viernes, 14 de septiembre de 2018

Los restos


The leftovers es una serie de TV que en su día vimos en Movistar aunque recientemente he descubierto que es original de HBO. No la conseguí ver completa pues, aunque me sorprendieron los primeros capítulos, no llegó a engancharme. También recientemente he descubierto que está basada en un libro de Tom Perrotta, que me dispongo a leer y quizás a hacer leer a mis alumnos, pobres.
La serie (¡aviso: megaespoiler!) comienza con una breve escena en la que, de repente, desparecen 140 millones de personas en el mundo, el 2% de la población mundial, todas de golpe borradas de la faz de la tierra. Imagínate una foto familiar donde de repente tres personas dejan de estar a la vez, en el mismo instante, y en su lugar hay huecos. En la serie en inglés a ese momento lo llaman desde entonces “the sudden departure” (que traduce algo así como “la salida repentina”). En la versión española lo llamaron “la Ascensión”: las connotaciones religiosas de la palabra creo que no se le escapan a nadie.
Tras esa breve escena, la serie salta tres años, y te muestra cómo los que quedaron se han ido adaptando, cómo han procesado los hechos sucedidos. De entre los leftovers ("los restos" en español), hay un grupo que forma una secta The Guilty Remnant ("el remanente culpable"). Otros intentan mantener una apariencia de normalidad, como si no hubiera pasado nada. Aparecen gurús, como el Santo Wayne, que liberan a "los restos" de sus males. Los jóvenes se refugian en el sexo y las drogas. Cada uno dota de sentido a su existencia de "ser uno de los que se ha quedado", de "todavía estar", como buenamente puede.
Os animo a ver aunque sea el primer capítulo. Es ciertamente impactante.

A mí nunca me ha gustado la ciencia ficción, me atrevo a decir que me aburre soberanamente. Cuando era pequeña, mi padre me llevaba a ver La guerra de las galaxias, y yo accedía de buena gana porque en aquella época ir al cine era un evento ocasional y, por ocasional, sumamente atractivo. Pero luego me quedaba dormida en el cine. Quizás inconscientemente busco la identificación en la ficción y cuando es ciencia ficción, no hay identificación posible. Por ello, me sorprendió que inicialmente me gustara la serie de The Leftovers. Y luego dejó de sorprenderme, cuando me di cuenta de que no es ciencia ficción y, si me apuras, ni siquiera es ficción. 
Es un timo. 
Tom Perrotta se quedó con todos nosotros cuando quiso hacernos creer que había inventado una historia original. 
Porque al fin y al cabo The leftovers es la vida misma. La única diferencia con la vida, el único elemento de ficción, es que en la vida vamos saliendo de uno en uno, no salimos 140 millones a la vez (no por ahora). Pero desparecemos igualmente: 
ahora estás, ahora no estás. 
Eso es la muerte: 
ahora estás, ahora no estás.

Vivir es estar todavía. Morir es dejar de estar.

La vida, como The Leftovers, es la historia de los que se quedan, de los que hasta la fecha nos hemos quedado, y de cómo le damos sentido a esta existencia de remanente, en la que tenemos la certeza absoluta de nuestra salida repentina pero igualmente la ignorancia absoluta de cuándo se producirá. Si uno lo piensa, si uno realmente se para a pensarlo, es de locos. Es ciencia ficción. 
¡La vida es ciencia ficción! 
Por eso hay muchos que ni siquiera se paran a pensarlo y mantienen una apariencia de normalidad, como si nunca fuera a pasar. Hay otro grupo, muy numeroso, que forma la secta del remanente culpable: éste es mi entendimiento de la religión. No estoy desestimando el poder de la fe. Yo crecí siendo creyente: habiendo estado ahí, me resulta inevitablemente más fácil simpatizar. Estoy convencida de que el que cree cree de verdad.
Pero no puedo evitar tener la lucidez de que la fe consuela más que la desesperación. 
Conozco una mujer muy devota, de las mujeres más devotas que conozco, que siempre dice que “si Dios no existiera, tendríamos que inventárnoslo”: creo que eso lo resume todo. 
La muerte es una salida repentina. Para todos. El vacío que deja la silueta del que se va puede llenarse con recuerdos y pensamientos, pero nunca vuelve a tener sentido. Ni drogas, ni sexo, ni gurús. Quizás la otra diferencia, más cruda, entre The Leftovers y la vida es que aquí al final todos nos vamos, unos antes y otros después, pero aquí no se queda nadie a explicar lo que ha sucedido. En cualquier caso, nadie sabe y el que parece que sabe, que sepas que se lo ha inventado y tiene tanta incertidumbre ante su salida repentina como puedes tenerla tú. 
Conozco otra mujer muy devota, de las mujeres más devotas que conozco, que enfermó de cáncer y desesperó: “se ve que no era tan creyente como pensaba”, me confesó.

Hace muchos años, cuando estaba de interina, aún no tenía hijos y andaba de pueblo en pueblo como el Lazarillo de Tormes, conocí a una mujer muy interesante. Se llamaba Vicky y era madre soltera. Una de las noches que nos reuníamos en su casa alrededor de una botella de vino, hablamos del tema de la muerte, tan ridículamente tabú en nuestra sociedad. Hablamos en concreto de la angustia. Yo le planteé si la maternidad no había en cierta manera aliviado esa angustia, por la elongación de la vida que supone la descendencia. Ella no titubeó al afirmar que, si acaso, la había enconado más. 
Y ahora, UNA que es madre, la entiende. 
Un día mi hijo1, Paul, se presentó en mi dormitorio a altas horas de la madrugada y me dijo en su tono de honestidad infantil: 
“mamá, yo sé que nadie quiere morirse, pero yo es que de verdad de verdad de verdad que no quiero”
En el silencio de esa noche, los vecinos oyeron quebrarse mi alma. 
La angustia se torna ahora en la impotencia insoportable de no poder evitarle la salida repentina a esa criatura a la que tú diste entrada. 
Dolfete, hijo3, lloró brevemente una noche de cine de este verano porque pensaba en el día que él se muriera y le daba mucha pena de sí mismo. La angustia de que no podré estar en ese futuro aterrador para consolarlo, para cogerle la mano, se alivia solamente con el consuelo de confiar que efectivamente sea así, que no se altere el orden natural.

Que tú, hijo mío, tengas que pasar por esto...

El dolor de mi madre cuando murió mi padre era también el dolor de vernos a nosotras, hijas, convertirnos en “restos”, vernos luchar por dotar de sentido a nuestra existencia de remanentes.

Y, sin embargo, seguimos. Quiero decir: pocos son los que se vuelven locos. La vida es tan bonita que nos distrae del enigma indescifrable: el amor con sus variantes, la creatividad con sus estrenos, la naturaleza con sus ciclos, y los momentos… ¡Oh, los momentos! Los momentos son los que nos mantienen ebrios de existencia, los que dan pinceladas de sentido al dolor de vuestra ausencia, al estupor con que nos dejó vuestra salida repentina.

Vivamos esta ciencia ficción, pues no queda otra. Vivamos con los huecos en nuestras fotografías, con las sillas vacías en cada Navidad, amemos, creemos, creamos, demos entradas y seamos restos dignos de aquellos a los que vimos salir de repente.

Porque esto es lo que hay. Este momento.

Quiero dedicar este post a mi amigo José Manuel Silva Ben-Hamidi que, pocas semanas antes de morir, me instó a que nunca dejara de escribir.

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