miércoles, 30 de diciembre de 2020

Bajar al cuerpo

La vez que me dejé romper el corazón se me cayó el pelo. Alopecia areata fue el diagnóstico. A los 20 años me arruinó la imagen. Menos mal que por entonces no había instagram. Cuando entré en la consulta de la doctora en Granada y me miró, lo primero que me preguntó fue: 

- ¿Mal de amores? 

Muchas UNAs después, en Inglaterra, me salió un bulto en el cuello justo antes de encuadernar mi tesina. Ya de vuelta en España, de interina en Linares, a semanas de opositar, leer la tesis y casarme, un dolor agudo me atravesó el estómago: resultó ser gastritis. Las canas me sorprendieron de forma simultánea a la preocupación dependiente que acompañó mi primera maternidad. Esta tendencia a somatizar, que me ha acompañado toda la vida, me ha llevado inexorablemente a concluir que cuerpo y mente es uno. Mejor dicho, que cuerpo y mente es UNA, y no hay ni tan siquiera una delgada línea roja entre ambos. Incluso aquellas personas que no tienen esa tendencia genética a los síntomas psicosomáticos tan pronunciada, brillan sin embargo en períodos de serenidad, y se arrugan o crispan cuando atraviesan momentos más convulsos. ¿O no es cierto? ¿No estás más guapa cuando estás menos estresada, cuando todo va bien?

Esta creencia de que no hay separación entre cuerpo y mente es, sin embargo, creencia a nivel intelectual en UNA pues todavía no llego a encarnarla del todo: a pesar de las múltiples evidencias del párrafo anterior, se trata de un convencimiento que aún no ha bajado al cuerpo, que todavía vive en la azotea, como llama mi amigo Carlos a la mente. ¿Por qué- si UNA lo sabe- UNA no lo practica? La tradición religiosa en la que UNA fue educada es a estos efectos muy fuerte: el binomio cuerpo-alma, o cuerpo-espíritu, discrimina dos entidades muy diferentes, una pecaminosa condenada a la mortalidad, y la otra con opciones de subir a los cielos o bajar a los infiernos.

No es sólo cuestión de religión. Es también de medicina, al menos en la cultura occidental. Se trata de una medicina que nombra síntomas y luego comercia productos para paliar dichos síntomas. En general, se ignora que la causa pueda venir de más allá de un órgano. O se compartimenta: si te duele la rodilla, te vas al traumatólogo; y si te da un ataque de ansiedad, te vas al psicólogo. Si tienes diarreas recurrentes, te vas al digestivo; y si estás deprimido, te vas al psiquiatra. Ahora bien: cuando quedas con tus amigas a tomar un café, dime la verdad: ¿te sientes más cómoda contando que has ido al traumatólogo, o que has ido al psicólogo? Si no me equivoco, gana la rodilla, porque la salud está valorizada, pero la salud mental está estigmatizada. La separación cuerpo/mente en nuestra cultura es tal que cuando se habla de salud nos referimos en realidad al cuerpo, y las connotaciones que reciben uno y otro compartimento están totalmente polarizadas.

En los niños, sin embargo, no es así. Somos mucho más abiertos a la hora de aceptar la fusión cuerpo-mente en un niño: vemos con claridad que tiene una rabieta (emocional) porque está (físicamente) cansado; apreciamos con nitidez que lloriquea porque está incubando un virus; aceptamos que esté gruñón porque tiene hambre. Sabemos que cuerpo y mente van mano a mano en la infancia. 

Crecemos para olvidarnos de esta verdad absoluta. Los adultos, la mayoría de los adultos, tendemos a vivir en la mente. ¿Cuántas veces no te sorprendiste al ver que ya te habías terminado el plato y no recordabas habértelo llevado a la boca? ¿Cuántas veces caminaste de casa al trabajo de manera tan automática que no podrías describir ni una sola de las personas que se cruzaron en tu camino? ¿Te acostaste y la siguiente vez que miraste el reloj había pasado casi una hora en la que no recuerdas haber hecho nada? Estabas ocupada. Pensando. 

UNA prepara clases, organiza el menú de la semana, resiente algo que alguien le dijo, planea una sorpresa, toma una decisión, escribe un post, critica a alguien, y hace la lista de la compra: TODO ESTO de casa a la escuela. En un día mundano. TODO ESTO en la cabeza de UNA. Pero la vida real de esos veinte minutos se me escapó: me perdí el camino al cole, las sensaciones del milagro de mi cuerpo caminando, la orquesta de sonidos de fondo de mi vida. Me perdí mi vida esos veinte minutos.

No tendría importancia si no fuera porque preparar, organizar, resentir, planear, decidir, criticar, listar... es en lo que se ocupa la mente la mayor parte del tiempo, una mente disociada del cuerpo, manteniendo esa separación en la que intelectualmente muchos ya no creemos, pero que evidentemente todavía encarnamos. Vivimos en la mente y sólo nos acordamos del cuerpo cuando algo no funciona como debería: nos duele algo, nos escuece, nos sangra, nos pica. Nos urge. Somos capaces de definir nuestras sensaciones corporales si éstas son desagradables e incómodas, si llaman la atención, si requieren el traslado al médico. 

Pocas, muy pocas, son sin embargo las veces que nos dejamos aterrizar en el cuerpo y sentir todo lo que está sucediendo ahí, debajo de la azotea, justo donde sucede la vida. Las emociones no son sino sensaciones corporales, agradables o desagradables. Si nos parásemos a sentirlas, en vez de ornamentarlas con miles de pensamientos adosados como lapas, fluirían sin estancarse. Pero nos empeñamos, UNA la primera, en otorgarle significado a todo, en cosificar -diría Carlos- y hacemos pesado lo que de otra manera sería ligero. 

Es complicado desvincularse de la dicotomía cuerpo-mente y bajar al cuerpo, especialmente para las que nos apoyamos en la muleta de la palabra, como si lo que no se nombrara, no existiese. El pensamiento se nutre de palabras. La azotea de UNA parece un scrabble. Pero lo cierto es que la presencia, ésa de la que hablaba en el post anterior, ésa que te salva de la locura, ésa que es imprescindible para una maternidad consciente (para cualquier relación consciente, de hecho), sólo es posible bajando al cuerpo. Esto es lo que trabaja Carlos en sus talleres de conciencia corporal online de los miércoles. Por suerte, hay profesionales que se hacen eco de que salud pasa por presencia, por integración cuerpo-mente. Carlos López-Obrero es uno de ellos. Carmina Mariscal es otra: "La salud es una conquista personal".

Quizás, uno de los mensajes que deberíamos recolectar de esta pandemia sea que para sanar de este virus vamos a necesitar mucho más que una vacuna; que necesariamente la sanación ha de pasar por un cambio de mentalidad, y que éste requiere de presencia e integración.

Photo by Raphael Renter on Unsplash

Éste es mi propósito para el año nuevo y mi deseo para vosotras: bajar al cuerpo. Alineemos la azotea con las sensaciones corporales. Abramos la mente a lo que hay aquí ahora. Volvamos a ser niñas. Cuando estemos al borde de un ataque de nervios, escuchemos al cuerpo que lleva rato intentando hacernos ver que estamos extenuadas, que es hora de ignorar la lista de cosas por hacer y echarnos un rato al sol. Cuando estemos irritables, preguntémonos si aprieta comer o beber algo que nutra nuestro cuerpo. Si estamos llorosas, quizás sea hora de un mimo. Honremos al cuerpo.

Sobre todo, no esperemos a que algo nos duela, nos escueza o nos sangre para hacernos un poco de caso. Tratemos de prestar atención a las emociones agradables que también tienen su reflejo corporal. Ese momento de conexión con el-otro-que-no-eres-tú, ¿dónde te lo sientes? El gusto que da meterse en la cama después de un día largo, déjatelo sentir. La sensación de haber hecho algo bien, ¿dónde la notas? El placer al terminar un entrenamiento, permítete disfrutarlo. Goza.

