sábado, 26 de marzo de 2022

Acostumbrarse

Coloqué en el estado de whatsapp una foto de las vistas desde mi casa nueva al atardecer, y me escribió una compañera: 

- No hay nada mejor que poder ver el amanecer y el atardecer todos los días. 

- Que no me acostumbre es lo que quiero, le dije. 

- ¿Por qué?, ella no entendió. 

Porque dejas de verlo. Eso es lo que pasa cuando te acostumbras, que dejas de verlo. Dejas de vivir en awe, como se dice en inglés, en admiración, con la boca abierta ante las maravillas que suceden delante nuestra a diario. 

Amanece. Amanece siempre y atardece siempre, y nos acostumbramos. A pesar de la conciencia que UNA le pone, esto pasa. Los primeros días en mi casa nueva salía todos los días a ese balcón a admirar las vistas, el sol amaneciendo a través de las columnas romanas que tengo la suerte de tener cerca, como si una civilización siglos atrás las hubiera construido sólo para que UNA tuviera bellas vistas. Que no se me olvide, pensaba, la suerte que tengo de ver esto a diario. Que no se me olvide. En breve, aparecieron las prisas. Hicieron acto de presencia las rutinas. Ya apenas me asomo. La costumbre me va privando de ese regalo que me ofrece mi calle a diario.

Contaba en un comentario en otro blog que, cuando estaba buscando piso, andaba por la calle mirando hacia arriba, escaneando los edificios por encontrar algún cartel de Se Alquila. Estos paseos mirando hacia arriba me trajeron de vuelta la belleza de una ciudad que, de tanto vivir en ella, ya daba por sentado. Me trajeron de vuelta la mirada de el-turista, la mirada de el-viaje.

Una semana de rutinas, una semana como otra cualquiera, apenas dura un suspiro, pues no es sino una ristra de momentos de costumbre. Pero cuando te vas de viaje a un sitio nuevo, que desconoces, una semana dura mucho más. El tiempo se estira en el-viaje, porque lo obaservamos todo con mente-de-principiante, no con la mente costumbrista y apresurada que conduce una semana de las habituales. La mente-de-principiante te permite la admiración, hace que tus sentidos -todos- conecten con la experiencia, te baja al cuerpo. Si viviéramos así el día a día, la vida sería mucho más larga y mucho más sabrosa.

Los años corren tan rápido por costumbre. La vida pasa más lentamente en la infancia y más ágilmente en la madurez -UNA cree- porque para un crío, T-O-D-O es nuevo. Va descubriendo la vida por vez primera. Es esa mirada de descubrimiento, de novedad, la que ralentiza su tiempo. Un adulto no es otra cosa que un ser acostumbrado, el peor de los aburguesamientos que, sin embargo, nos contagia a todos. Nos acostubramos a la vida y ésta, que ya no se siente admirada, como una mujer despechada, se venga cogiendo carrerilla.

Lo hacemos con las noticias. Esta semana ha hecho un mes -¡un mes!- que empezó la guerra en Ucrania y, al enterarme de ese mes-versario en las noticias, no pude dejar de reparar en cómo nos hemos acostumbrado a que el azul y el amarillo sean una sección más del noticiario, en cómo ya no empatizamos con la misma pasión que teñía los primeros días. Digo necesariamente porque quizás acostumbrarse a lo-malo, a lo-peor, sea una estrategia de defensa para no pulular por la vida con el alma hecha un puño. Recuerdo de muy joven tardes de piscina con una amiga recién enfermera. Cada vez que fallecía un paciente en su planta, un paciente de los que ella cuidaba, aparecía gris, con ojos húmedos; su susurro amargo hablándome de aquel que se había ido. Después ya no... Se acostumbró a la muerte en los pasillos: no queda otro remedio que hacerse callo, que endurecerse. Acostumbrarse.

Lo hacemos con la pareja. Pasan los años y nos acostumbramos a las danzas domésticas. Al principio, como cuando estás aprendiendo a conducir, tienes todos los sentidos puestos. Luego automatizamos. Es la repetición la que roba novedad a la mirada. Las películas empiezan a pasar a cámara rápida, como una versión corta de los antiguos celuloides en blanco y negro. Ponemos título a los conflictos, pues ya prevemos qué es lo siguiente que va a decir el-otro, cómo va a acabar esta discusión. Dejamos poco espacio a la sorpresa. Si no tenemos cuidado, la repetición se vuelve tedio; si no tenemos cuidado, el tedio se torna desidia. Por eso, con cierta regularidad, hay que salirse del ámbito doméstico, y admirar a el-otro fuera del mismo, recuperando el brillo aquel que te enamoró. No es que alguna vez lo perdiera. Es que las danzas domésticas cegaron tu mirada.

