera de UNA que confíe en el médico, pues es la autoridad.
¿Lo es? 
La incesante producción de informes a la que el médico-burócrata se ve sometido me hace preguntarme si no están comenzando a ser víctimas de un proceso de cuestionamiento de su autoridad. ¿A cuento de qué hay que firmar tres páginas de letra pequeña antes de cada prueba para jurar que si te mueres es culpa tuya y de nadie más? No del médico, no del que te hace la prueba, no del que te llama para darte los resultados, no del bedel. Si te mueres, necesitan asegurarse de que no vuelvas buscando culpables.

De repente, la comunidad médica se me torna familiar. Este unte de burocracia que está sufriendo la atención médica lleva años impregnando la educación. El número de informes, memorias, actas y proyectos que el profesor-burócrata se ve obligado a cumplimentar a lo largo del curso, y especialmente en septiembre y junio, podría decirse que supera con creces a la enseñanza real. Pasamos más tiempo con los ojos clavados en una pantalla de ordenador que mirando cara a cara al alumno en un aula. La administración nos exige cada vez más justificación verborreica de cada decisión que osemos tomar, robándonos así la autoridad sobre la misma. Se supone que todo este proceso es en aras de la defensa del alumnado- como supongo que en medicina se hará con la defensa del paciente por bandera- ¿pero quién ampara al profesional? 

El profesorado no se ha formado para ser administrativo ni burócrata. Nos formamos en didáctica, para guiar en el aprendizaje, para después evaluar el mismo. En los pasillos, no obstante, se palpa ya el miedo a la reclamación. Una reclamación al fin y al cabo son horas extras para el personal docente. Nuestro ojo-clínico de profesor-mundano tampoco se valora: hay que justificar la calificación con una ristra de informes cotejándola con los criterios establecidos desde un despacho por alguien que nunca ha pisado un aula y que, señoras y señores, dará con toda probabilidad la razón al paciente, digo al alumno. El cliente siempre lleva la razón, menos cuando no la lleva pero se la damos igualmente. El profesor-burócrata acabará aprobando al alumno de padres-guerreros por evitarse dicha ristra de informes. Me pregunto si esto es lo que anda buscando la administración -el aprobado generalizado- para que el fracaso escolar no afee SU informe. Me contesto que sí. Eso, y el evitarse a los padres-guerreros en el despacho.

Esta buroGracia, que le ha quitado la gracia al encomiable empleo de enseñar y que parece contagiar también al de curar, es síntoma de una sociedad que se ve obligada a mantenernos en guardia constante contra el posible ataque del guerrero, siendo el guerrero alumno o paciente. Esta sociedad, señoras y señores, somos todos. Démonos por aludidos. Pareciera que queremos tener la razón más que la salud y la educación.


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lunes, 6 de marzo de 2023

Nimiedades

La vida son un montón de días normales.

Cuando publiqué mi entrada anterior sobre una reclamación incesante a una de las grandes eléctricas, me escribió una amiga desde el hospital: su marido ingresado con un derrame cerebral. De repente, el Goliat de mi entrada se tornaba mundanez. Como decía un alumno en una presentación en clase sobre sus viajes a África, nuestros problemas son pequeñas miserias occidentales al lado del verdadero drama del que había sido testigo en sus travesías, el de la pura y dura supervivencia. 

La vida son un montón de días grises, un puñado de días repetidos en una especie de sucesión que se las apaña para hacerse parecer interminable. 

Ponte el abrigo que hace frío. ¿Otra vez te has olvidado las llaves? ¿¡Pero por qué me hablas así!? Estoy harta de que me toque hacerlo todo a mí. ¿Tienes que hacer tanto ruido mientras comes? ¡Llevo toda la mañana metida en la cocina y lo único que escucho son quejas! No encuentro las gafas. ¿Puedes dejar el móvil un ratito? ¡Anda, dame un beso y vete a la cama! ¿Puedes levantarme temprano?

De repente, un día despunta. Se sale de la cadena. Pierde el tono gris y viene una sacudida que te zarandea por los hombros y lo tiñe todo de morados y ocres y negros y rojos. Un día que se colará en tu memoria para siempre como punto de inflexión. El día que nos confinaron. El día que murió tu padre. El día que nació tu hijo. El día que te diagnosticaron. El día que ingresaron a tu marido con un derrame cerebral.

La madre espera en urgencias los resultados del TAC de su hijo que duerme en la camilla a su vera. Ella lo vigila, angustiada, cerciorándose de que respira. Mientras espera, le asaltan escenas de películas que vio en alguno de esos días grises de vida mundana, cuando aún no había caído en la cuenta de lo feliz que era. Del último mohicano, le vuelve aquella frase mítica que siempre empañó su preocupación: ¡Pase lo que pase, mantente vivo! O aquella otra serie en la que una madre se lamentaba de haberle prestado atención a la nimiedad de la ropa sucia en el suelo del cuarto de baño una vez que su hijo ya no estaba. Entre fotograma y fotograma, la madre se sorprende rezando a un dios en el que no cree. Haciendo promesas de no volver a reñir y de no volver a quejarse pero ¡POR FAVOR!
Los días que despuntan nos ponen de relieve lo que de verdad importa. De repente, no entendemos por qué no apreciábamos el gris de los días normales, por qué no poníamos valor en lo ordinario.

Cuando por fin los resultados confirman que su bebé está bien, que tienen carta blanca para irse, la madre se lleva pesado en el pecho el pozo de dolor con el que ha conectado en esa sala de urgencias, la aflicción vital de todas esas otras madres de hospital que no pudieron volver a casa de madrugada, madres de terremotos y de patera, de hambre y zozobra.

Seguramente viviríamos de forma diferente si fuéramos plenamente conscientes de que lo ordinario es, en realidad, lo extraordinario. 
Pero después de la pandemia, volvimos a quejarnos y a reñir. 
Se nos olvidó. 
Se nos olvida a diario que mantenerse vivo es lo extraordinario.


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