Y cuando el ánimo no acompañe en estos tiempos difíciles que atravesamos, estate con él y baja al cuerpo también, pero no caigas en la tentación de abandonarlo, que solemos descuidarnos cuando más lo necesitamos: si estamos mal, comemos mal, dejamos de hacer ejercicio, dormimos a salto de mata. Pero es precisamente cuando el ánimo no acompaña que hay que empezar por el cuerpo. Tú cuida del cuerpo que el ánimo sigue. No le queda otra, ¿sabes? Son uno. Son UNA. Esto que ya sabemos en teoría, es mi propósito de año nuevo para UNA y mi deseo para vosotras que lo incorporemos en la práctica.


domingo, 27 de diciembre de 2020

El síndrome de Demasiado

Después de algo de reflexión y años de experiencia, UNA se da cuenta de que en la raíz de todo el estrés, del estrés de cualquier intensidad y tipo, está la palabra DEMASIADO metiendo cizaña.

DEMASIADAS cosas por hacer. La lista interminable: esa lista que, según vas tachando por arriba, va creciendo por abajo. Carmela, una amiga, me dijo que no hiciera listas: las listas agobian. A UNA, sin embargo, la organizan: UNA siempre hace listas. Pero con el tiempo UNA ha aprendido que, cuando la lista crece por abajo más rápido de lo que tacha por arriba, es tiempo de romperla y empezar otra nueva, más nítida, menos agobiante. Rafa, un amigo, me prestó otro truco: para cada cosa por hacer, pregúntate si es realmente importante o realmente urgente. Si la respuesta es no o si dudas, sácala de la lista. Así vas quitando las malas hierbas, las que añaden el epíteto de “demasiadas” a las cosas por hacer.

Eso es lo que hacemos: hacer, hacer, hacer. Es como una compulsión. Se nos olvida estar. Se nos olvida ser. Seguramente sea todo mucho más simple. Tiene necesariamente que serlo. Se nos olvida simplificar.


DEMASIADOS pensamientos empañan tu mente. UNA lo llama estar en modo-bucle. Detrás de un pensamiento viene otro, y éste a su vez se enzarza con otro, hasta que se forma una maraña que te impide ver con claridad: te roba la lucidez. El pensamiento horizontal de Gilbert del que ya os hablé funciona así. Las putas hormonas también tienen este efecto secundario. El victimismo igualmente provoca el modo-bucle. 

Pues para el modo-bucle, no hay otro remedio que aire, que corra el aire. A la calle, a tomar el sol: vete literalmente a paseo. En el modo-bucle normalmente se enreda el pensamiento recurrente de que esto va a ser así siempre, de que esto no pasará. Pero pasa, sí pasa. Se pasa con una buena dosis de aire fresco.


DEMASIADAS cosas acumuladas. Comprar, comprar, comprar. Vamos metiendo cosas que apenas usamos en rincones de armarios, compramos armarios para meter más cosas que apenas usamos, compramos casas para meter armarios con cosas que apenas usamos. Tener DEMASIADO, curiosamente, es una causa mayor de estrés. Digo curiosamente porque una de las estrategias que más utilizamos para lidiar con el estrés es irnos de shopping therapy, esa sensación de control que nos proporciona la tarjeta de crédito. Estamos estos días llenando las tiendas más que nunca precisamente porque es lo único que sentimos que podemos controlar en esta situación de descontrol global. Y, sin embargo, esta terapia-de-compras produce a largo plazo el efecto contrario: cuanto más tienes, más estrés. Sólo hace falta echar un vistazo a la generación de nuestros hijos, los eternamente-insatisfechos: cuanto más tienen, más quieren.

UNA anda estos días ordenando en casa, intentando quedarse sólo con lo que usa y deshacerse de lo que no necesita, y es casi imposible hacerlo a estas alturas de la vida. Tendría que tirarlo prácticamente todo, porque lo que UNA usa es poco, lo que UNA necesita es poco y, sin embargo, tiene mucho. UNA tiene DEMASIADO. Es el síndrome de nuestra era. De hecho, UNA concluye que es el síndrome que ha provocado que nos encontremos donde nos encontramos. Hemos drenado el planeta y éste se está sacudiendo, como un perro recién bañado.

Internet, con todas sus lindezas, no ha hecho otra cosa que agravar el síndrome-de-DEMASIADO. Internet no tiene fin. Internet es el culmen de DEMASIADO, su punto álgido exacerbado al máximo. Nunca podrás leer todos los libros, nunca podrás hacer todos los cursos, nunca verás todas las temporadas de todas las series, nunca jugarás todas las partidas. Hacer, hacer, hacer. No acabarás nunca. Podrás navegar hasta el infinito y más allá. No te dará la vida. Díselo a tu hijo:

- ¡Que lo dejes ya!

- ¡Pero es que aún no he terminado!

 Díselo:

- No acabarás nunca. 

El síndrome-de-DEMASIADO nos ha robado el placer de la tarea acabada. Del punto y final. Entras en tu correo electrónico y te espera el estrés de una bandeja de entrada plagada de emails. Enciendes el móvil y te aguardan las ciento ochenta notificaciones de mensajes sin leer.

Contra el síndrome-de-DEMASIADO, sólo cabe el antídoto de la presencia:

Esto es lo que estoy haciendo ahora

Sin distracción. Las posibilidades de distracción son DEMASIADAS. Ese antídoto, no obstante, requiere de cultivo. Estamos DEMASIADO inmersos en la cultura-de-DEMASIADO como para que nos salga natural.

Photo by Jan Canty on Unsplash


Cuando Paul hijo1 era pequeño, no captaba muy bien las connotaciones de la palabra y me decía:

 Mamá, te quiero demasiado

Pues eso, que de lo único de lo que no se puede tener DEMASIADO es del amor. Casi todo lo demás sobra.

 

martes, 24 de noviembre de 2020

La impostora

Cuando tenía no muchos años, todavía vivíamos en Valladolid, organizaron en el cole un concurso de poesía con ocasión del día de la madre. La señorita de lengua castellana y literatura nos obligó a participar en él, y nos dejó una hora de clase para escribir el poema. Estuve toda la clase entretenida, procrastinando el momento de escribir el poema, que me daba muchísima pereza, y en los últimos cinco minutos de aquella hora, garabateé cuatro versos mal sentidos en la cuartilla para salir del paso. 

Gané. 

Cuando me lo comunicaron, no daba crédito. Lo achaqué a mi bien trabajada fama de buena estudiante en el cole, pero desde luego no a aquel poema. Me daba muchísimo reparo haber ganado, porque no le había puesto ningún esfuerzo; ni siquiera me había sentido inspirada por la ocasión, ya que en casa siempre nos habían aleccionado que el día de la madre lo inventó el-corte-inglés, y pasaba cada año sin pena ni gloria.

El caso es que, con motivo del premio, nos convocaron a la familia y a UNA a una celebración en el comedor del colegio, en la que tuve que leer mi poema delante de un buen puñado de alumnas, y otros tantos padres y madres. Pasé mucha vergüenza porque UNA sabía que el poema no era bueno, y se sentía totalmente como una impostora que hubiera engañado al personal. Sentí que, al leerlo en voz alta, se iba a descubrir todo el pastel; toda la gente presente iba a darse cuenta de que el poema no valía un duro, y encima se verían obligados a aplaudirlo porque es lo que se hace en estas ocasiones. 

Lo peor vino después, cuando la niña que había ganado el segundo premio lo leyó en voz alta. Su poema era precioso. ¡Precioso! Todo rimaba, estaba plagado de sentimiento, era emocionante. UNA-niña miraba a mi madre y pensaba: ¡qué decepción tendrá la pobre! Seguro que habría preferido ser la madre del segundo premio que había escrito aquel poema divino inspirado en su madre

Como premio, me regalaron una libreta amarilla de Snoopy: cada vez que escribía en ella, volvía a revivir toda la sintomatología del síndrome de la impostora.

Pues bien, esta anécdota mundana me viene como anillo al dedo para explicar uno de los sentimientos que, junto con la culpa, han acompañado mi aventura maternal desde sus comienzos: la sensación de ser una impostora, de estar haciendo de madre sin serlo, de estar fingiendo, representando un papel que no me corresponde. Cuando los niños eran bebés o muy pequeños, este síndrome lo llevaba con bastante soltura, pues era como jugar a las muñecas pero con la diferencia de estar cansada todo el tiempo. A medida que han ido creciendo, lo he ido acusando más: el síndrome, me refiero; el cansancio físico ha remitido un poco, ahora más bien es psicológico.