Lo hacemos con los hijos también. Nos acostumbramos a verlos y dejamos de notarlos. A medida que van creciendo, no sé exactamente en qué momento, aparcamos la curiosidad. Los encasillamos. Decidimos cómo son. Los etiquetamos. Quizás sea la cola de esas mismas etiquetas las que- como en mi poema- ahorcan sus sombras, ahogan sus truenos, les roban el fuego.

UNA ya hace tiempo que condenó la música que Paul hijo1 escucha: no tiene nada que ver con la música que a UNA le gusta; de hecho, no merece clasificarse como música sino como ruido ensordecedor poco creativo e insultante. Cada vez que el chiquillo conecta sus altavoces, UNA se tensa. Anoche le escuché en la cocina conectándolos mientras se hacía unos spaguetti. ¿Sabes lo que estaba escuchando? Jazz. ¡Jazz! Del que ponen de fondo en Zara home y que a UNA le encanta. ¿Sorprendida? Mucho. Encantada también. Jamás hubiera pensado que a Paul hijo1 le gustara el jazz, porque UNA ya había catalogado el tipo de música que le gusta. Quizás si mirásemos a nuestros adolescentes con la misma mirada-de-principiante con la que observábamos a nuestros bebés recién nacidos, quizás viviríamos más sorprendidas -despejando incógnitas- y menos enojadas. 

Amanece siempre. Pero cada amanecer es distinto.

Atardece siempre pero no hay dos atardeceres iguales.

No se nos olvide. No nos acostumbremos demasiado.


Entradas relacionadas
Despejando incógnitas
El viaje
Bajar al cuerpo

Versos mundanos
El niño que ya no eres


jueves, 17 de marzo de 2022

¡Pues no haberme tenido!

La entrada que hoy me ocupa viene inspirada desde otro blog que no puedo dejar de recomendar, El artista del alambre. El post al que me refiero se llama Estaciones. Os lo enlazo AQUÍ. Daos el gustazo.

Su lectura me conmovió y me trajo de vuelta una confesión de la que fui testigo en un grupo privado de Facebook: Una mujer aseguraba no haber sentido la llamada de la maternidad y, sin embargo, estaba preocupada pues "se le pasaba el arroz" (probablemente una de las expresiones idiomáticas que más afean nuestra lengua). En concreto, preguntaba si las mujeres con hijos del grupo se arrepentían de haber sido madres. La pregunta tiene el tonillo de una de las frases más trilladas de mi suegra cuando andaba detrás de otro nieto que versa así: "No te arrepientes de los hijos que has tenido sino de los que NO has tenido". 

El caso es que, independientemente del espanto que de primeras me produjo que esta chica llevara a consulta pública una decisión tan aparentemente personal, UNA mesmerizada se quedó a leer a una retahíla de madres con derecho a poesía que alababan las beldades de la maternidad al tiempo que a contemplar con cierto deleite desde la distancia ese rasgo tan femenino de te-arrastro-al-pozo-porque-yo-ya-estoy-dentro. Es como cuando una se corta el pelo y no le queda bien pero la otra le suelta un qué-bien-te-queda para que en la comparación la que halaga luzca más. No son el mismo espectro los de estos dos ejemplos, pero ambas sombras de mujer se mueven en el mismo infierno. 

Vuelta al foro: Un par de osadas fortuitas manifestaron sin tapujos en la cadena de respuestas que ellas se arrepentían de haber tenido hijos. Podían igualmente haber publicado sendas fotos de ellas mismas desnudas con un cinturón de bombas a punto de inmolarse pues la reacción de la audiencia fue un tanto similar a si lo hubieran hecho. 

Las lincharon.

Las madres nos hacemos flaco favor con este linchamiento, pensé: Las que están fuera se hacen una idealización garrapiñada del universo dentro y se sienten, como dice en palabras más bellas que las mías El artista del alambre, desertoras "del glorioso ejército de la humanidad", desterradas "del mundo de los vivos"Por otro lado, las que desde dentro de la maternidad sentimos su ambigüedad, sus dobleces y sus sombras, nos creemos aisladas y nos apiñamos bajo el epígrafe culpable de mala-madre y el síndrome de la impostora. Recuerdo a una amiga que se había sometido durante años a un tratamiento caro y penoso de fertilidad y, cuando ya estaba siendo azotada por las olas maternales, me confesaba que a veces se sorprendía pensando: ¿Tanto he luchado y sufrido y llorado para ESTO?