Cuando tuve mi peor momento madre, hace ya tiempo (aunque luego he alcanzado algunas otras cotas igualmente lamentables), UNA llamó a una amiga en busca de consuelo, y mi amiga me aconsejó que le pidiera perdón a mi hijo, una práctica -la de reparar- que entonces aún no figuraba en mi repertorio, por todas las teorías sobre la maternidad que traía de herencia familiar y legado cultural:

- Tengo miedo-, le dije- de que piense que no sé lo que estoy haciendo

lo cual básicamente se reduce al miedo de que mis hijos descubran que soy una impostora.

- ¿Te crees que él no lo sabe?, me contestó mi amiga confirmándome todos mis miedos. 

Huí de ella, porque -escucha- cuando una madre está en un momento vulnerable, un momento de confesión, sumida en culpa y vergüenza, lo que necesita es compasión, mucha compasión, y no que la hagas sentir peor confirmándole sus peores miedos. Ya habrá momento para eso.

El caso es que ese momento-cruella-de-vil de mi amiga me vino que ni pintado para acercarme a aquel niño y reparar y pedir perdón, lo cual vino a sellar un-antes y un-después en mi maternidad, abriendo espacio a la vulnerabilidad, como os conté en Por favor, no romper nada. La apertura de este espacio es uno de los logros maternales que más valoro, aunque no nació precisamente de mis valores (si bien coincide con ellos), sino más bien de esa sensación de "total, si ya se dan cuenta de que soy una impostora, qué más da dejárselo ver abiertamente"; y supuso romper con muchos tabúes que traía puestos la UNA-antes-de-ser-madre, ruptura que ensancha la respiración. Paradójicamente, cada vez que reparo, cada vez que la cago y luego me tomo el tiempo de reparar la cagada, me siento menos impostora y más auténticamente madre.

Yo no sé si mi amiga-cruella tenía razón y efectivamente mi hijo se dio cuenta en aquella ocasión de que UNA es una impostora. Lo que sí te puedo decir con certeza es que, una vez adolescentes, se dan perfectamente cuenta. Paul hijo1 me hizo un día un comentario sarcástico sobre los libros de maternidad que ocupan una esquina de mi librería en el salón y sentí que me escalaba toda la vergüenza que subió a mi rostro infantil en aquel comedor de cole el día que gané el premio y tuve que leer el poema en voz alta. Se está dando cuenta, pensé ante el sarcasmo adolescente de mi hijo, de que este poema es una mierda y UNA es una impostora.

Ha habido muchos momentos-madre-libreta-amarilla-de-snoopy, muchos momentos en que se ha puesto en evidencia que UNA no tiene ni pajolera idea de lo que está haciendo; que, salvo momentos puntuales de lucidez, UNA viene improvisando; que UNA es en realidad una impostora; y que lo único que le hace madre a UNA es el hecho físico de tener tres personitas viviendo conmigo en casa. 

Pero es que, además, a mi alrededor ha habido a menudo muchas-madres-segundo-premio recitando sus poemas perfectamente rimados: madres que se lo curran, de las que cosen los disfraces de sus hijos en vez de comprarlos en el chino; de las que se comen siempre el filete más pequeño; de las que nunca discuten con su Peter delante de los niños; de las que no gritan; de las que saben qué es lo que hay que decir y qué es lo que hay que hacer sin tener ni un libro de maternidad en su librería; cuyos hijos no las han visto llorar o por lo menos no tanto; que nunca se han acostado antes de que sus hijos se acostaran ni nunca se han levantado después de que sus hijos se levantaran; que encuentran el punto justo entre ser flexibles sin caer en la permisividad y ser estrictas sin caer en el autoritarismo; que nunca olvidaron meter en la mochila la merienda del cole...

NATURAL BORN MADRES 

Madres naturales, las llamé en otro post: que les sale ser madres; que la maternidad les viene dada; sólo tuvieron que meter alguna personita nueva en casa para materializar lo que ya traían de fábrica. 

Mi Valentina era así. 

Me alegro de al menos habérselo halagado en vida.

A veces pienso que perdería absolutamente toda la credibilidad con mis hijos (la que me queda, si me queda alguna) si se asomaran a la cabeza de esta impostora y vieran la que hay allí montada: parece un patio de recreo, con un montón de personajes infantiles a su p*** bola. 

Y sí, se intuye la presencia de una seño vigilando... pero no se la ve.

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lunes, 16 de noviembre de 2020

Lo sagrado

UNA lo va a contar no cómo pasó, sino como UNA lo recuerda. Porque, al final, eso es lo que importa: no lo que pasa, sino cómo lo recuerdas. Si tienes hermanos, sabes que esto es un hecho: UNA tiene tres hermanas, tuvimos la misma infancia y, sin embargo, son cuatro infancias completamente distintas cuando nos ponemos a hablar de ellas. Pues eso.

Como ya os relaté en el post de La vida eterna, estuve en un colegio del Opus Dei desde 2º de EGB hasta 6º: eso en años es desde los 7 hasta los 12. Una edad muy tierna. Una de las prácticas que más me marcó en esos años fue el sacramento de la confesión. Había confesión martes y viernes. Era obligatorio confesarse al menos una vez a la semana. Nos confesábamos por orden de lista, con eso te lo digo todo.

Examen de conciencia: 

Niña, tienes que escanear lo que has hecho durante la última semana, encontrar TODO LO MALO y anotarlo en tu cabeza para que no se te olvide. Al final, niña, te harás experta en esto: en cuanto hagas algo mal, te harás enseguida consciente porque "esto lo tengo que confesar."

Dolor de los pecados: 

Que te duela, niña, que lo has hecho mal: siente culpa, niña, avergüénzate. 

Propósito de enmienda: 

Propónte, niña, ser mejor de lo que eres porque, niña, tú estás rota por dentro; vienes mal hecha de fábrica.

Decir los pecados al confesor: 

Métete en esa habitación pequeña, claustrofóbica, niña, y cuéntale a ese señor que no conoces todo eso malo que has hecho, niña, todo eso que ni siquiera tu mamá ni tu mejor amiga saben. Desnuda tu alma ante ese extraño. Tienes que darle a ese desconocido tu momento de mayor vulnerabilidad.

...y cumplir la penitencia: 

Sólo es rezar, niña, pero tienes que cumplir el castigo, porque si no, no estarás limpia por dentro: seguirás manchada de pecado. Que no te vas a ir de rositas, niña.

Este proceso, obligatorio y semanal, era imprescindible antes de comulgar. La comunión, la conexión con dios que es amor, pasaría por todo lo anterior. 

Para llegar al amor, tienes, niña, que escanear tu maldad, sentirte mal por ella, proponerte ser menos mal, mostrar tu vulnerabilidad a un desconocido y cumplir castigo. 

Todo en aras de volver a sentirte limpia; todo en aras del amor y de la conexión.

UNA no es psicóloga, pero no hace falta serlo para ser capaz de advertir que, a primera vista, esto es una barbaridad. Golpea de lleno todas las premisas de disciplina positiva de la psicología infantil actual, ésa que considera que una persona, sin importar lo chiquitita que sea, conserva su condición de persona.

UNA se para a pensar y detecta enseguida cómo, esa práctica, llevada a cabo semanalmente durante cinco años de infancia, dejó huella indeleble en UNA. Quizás no la dejara en otras miles y miles de niñas que hiciera
n lo mismo, pero sí en la sensibilidad de UNA. Y permíteme que dude que mi caso sea el único. 
Mi manera de detectar todos mis errores mucho antes y con mucho más relieve que mis aciertos (examen de conciencia); mi hábito de fustigarme por esos errores que se transparenta en la culpa que tiñe Una_Vida_Mundana de principio a fin (dolor de los pecados); el sentimiento de que, haga lo que haga, UNA no llega a ser nunca suficientemente buena, hay algo roto ahí dentro (propósito de enmienda); la necesidad imperante de confesar cuando hago algo mal, de contarlo, de pedir perdón (decir los pecados al confesor); y el tirarme al barro después para cumplir la penitencia. 
Cumplir la penitencia. Me refiero aquí al autocastigo. Eso lo hacemos muchas, ¿no? El autoboicoteo. Llevas una dieta a rajatabla, cometes una pifiada en el trabajo y te pegas el atracón del siglo. ¿Por qué cuanto más te necesitas, más te fallas? Te vienes abajo por un desatino que has cometido y, en vez de acariciarte yéndote a hacer eso que tanto te gusta, en vez de aliviarte pegándote una sesión doble de aquello que te hace sentir bien, te dedicas a la práctica de lo que Elizabeth Gilbert llama el pensamiento horizontal, es decir, te tumbas a rumiar tu desatino, que es justo lo que menos te conviene.

Recuerdo una vez que una muy buena amiga me contaba que sólo veía a su marido al final del día y, ocasionalmente, estaban irritables por el cansancio y se enfadaban a la mínima. Cada vez que esto sucedía, ella cogía y se iba a la cama. Reflexionaba así mi amiga: 
- "¡Coño es que soy tonta!, encima del cabreo que me pillo con él, me castigo sin cenar y sin ver nuestra serie". 

... y cumplir la penitencia.

La confesión es un sacramento.
Sacramento viene de "sagrado momento".
Lo sagrado para mí sería permitir que una niña decida si y a quién contarle sus peores momentos, en vez de obligarla a contárselo semanalmente a un desconocido.
Lo sagrado sería alentarla a escanear sus acciones para detectar qué es lo que sí ha hecho bien;
qué es lo que la honra;
qué la hace especial.
Lo sagrado sería enseñarle desde pequeña a quererse a sí misma, enseñarle la autocompasión, a perdonarse primero ella antes de pedir perdón, y no a pedir perdón por/con culpa o vergüenza. 
Lo sagrado sería hacerla verse limpia por dentro sin necesidad de pasar por la aduana del castigo.

UNA ya no es religiosa (no es difícil adivinar por qué) y no está educando a sus hijos en valores religiosos, pero lo que vengo a decir aquí es, ¡cuidado!, mucho cuidado en cómo se transmite la religión en la infancia, porque efectivamente son edades muy tiernas que pueden dejar llagas de por vida. UNA, a estas alturas de la vida, entiende la religión como una creación humana para aliviar la angustia inherente a su condición; a la certeza de la muerte; al hecho de que nos hayan desparramado por aquí sin nadie a cargo, sin nadie para contestar a las preguntas y dar explicaciones. En ese sentido, me parece un mecanismo de defensa y un ejercicio de creatividad loable. Lo que me parece aberrante es que la religión, mal entendida, al final se convierta en otra causa más de angustia, que es precisamente lo que pasa si nos aferramos a su disciplina y a sus mandamientos sin piedad.

Este post quizás haga escocer algunas pupas. En cuanto se tratan temas como religión o política, suele pasar, y quizás pierda alguna lectora por hereje. Pero recuerda que lo que UNA te ha traído aquí es el escozor. 

La pupa estaba ahí de antes.

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jueves, 12 de noviembre de 2020

Recomponerse

Cuando estábamos solteros, jugábamos mucho a un juego que me viene repetidamente a la cabeza estos días. Seguro que has jugado alguna vez. Es muy entretenido. Antes de empezar el juego, se colocan las piezas de madera, cruzándose por capas, hasta formar una torre. A continuación, los jugadores se turnan para retirar una pieza de la torre y equilibrarla en la parte superior, creando una estructura cada vez más inestable. Si la torre se cae en tu turno, pierdes.

Pues así siente UNA su bienestar emocional, como una torre que se va desequilibrando a medida que se van retirando piezas. Se acaba el verano y volvemos a la rutina que, sin embargo, este año viene teñida de incertidumbre: una pieza. UNA empieza a estar descolocada. Estamos en contacto estrecho con un positivo y nos confinan justo al empezar el curso: otra pieza. En ese segundo confinamiento, UNA todavía se remanga y sigue jugando. Luego vuelve a sus clases y sus alumnos, pero la nueva realidad del aula, con sus mascarillas y sus geles hidroalcohólicos y su alumnado asustado, hace resbalar otra pieza fuera de la torre. Muere mi Valentina: tres piezas de golpe. Si bien la metáfora de las tres piezas para referirme a la muerte de mi amiga me parece desafortunadamente mundana y para nada justa con la desolación sentida, la uso no obstante en aras de la visualización del manotazo a la torre. Las ráfagas adolescentes de Paul hijo1: pieza. El infarto de un amigo en circunstancias peculiares; el fallecimiento fulminante de un vecino muy apreciado; a mamá hay que quitarle un carcinoma; su hermano a su vez está ingresado... Piezas, piezas, piezas y más piezas, que van retirando de la torre las manos sin control. 

Entonces, un día pasa algo, puede ser cualquier cosa, no tiene por qué ser necesariamente algo demasiado grande, pero el desequilibrio de la torre de UNA ya ha alcanzado cotas insostenibles. Peter se encuentra mal. La preocupación empuja pieza fuera. Peter da positivo. La torre de UNA se desmorona. Otra vez a meter a mis tres reyes en ese coche; a hacernos esas pruebas; a esperar resultados. Otro confinamiento: el tercero ya.

Me llama una amiga y me pilla llorando. Se sorprende mucho; se preocupa. No entiende que para UNA llorar es la nueva normalidad de la torre desmoronada. 
¿Sabes por qué le cuesta entenderlo? Porque hay dos tipos de mujeres. Están las mujeres como UNA: somos el sexo débil. Pero luego están las mujeres como la amiga de UNA: ellas son el sexo fuerte. A ellas también les han ido robando piezas de su torre. Las piezas que le han robado a la amiga de UNA te aseguro que son mucho más pesadas que las de UNA. Pero este tipo de mujeres, mujeres-guerreras, tienen el atractivo de una fortaleza interior que les permite mantener en equilibrio una torre agujereada: es como si, a medida que las manos descontroladas les fueran dejando huecos en la torre, ellas los fueran rellenando con andamios. Mientras UNA se ahoga en un vaso de agua, ellas flotan en el océano.
Algunas de las mujeres de las que he escrito en Una-Vida-Mundana son así, como mi Valentina o mi hermAna; o esta otra amiga de la que te hablo ahora, y a la que ya te mencioné al principio de la pandemia porque trabaja en el-otro-lado .
Comentábamos el otro día esa diferencia entre ella y UNA a la hora de plantar cara a vendavales, y ella bromeaba: 
- Es que yo soy como Scarlett O'Hara... con su mítica frase... "ya lo pensaré mañana". 
Aquí está el vídeo, por si no conocéis la escena:


Si las mujeres del sexo fuerte ya lo pensarán mañana, las mujeres del sexo débil -como UNA- somos más bien como la Scarlett O'Hara del momento justo después de la mítica frase, cuando se tumba en las escaleras a llorar y a rumiar las palabras del tipo. Eso es: somos rumiantes. UNA es rumiante.

"Resiliencia", esa palabra que ahora se oye tanto y antes desconocíamos (como "empoderada"), es la clave en la que estriba la diferencia entre las mujeres-guerreras y las desmoronables como UNA. Mi amiga me contaba una de sus estrategias de resiliencia: 

- Yo siempre pienso que hay mucha gente con mil circunstancias peores... 

¿¡Hola!? Para UNA ese pensamiento -que hay gente que lo tiene mucho peor- junto con la culpa que conlleva -¿cómo puedo estar así de mal cuando hay gente que lo tiene mucho peor?- son un par de piezas más fuera de la torre.
Ni qué decir tiene que las débiles encontramos cuando menos inspiradora la resiliencia de las fuertes. Hace poco ella tuvo un par de golpes que le derribaron de repente varias piezas de su torre. Le dije: 

- Escribe: escribir es terapéutico. 