A nadie quiero más en el mundo que a Paul hijo1, a Gusi hijo2 y a Dolfete hijo3. A nadie: Ni de la generación que me precede ni de mi coetánea. Ellos son la razón por la que sigo intentándolo cada día. Ellos, la razón por la que decicí trabajarme para ser mejor modelo de persona. Ahora bien, tengo la certeza de que UNA-sin-hijos habría encontrado otras razones, igualmente válidas, para trabajarse y para seguir intentándolo. La UNA-antes-de-mis-hijos también tuvo una vida plena. Desde luego, no cargo a mis hijos con la responsabilidad de proporcionar sentido a mi vida.

UNA siempre supo que quería tener hijos. Siempre. Sin sopesarlo: UNA, que es tremendamente mental, no lo sopesó, lo cual me hace sospechar que sea una decisión más animal que otra cosa, biológicamente condicionada, que escapa a nuestro control aunque queramos vestirla de seda, palabras y ritos. En cualquier caso, lo que particularmente creo es que ninguna decisión se toma al cien por cien. Ninguna. Ni la de casarse. Ni la de tener hijos. Ni la de no tenerlos. La vida no es en blanco y negro. Hacerse consciente de esto puede resultar aliviante en una cultura que es muy de empeñarse en hacerte creer que hay un solo itinerario. Se vende la unicidad: tu media naranja, tu alma gemela, el trabajo de tu vida, la carrera de tus sueños, como si hubiera un único destino aguardándote y en el preciso momento en el que tomas una decisión "equivocada" y te desvías de el-camino, tus posibilidades de felicidad quedan para siempre arruinadas. Esta cultura de un-solo-itinerario es la causante de no pocas ansiedades.

UNA no cambiaría a Paul hijo1, ni a Gusi hijo2, ni a Dolfete hijo3 por nada en el mundo. Me lo he pasado muy bien criando hombres-en-construcción. Me he reído mucho pero también me he teñido de canas. Me he enamorado de ellos muchas veces, lo cual no ha evitado que a veces me haya desenamorado o que en ocasiones me haya planteado qué habría hecho en mis vidas alternativas, no con las obviedades del dinero y el tiempo, sino sobre todo con la dedicación que mis hijos chupan y la energía que succionan.

Ellos mismos vienen a recordarme mis vidas alternativas. Dolfete, el pequeño hijo-de-su-madre, cuando le hacemos un comentario que revela nuestra posible necesidad de espacio o tiempo, nos suelta sin pestañear un "pues no haberme tenido"Peter, que es menos como UNA y más como Peter, le dice directamente: -¡Ay! Si lo llego a saber... Los hombres, queridas, no parecen tener el reparo que tenemos las mujeres para abrazar la ambigüedad. En cualquier caso, cuando tu hijo alcanza la adolescencia, se empeña en recordarte repetidamente que él no eligió nacer y que arrases con las consecuencias. 

De los tres tatuajes que acampan en mi cuerpo, en el empeine de mi pie luce uno que me hice en mis años veinte. Tuve una oferta de trabajo desde una ONG para irme a la India. Lo estuve seriamente valorando. Finalmente, de manera consciente rechacé la oferta y me tatué la decisión para que no se me olvidara que estaba eligiendo renunciar a esa vida alternativa, a esa vida-sin-hijos que también hubiera estado dotada de sentido y me hubiera proporcionado motivos igualmente poderosos para crecer. A veces, cuando las tardes son largas y están llenas de ruido y palabros y peleas, y la palabra mamá repiquetea con eco martilleante, o cuando me inunda el desencanto, pienso en la India y en todas las otras indias a las que he ido renunciando. Y me permito abrazar la ambigüedad, joder, porque UNA transita por esta vida pero hay muchas otras vidas por las que pudiera haber transitado. Ninguna es perfecta. Ni ésta que transito ni las otras. Ninguna, sobre todo, es la única posible.

Eso no significa que no quiera a mis hijos. Así que vamos a no lincharnos. Seamos un poco más honestas, al menos con nosotras mismas.

Entradas relacionadas
La vida robada
Abrazar la ambigüedad
El desencanto
La impostora