Me contestó: 

- Lo veo complicado. Tengo mucho lío logístico y para mí dormir es primordial, cariño.

Ni que decir tiene que UNA lleva semanas sin pegar ojo. Mira a qué hora publico esta entrada, el título de la cual es de otra mujer-guerrera, de otra amiga inspiradora que, en otra ocasión que también se me abatió un poco la torre, me dijo:

- Ahora sólo queda recomponerse.

La savia femenina del sexo fuerte es de una sabiduría admirable. De quitarse el sombrero.

Recomponerse antes de plantarle cara al siguiente vendaval. Que no sabe UNA por dónde le vendrá la mano.

lunes, 12 de octubre de 2020

Vecinos

Ya os conté que durante el confinamiento uno de los sonidos que me rescataba era el de los pájaros. Pues bien, en el devenir de la vida cotidiana, uno de los sonidos que más me relaja es el de mis vecinos. Me explico. Como UNA se pega los madrugones que se pega, no tiene más remedio que acostarse temprano. Pues bien, mi dormitorio da a un patio y a ese mismo patio da la cocina de mis vecinos de abajo: una madre con sus dos hijos, chico y chica, y la abuela a veces. Cuando UNA ya se está acostando, ellos a menudo aún están cenando o recogiendo la cocina. Y UNA los escucha hablar. Ese ruido, lejos de atormentar mis intentos por dormir, me relaja profundamente; me da cierta sensación de seguridad, de estabilidad, porque UNA comprueba que hay gente normal con vidas normales.

En esa cocina no hay gritos constantes ni peleas constantes como en la de UNA. Todos son corteses. Se piden las cosas por favor, no se amenazan, no insultan. Reina la paz sin que haga falta que nadie grite "¡tengamos la fiesta en paz!". Parece como si los estuvieran grabando. De hecho, ésa es una estrategia que UNA utiliza a menudo en casa para no perder la paciencia con tanta frecuencia como suele: la de actuar como si nos estuvieran grabando, como si hubiera algún testigo de la escena idílica familiar. Claro que mis hijos se dan cuenta enseguida y me aprietan con un "¿qué te pasa que pones esa voz zen?"; y no cesan hasta que se me pasa y pego un grito que es a lo que están más acostumbrados, recuperando así su tan ansiada normalidad.

A mis vecinos, no obstante, les sale natural. Se nota que no fingen. Las frases les salen sin palabros, las voces sin gritos. Parece no sólo que se quieren, sino también que se llevan bien. El otro día la chica le anunciaba a su madre que se iba a la cama y la madre le preguntaba con pena: "¡¿YA!? ¿Ya te vas a la cama? ¿No te quedas un ratito más con nosotros?". En cambio, UNA en casa parece estar siempre deseando que los niños se acuesten y les manda a la cama antes de lo convenido; y ellos protestan "¡¿YA!?", en un tono muy pero que muy distinto al de mi vecina.

El caso es que UNA -casi siempre- en la calle, en el trabajo, en los eventos sociales de los cuales cada vez hay menos, parece normal. UNA y la familia de UNA parecemos bastante normales. Pero tendrías que vernos en casa. El porcentaje de tiempo-de-conflicto supera en creces al porcentaje de tiempo-de-paz (tiempo-de-paz es el que impera en casa de mis vecinos) aunque, todo hay que decirlo, el tiempo-de-conflicto se ve sensiblemente disminuido de manera proporcional al aumento del tiempo-de-pantalla: es decir, si quieres parar las peleas, dales una tablet. El volumen es tan desorbitado como el caos y el desorden, así que imagino la cocina de mis vecinos tremendamente nítida y ordenada, como si Don Limpio pasara a ráfagas cada vez que a alguien le da por abrir la boca.

UNA se pregunta muchas veces por qué: por qué la familia de UNA no es normal, y a veces lo achaca a UNA, que ya ha confesado la debilidad de su salud mental en entradas anteriores; a veces lo achaca al número impar de los hijos, al sexo predominante por estos lares, a la escasa distancia entre sus edades; o a la peculiar danza en la relación entre Peter y UNA. A veces, UNA simplemente se consuela así: lo que ocurre en la familia de UNA es lo normal de la familia de UNA. Lo que no es normal es lo que ocurre en la casa de la pradera de abajo.

Gusi hijo2 estaba clasificando a una pandilla que acababa de conocer y dividiendo a sus miembros entre "pijos" y "canis", y se refirió a uno en concreto diciendo: "ése no es ni pijo ni cani; ése es normal". Y Paul hijo1 le contestó: "¿pero qué es normal?".

Pues eso, ¿qué es normal? 

UNA no puede dejar de envidiar lo que tienen los vecinos de abajo, especialmente teniendo en cuenta lo que UNA se lo curra, al menos mentalmente, de lo cual -creo- da fe este blog de mi vida mundana. 

¿Sabes lo que UNA no envidia a los vecinos de abajo? El ruido que tienen que soportar de sus vecinos de arriba. Un día subió mi vecina a darme un paquete que le habían dejado en mi ausencia y le abrió Dolfete hijo3. Vestido de Spiderman. Creo que ése fue el día en el que definitivamente renuncié a mantener mi imagen social de "normal" frente a ella. Si me la encuentro en el ascensor, ya he aceptado que el concepto que tiene de UNA está totalmente deteriorado. Esa especie de rendición es muy liberadora. 

Dice Peter que los de abajo son los Flanders y nosotros somos los Simpson. Los Simpson con tres Bart.




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miércoles, 7 de octubre de 2020

Elegir

El poder que otorga la ciencia a las teorías genéticas y el que otorga la pedagogía a las teorías educativas han dejado muy poco espacio para respirar a la libertad. Me estoy refiriendo al "es que soy así, no lo puedo evitar". ¿Visteis la película Las Amistades Peligrosas? "No lo puedo evitar" es la justificación que todo lo justifica, una frase-paraguas para cualquier chaparrón: Soy así, nací así, es mi carácter, mi temperamento, lo he heredado. 

No lo puedo evitar. 

Ésa sería la teoría genética. 

La otra, la pedagógica, es la que deposita toda la culpa sobre los padres. La criatura es así porque la madre (o el padre) es así, y la han educado de esa manera, o le han servido de modelo: la criatura no lo puede evitar porque lo ha mamado. 

Estos dos cuerpos teóricos, el genético y el pedagógico, que a menudo se reparten en porcentajes dependiendo del manual, han dejado, como digo, poco espacio a la libertad individual, al poder de la elección; y presentan a la criatura, y al adulto en que se termina convirtiendo la criatura, como víctima de sus genes y de la suerte de su educación. De este victimismo se aprovecha la psicología barata.

Elegir, no obstante, es sin duda la facultad más humana, de la que -calculo- carecen el resto de animales. La que nos distingue. Ante una misma situación, uno puede dejar que elijan los genes, puede dejar que elija la educación, o bien, puede apelar al poder humano de decidir, de elegir la reacción. Como la eLECCIÓN de mi hermAna narrada en El espacio dentro de la piel ante su esclerosis múltiple o la eLECCIÓN (profundamente agradecida) de mi rosa casi perfecta, de Valentina, ante su cáncer en El lazo rosa. Para poder elegir, hay que tener muy claros los valores. ¿Y quién se para en estos tiempos a calibrar los valores?

Valentina viaja ahora en mi mochila. A Valentina la despertaron de su sedación para despedirse de los suyos cuando ya todo estaba perdido. ¿Y qué hizo Valentina? Cuando ya estaba todo perdido, eligió. Eligió no darlo todo por perdido. Y, a través de su marido, desde su agonía nos mandó un mensaje a las amigas: "que no estemos tristes, que pensemos en ella con alegría"; y dejó en herencia un mensaje a sus tres seres más queridos: "que se quieran muchísimo, que hagan piña". En su final, Valentina no pensaba en Valentina; Valentina pensaba en el-otro-que-no-era-ella llevando así el valor de la empatía hasta su último eco.

La dignidad no es otra cosa que elegir bien una reacción. En la elección, por supuesto, entran en juego otros factores como el cansancio. Por muy claros que tengamos los valores, todas sabemos que somos mucho mejores madres recién levantadas que al final de un día de prisas y jaleo. Nuestros peores-momentos-madre siempre coinciden con falta de sueño, o con cansancio, e incluso hambre. Como los peores-momentos-criatura.

Ante la pérdida de dignidad por una mala elección, nos sentimos necesariamente mal. Ése es nuestro castigo. Siempre se lo digo a los niños: el peor castigo por haber hecho algo mal es cómo te sientes después de hacerlo; es la culpa. No hace falta otro. Por eso UNA no es partidaria de castigar. 

La culpa, a pesar de su amargura, es sin embargo el portal hacia la recuperación de la dignidad. No es cómo eres, no es que no puedas evitar cómo eres; es lo que has hecho, es que has elegido mal. Ante la culpa, siempre queda la posibilidad de pedir perdón. Pedir disculpas es otra elección que vuelve a hablar de ti, y lo hace bien y alto.

A mis pequeños también les digo que hay un momento en el que la labor educativa de UNA tiene un límite y que, más allá de ese límite, UNA no puede entrar: "Al final, tú eliges cómo quieres ser". UNA ya te ha enseñado a distinguir lo correcto de lo incorrecto: a estas alturas, ya lo sabes. Pero UNA no puede elegir por ti: tú eliges cómo quieres ser. Por poner un ejemplo, algo tan mundano como las palabrotas, que en casa a UNA no le gusta que se digan, "si tú luego decides decirlas fuera de casa, ésa es tu elección". UNA no puede, y sinceramente no quiere, controlar todo lo que hagas ni todo lo que digas, porque entonces no tendría hijos, sino marionetas. Y ya hemos hablado aquí de la caricatura que es una madre de marioneta.

A estas alturas, hijos míos, sólo espero haberos enseñado a hacer elecciones que os revistan de dignidad. Y que, cuando perdáis la dignidad por una mala elección, una elección cansada o hambrienta o soñolienta, sepáis recuperarla pidiendo perdón. 

Al final, lo que dota a la vida de sentido es saber ejercer la libertad individual teniendo al-otro-que-no-eres-tú en el corazón.


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lunes, 21 de septiembre de 2020

La vida eterna

Cuando UNA estaba en 3º de EGB, 8 años, asistía a un colegio del opus dei, lo cual probablemente tenga mucho que ver con mi agnosticismo adulto. Los extremos nunca son recomendables. Esto se me dibuja en la misma línea que el hecho de que mi madre nos pusiera de merienda higos secos con nueces y UNA-niña se pasara el recreo mirando con envidia los tigretones ajenos, lo cual tendría un efecto rebote en atracones de panteras rosas por UNA-adulta y probablemente tenga que ver con la inestabilidad de mis niveles de azúcar. El caso es que la impresión que me produjo la religión entendida a la manera del opus dei, junto con la mezcla explosiva de inteligencia y sensibilidad de UNA-cría de 8 años, supuso que me obsesionara con temas tan poco mundanos como la vida eterna. En mitad de la noche, me agobiaba pensando que si la vida después de la muerte era eterna, ¿a qué íbamos a esperar? Me pasaba a la cama de mis padres, que trataban de calmarme hasta quedarme dormida con una paciencia y delicadeza que ahora UNA-madre, sabedora del mérito que eso conlleva en mitad de la noche, admira devota con efectos retroactivos.

Mis padres, en tiempos de crisis, eran muy proclives a buscar ayuda experta externa. Así, en mis días de obsesión con la vida eterna, y sin que UNA-niña lo supiera, hablaron con el párroco de la misa de 12 de los domingos, que era menos opus dei y más ufano, tratando de que me pintara un futuro eterno menos sombrío. Igualmente, hablaron con mi tutora de 3º, la señorita Consuelo. Un día, robándome mi recreo y parte de la clase de gimnasia, la señorita Consuelo me llamó a tutoría y disimuladamente me preguntó por mis preocupaciones, que UNA-niña no quería compartir con ella, pues eran demasiado grandes como para compartirlas fuera de la cama de mis padres y mis noches de angustia. Frustrada porque UNA-niña no accedía a abrirle su alma, a la señorita Consuelo no le quedó otra que recurrir a una cita de la biblia:

Cada día tiene su propio afán

UNA-niña no sabía aún que significaba afán y estaba demasiado pendiente de sus tripas, que sonaban muy fuerte en ese momento reclamando la merienda, como para pararse a procesar aquella sentencia.

Cuarenta y tantos años después, la voz de la señorita Consuelo y esa frase, me vuelven cada mañana a modo de mantra. Me resuenan por dentro en mitad de la travesía surrealista de la pandemia. En esta segunda fase de la-dimensión-confinada en que se encuentra la-familia-de-5, Peter y UNA tuvimos que pasar un buen rato de la primera mañana cancelando citas: el otorrino, la fisio, el corte de pelo de Paul hijo1, el entrenamiento de fútbol de Gusi hijo2, la foto de estudio que íbamos a regalar a la abuela por su cumpleaños, la salida de senderismo con María del Mar, las reuniones en la escuela. De repente, todo cancelado. Me vino como un flash el recuerdo de los días tras la muerte de mi padre, cuando tuvimos que devolver todos los bártulos y medicinas que habíamos comprado para una vuelta del hospital que nunca se produjo. 

Los adultos vivimos en google calendar. Los niños, salvo mezclas explosivas como la de UNA-cría que tienen la mente en la vida eterna, por lo general jamás se levantan y preguntan: 
¿Qué vamos a hacer el jueves de la semana que viene?
¿Qué vamos a hacer en semana santa?
¿Dónde vamos a estar en la primavera del 2023? 
Como mucho, preguntan: 
¿Qué vamos a hacer hoy?

Cada día tiene su propio afán

Cada día tiene su propio afán

El afán, de vuelta en la-dimensión-confinada, ha borrado en plan tsunami todos los colores de la agenda del móvil. Esta pandemia me ha regalado de vuelta un mantra que nunca debimos haber olvidado. Con todo el desasosiego que produce la falta de rutina con que este curso amenaza, el caos que se avecina, el desorden doméstico y laboral, el puto virus sin embargo nos está recordando a gritos que cada día tiene su propio afán. Ya está. Hoy es lo que importa. Lo que vayas a hacer hoy. Cómo decides hacerlo. Y con quién lo hagas. Cada día tiene su propio afán y el afán ahora ha de consistir en aprender a cancelar citas mentales futuras de esa vida que ya no es tan eterna.

¿Qué vamos a hacer hoy?

Afanarnos en hacer lo que debamos lo mejor que podamos. Ser amables. Pedir perdón cuando no lo seamos y empezar otra vez. Hoy. Cada día. 

Porque, para un ratito que vamos a estar por aquí, no nos lo vayamos a pasar enfadados con el mundo. 






viernes, 18 de septiembre de 2020

Remangados

Los últimos días le han regalado a la familia-de-5 unas cuantas experiencias que vienen a confirmar lo que ya está en boca de todos a estas alturas: esta crisis está mal gestionada y probablemente se va a alargar más en el tiempo por esa mala gestión. No estoy hablando de ningún partido político en concreto, sino de la gestión administrativa en general: la sanitaria y la educativa, tanto nacional como autonómica.

La impresión de UNA como ciudadana-de-a-pie es que de arriba abajo los políticos van echando balones fuera, dando vueltones de tortilla, lavándose las manos (puede que literal pero desde luego también metafóricamente) de manera que al final las decisiones, las verdaderas decisiones, las realmente difíciles, quedan para los trabajadores del último escalafón de la jerarquía. Los que menos cobran, por cierto. Los que probablemente más trabajan también. Los más pringados. Al final, no estamos hablando de administraciones ni de partidos políticos: estamos hablando de personas haciendo más de lo que deben lo mejor que pueden con los pocos recursos que tienen en mitad de una crisis sin precedentes. Sin precedentes y sin liderazgo.

UNA estuvo el domingo en una comida familiar. Con sus tres reyes. Con Peter y la familia de Peter. El martes un sobrino de Peter que estaba en la comida dio positivo en coronavirus y nos avisaron. Empezó entonces un recorrido telefónico por todos los números de teléfono disponibles de asistencia sanitaria. Entre el martes por la tarde y el miércoles por la mañana UNA pasó literalmente horas tratando de informarse de qué es exactamente lo que UNA debía hacer. Y recibió información dispersa y contradictoria al respecto. Dependiendo de con quién hablara, lo que UNA tenía que hacer era radicalmente distinto: llevar a los niños al colegio o no llevarlos, esperar a que nos localizara el rastreador o solicitar directamente en el centro de salud una PCR, alertar al colegio o no alarmar todavía, ir a trabajar o no ir. Eran varias decisiones simultáneas y el asesoramiento dependía de la persona con la que diera en el teléfono en ese momento. UNA, que de resiliencia poco, se encontraba desorientada y un poco abrumada. El miedo se hincha como un globo cuando las directrices son dudosas y a medida que el desconcierto va ganando momento. Al final UNA tuvo que tirar de una amiga sanitaria para poner un poco de cordura al asunto: no ir al cole, no ir al trabajo. Asegurarme de ser rastreada. PCR en un coche con mis tres reyes muy asustados el mismo miércoles por la tarde. UNA- confiesa- a estas alturas de esta historia surrealista también asustada. 

Peter, por su parte, ya en Málaga, atravesaba un proceso similar pero completamente diferente, pues la actuación de su centro de salud y la del mío distaban mucho de asemejarse en algo. Estamos hablando de provincias de la misma comunidad autónoma, del mismo país. Pero el proceso de Peter y el proceso de UNA no han tenido puntos en común simplemente por estar en ciudades diferentes, o en centros de salud distintos.

¿Sabes lo que le hubiera ayudado a UNA durante ese martes y miércoles horribilis? Tener las cosas claras; saber exactamente qué hacer, dónde llamar, a quién preguntar, dónde dirigirme: 

1. Niños al cole: NO.
2. UNA al trabajo: NO.
3. Esperar a la llamada del rastreador para que te dé hora y cita de PCR. 

Punto. 

Por cierto que el rastreador es hasta el momento la única voz serena y segura que me ha dado instrucciones claras sobre las decisiones a tomar, además de la amiga sanitaria de UNA. Pero no todo el mundo tiene una amiga sanitaria. ¿Sabes qué hace falta para tener las cosas claras? 
Liderazgo firme. 
Uniformidad de actuación. 
Instrucciones no sólo claras sino también expertas.

Eso es precisamente lo que está faltando y fallando en esta crisis donde parece que de lo que se trata es de depurar responsabilidades. Al final, si UNA se muere que la culpa sea de UNA: éste parece ser el leitmotiv. ¿Entonces para qué votamos? Porque a día de hoy, si hay elecciones, UNA vota al rastreador o a la amiga sanitaria de UNA.

Este panorama desolador se traslada al terreno educativo multiplicado por el infinito y más allá. Aquí UNA habla como madre y como profesora. Las instrucciones, poco claras y tardías, recibidas por los centros colocan -de puntillas, como para que no se note- la responsabilidad en éstos. Los centros comienzan el curso debatiendo en sus claustros decisiones que son mucho más grandes que ellos mismos: somos docentes, formados para enseñar; no somos expertos en temas sanitarios. De hecho, no tenemos ni siquiera todos los datos sobre la mesa para tomar decisiones acertadas y, sin embargo, desde arriba nos han dejado esas decisiones a nosotros. UNA no puede evitar pensar que se trata de que si, al final algo sale mal, la culpa sea nuestra, de los que tomamos las decisiones erróneas, porque aquellos a los que votamos y pagamos para tomar las decisiones lo único que hicieron fue elaborar un montón de documentos que nos enviaron en mitad de la noche para leer durante ya nuestro apretado día. Ese montón de documentos, como los diez mandamientos, se resumen en dos:

1. Tomad la decisión vosotros. Por cierto, ¡mucha suerte! ;)
2. Pasad un montón de horas elaborando otro montón de documentos de vuelta para informarnos de la decisión tomada, de manera que sepamos a quién señalar con el dedo cuando las cosas vayan mal.

Al final estamos las personas. Las personas como el rastreador, o como UNA-profe, o como UNA-madre, tomando las decisiones sobre si la enseñanza debería ser presencial o semipresencial, o sobre si llevar o no a los niños al cole, o sobre si ir o no a trabajar. Al final están los tutores de nuestros hijos vigilando que los niños no se toquen los ojos, que se laven las manos, que no se pasen de la línea de su burbuja en el recreo, que no se quiten la mascarilla y, sobre todo, que toda esta mierda no afecte a su desarrollo emocional. 

Los niños están bien. Los niños se adaptan porque efectivamente éste es su nuevo lo-normal. Es a nosotros los adultos, a los ciudadanos-de-a-pie, a las madres y a los profesores, a los que todo esto nos está viniendo largo y los que agradeceríamos un poco de liderazgo, un poco de uniformidad en la actuación, de claridad a la que agarrarnos en estos tiempos de desconcierto. Si hemos perdido la rutina, la seguridad, la certeza, que por lo menos tengamos un asa sólida a la que aferrarnos, una mano firme que nos sostenga y guíe. 

En su ausencia, quedamos las personas. Los currantes. Los trabajadores. Las madres angustiadas. Los padres preocupados. 

Estábamos en la reunión virtual de bienvenida al curso de la clase de Dolfete hijo3, justo antes de que empezara el curso y justo antes de que a mi familia-de-5 nos pusieran en cuarentena otra vez, cuando, después de explicarnos todas las medidas anti-Covid-19 que el cole había tomado (el cole, no la Consejería de Educación, no la Junta de Andalucía, no el Gobierno de España de los anuncios de televisión), el tutor, en un momento emocionante, dijo, con una sonrisa entrañablemente temblorosa: 

- Estamos ilusionados con la vuelta-al-cole de vuestros hijos. Estamos remangados.

Pues eso: personas remangadas están sacando adelante este país. La sanidad. La educación. Personas-de-a-pie. No políticos con dietas pagadas.

¿Entonces para qué votamos? Porque a día de hoy, si hay elecciones, UNA vota al tutor remangado de Dolfete hijo3, o a la tutora remangada de Paul hijo1 que acaba de dejarme en el ascensor el material escolar de mis hijos en un día de lluvia, o al rastreador remangado, o a mi amiga sanitaria remangada, o a UNA-madre remangada, o a UNA-profe remangada. Ésta es la gente a la que se debería pagar dietas y escoltas. Personas que abanderan el valor de la ética en el trabajo sin olvidar el valor de la calidez humana en el proceso. 

Personas remangadas.


Por cierto, las PCR salieron negativas, por si alguien de los que se cruzaron conmigo a principios de semana estuvieran preocupados.


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sábado, 5 de septiembre de 2020

Hablemos de Messi (o la-vuelta-al-cole de UNA)

UNA es teacher y madre así que padece dos vueltas al cole.

La primera la de UNA. UNA llega a la escuela. Cambia su mascarilla azul por una mascarilla blanca. No puede dar dos besos a compañeros que lleva sin ver desde marzo. No es que me importe demasiado porque UNA no es muy besucona pero, sin embargo, hay compañeros-amigos a los que me gustaría abrazar y no puedo. Hacemos el amago, nos reprimimos, juntamos un codo.

Nos convocan en el departamento para darnos los exámenes que tenemos que vigilar. ¿No estamos muchos? Es que somos muchos en el departamento. Si nos cuento, salen más de la cuenta, más de los permitidos en una reunión social cualquiera, así que decido no contarnos. ¿Para qué? 

Las ventanas abiertas. Córdoba. Cuatro de la tarde. Hace calor. La mascarilla exacerba el calor. Tengo sed pero la fuente está clausurada. 

Noto que hay compañeros con guantes. Me pregunto si debiera haberme puesto guantes. Por un momento me entra el pánico porque UNA confiesa que UNA todavía no se ha leído el tocho que ha redactado el equipo directivo con el protocolo COVID-19 y que nos ha enviado por correo a finales de agosto. Me pregunto si es que los guantes serán obligatorios pero deduzco que no porque algunos los llevan y otros no. Parece que los guantes son como un chivato de el-miedo-que-va-por-dentro.

Me dirijo al aula. Hay quince alumnos. Mesa sí. Mesa no. La mesa-no está señalada con una señal de prohibido. La imagen de un pupitre escolar con una señal de prohibido encima me parece curiosamente simbólica. Trato de recordar que en la-vuelta-al-cole de mis tres reyes no habrá mesas-no, lo cual UNA no sabe valorar si es bueno o malo. El COVID-19 nos ha robado la capacidad de distinguir qué es lo conveniente. 

Empiezo a dar las instrucciones de examen ante esos quince candidatos que también decido no contar porque salen más de la cuenta, más de los permitidos en una reunión social cualquiera. Se me ocurre que la mascarilla nos ha liberado de las jerarquías. De repente, somos todos iguales, ellos y UNA. Nadie sabe más que nadie. Estamos igual de indefensos y de vulnerables. Usamos el gel hidroalcóholico a mansalva, antes de entregar los exámenes, antes de cogerlos, después de entregarlos, después de recogerlos, como si nos fuera la vida en ello. Las manos pegajosas. Los papeles ajenos.

En un momento de la tarde tenemos que hacer una comprensión oral. Tenemos puertas y ventanas abiertas, ventiladores histéricos; calor, mucho calor. Les explico a los que se examinan que el barrio es ruidoso, que tal vez para esa parte de la prueba debiéramos cerrar las ventanas y encender el aire acondicionado para evitar que los ruidos externos interfieran con la audición. Los miro buscando su aprobación. Nadie dice nada porque nadie sabe qué es lo mejor. UNA tiene que tomar la decisión ante el silencio indeciso de una audiencia que no sabe si esa tarde está más asustada por el examen o por el COVID.

Cinco horas y media más tarde salimos del examen. UNA tiene un dolor de cabeza agudo. Vuelve al departamento a devolver los exámenes. Los con-guantes miran las manos de los sin-guantes. Nadie sabe qué es peor. Los con-guantes han decidido dejar los exámenes en cuarentena. Los sin-guantes empezaremos a corregir cuanto antes. Los plazos son cortos. 

UNA sale de la escuela contenta de recuperar la mascarilla azul pero el dolor de cabeza persiste. Me pregunto hasta cuándo la mascarilla. Me recuerdo que ahora sólo existe ahora. Me pregunto también en qué consisten las medidas anti-COVID de las que tanto presumía la ministra de educación cuando aclamaba con contundencia que "estamos preparados para la-vuelta-al-cole". ¿Se referiría al color de las mascarillas o al gel hidroalcóholico? ¿Se referiría a la clausura de las fuentes? ¿Se referiría a los guantes opcionales? ¿Se referiría al papeleo que este comienzo de curso ha supuesto para el equipo directivo de mi centro? ¿Se referiría a las mesas-no? No podía referirse a las mesas-no porque de ésas no habrá en la-vuelta-al-cole de mis tres reyes. 




¿Estamos preparados para la-vuelta-al-cole? Porque UNA no está segura de estar preparada para un curso repleto de tardes como ésta. Supongo que hay cosas en la vida que hay hacer sin estar preparados. La vida tiene que continuar.

Me acuerdo de los sanitarios en sus escafandras y sus interminables turnos, y decido dejar de quejarme mentalmente y de lamentarme por la suerte de mi gremio.

Pongo la radio en el móvil y están hablando de Messi. Llego a casa, pongo las noticias y están hablando de Messi. UNA no se había enterado de que lo realmente importante esta tarde es que Messi se queda en el Barça y que todo lo demás, incluido el gusto amargo que me produce esta vuelta-al-cole de UNA y la consiguiente preocupación por la inminente vuelta-al-cole de mis tres reyes, son paparruchas. 


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lunes, 31 de agosto de 2020

Sin filtros

Cada año, al final del verano, actualizo mi foto de perfil y mi foto de portada en Facebook. Y cada año, al hacerlo, UNA, que es fotogénica nivel-cero, elije del verano la mejor foto para ponerla de perfil. El año pasado, por ejemplo, subí la de una boda a la que fuimos en la que estaba perfectamente maquillada y estrenando vestido. 

Sacamos nuestra mejor cara en redes sociales.

Recientemente Gusi hijo2 me hizo un comentario sobre una amiga suya que en Instagram "parece modelo", me dijo, y luego la ves y "puff, no tiene nada que ver en la realidad". Experta en filtros, provoca la decepción de la verdad. El comentario me dejó pensando. Lo hacen los chavales de 13 años, pensé, puro postureo. Pero es que nosotros, rozando los 50, también lo hacemos. ¿Por qué?

Así que decidí probar a no hacerlo este año. Decidí elegir una foto en la que no estoy maquillada, se aprecian mis manchas y mis arrugas, la falta de la firmeza que el tiempo y el estrés le robaron a mi piel, el peso que he ido sumando. Decidí no usar ni un solo filtro de esos que vienen por defecto en las aplicaciones y que te arreglan de golpe unos cuantos años y algún que otro disgusto. Todos aquellos amigos que llevo tanto tiempo sin ver, pensé, ahora sabrán cómo envejezco realmente. Al pulsar "publicar", confieso, sentí un poco de vértigo. La tentación de borrar la foto, de seguir escondiendo el tiempo.

Nos avergonzamos de envejecer. Es curioso, ¿no? Nos avergonzamos de engordar, de cambiar, de acumular manchas y arrugas. ¿Por qué? Me viene a la memoria que mi padre nunca asistía a las reuniones-aniversario, ésas en las que llevas 25 años sin ver a los asistentes a los que aún recuerdas jóvenes, porque decía que a ellas se asistía para comparar. No sé si hablaba de comparar el propio proceso de envejecimiento con el ajeno, o comparar la versión existente en nuestros recuerdos con la versión actualizada.

Lo cierto es que nos cuesta envejecer de cara al público. No hay halago más satisfactorio que el de "estás igual que siempre". Antes de una reunión-aniversario, nos ponemos a régimen o nos hacemos una limpieza de cutis como si perder dos kilos o un tratamiento de estética fueran a borrar de un plumazo 25 años de vida.

Lo que me llama poderosamente la atención, lo que despierta profundamente mi curiosidad, es por qué tapamos con filtros algo tan intrínsecamente natural como envejecer. Puedo entender que envejecer nos deprima porque es un proceso que nos acerca irremediablemente a la muerte, pero lo que se me escapa es por qué vivimos el proceso con vergüenza. Me parece un sentimiento tan infantil como la creencia que teníamos de pequeños de que el que nacía antes, se moría antes. ¿No deberíamos estar orgullosos de ir cumpliendo años? ¿No debería presumir UNA de que las arrugas de mi frente se fraguaron en las batallas que lidié educando a mis hijos? ¿No deberían ser las canas de UNA bandera de las preocupaciones que plagaron mis años-de-madre? ¿No debería existir belleza en las manchas que el sol de los veranos de UNA tatuaron en mi piel?

Debería. Pero lo cierto es que, sobre todo las mujeres (así de triste) usamos filtros contra el envejecimiento constantemente, no sólo en las redes sociales; usamos muchos filtros a diario que hemos normalizado: teñirse, maquillarse, las dietas, las cremas anti-edad, el relleno en el sujetador, depilarse. Nos disfrazamos para esconder lo inevitable, que el tiempo se lleva la juventud, y vivimos ese proceso con vergüenza, como si hubiéramos hecho algo terrible. 

Lo terrible, queridas, sería no envejecer. Todas conocemos a alguien que no envejeció, que siempre permanecerá joven en nuestra memoria. Estoy pensando en una amiga entrañable que murió muy pronto de diabetes, en mi primo que se lo llevó un cáncer antes de alcanzar los 40, en aquella compañera de cole que falleció súbitamente sin llegar a disfrutar de su hija. Todos guardamos alguna cara joven en el recuerdo. En honor a esos rostros, deberíamos mostrar nuestros casi 50 sin filtros.


Aquí UNA

Aquí UNA disculpándose por envejecer





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