jueves, 6 de junio de 2019

¡A comer!


En este blog casi siempre hablo de las cosas que hago mal como madre.
Pues bien, hoy vengo a hablar de una cosa que creo que hice y sigo haciendo bien (ya iba siendo hora, ¿no? 😉):
Las comidas. 
No me refiero a que cocine bien, que no lo hago: en la cocina, me limito a sobrevivir. Me refiero al momento-comida. Al momento-cena. Lo único que hacemos escalonado en casa es el desayuno, pero el resto de las comidas las hacemos juntos, sentados a la misma mesa, sin televisión, sin tablet, sin móvil. Son momentos sagrados. ¡Oh, los momentos! Fíjate que digo sagrados, no digo momentos de paz. No lo son. Pero son sagrados en el sentido de intocables: una tradición que me empeñé en instaurar y que me empeño en mantener. No siempre es cómodo, casi nunca es rápido, pero sí creo: 
Creo que es un valor familiar necesario. 

Más a menudo que no, estos momentos-comida y momentos-cena son batallas campales: Paul hijo1 le mete patadas por debajo de la mesa a Dolfete hijo3, a quien ya le he dicho en trece ocasiones antes del postre que quite el codo de la mesa, y a Gusi hijo2 le da asco cómo mastica Dolfete hijo3 y protesta también por la comida, "¿¡por qué en esta casa no podemos comer cosas normales!?", pregunta, y mucho por parte de UNA de "siéntate bien", "no hables con la boca llena", "no te levantes de la mesa", y luego Paul "¿me puedo ir ya?", "No, espérate a que acabemos todos"
En realidad, ahora que lo pienso, es un infierno. Pero, repito, es un infierno que me empeño en mantener porque es un infierno en el que creo. 
Es un rito. 
Y los ritos son necesarios. 
En la vida en general; en las familias especialmente. 
Los ritos crean lazos, 
conforman identidad, 
aportan seguridad. 
Crean recuerdos

Es un rito heredado, legado de mis padres. La comida siempre en familia, siempre sin tele. Se habla, se discute, se está juntos. La mesa, siempre importante. En casa de mis padres había, hay, tres mesas. La mesa de la cocina para la vida diaria. La mesa redonda del cuarto de estar para los fines de semana. La mesa robusta del comedor para los días especiales. Cuando íbamos de restaurante, mi padre siempre pedía una mesa redonda: su favorita. 
Las mesas crean recuerdos
En casa, de hecho, la comida en sí misma fue siempre un ritual. Mi madre cocina a niveles masterchef, un programa que por cierto la espanta, y los invitados a cenar eran escena habitual en casa.

En la casa de UNA los momentos-comida son siempre en la mesa de la cocina. Y allí, cuando la batalla campal escampa y, como dice Peter, tenemos la fiesta en paz, se habla, se está juntos. De una de mis autoras favoritas, Glennon Doyle, que tiene una curiosa página en redes sociales que se llama Momastery, robé una idea para estos momentos-comida. Es un tarro, que ella llama el tarro-llave, con una colección de preguntas en papelitos. En el momento comida, se saca uno, y todos los sentados a la mesa contestan. Tras la frustración de repetidas respuestas monosilábicas a ¿cómo te ha ido el cole?, este tarro abre la puerta a conversaciones no esperadas en las que descubres lo que les ha pasado a tus hijos en su-vida-sin-ti. O descubres a la personita que está encerrada en el cuerpo de tu hijo y que ni sospechabas. Doyle ha hecho las preguntas descargables en este enlace aunque están en inglés pero no puedo dejar de recomendarlas. Para UNA, efectivamente, han sido llaves que han abierto preciosas conversaciones con mis tres reyes. Y a ellos les encantan. 

La época que nos ha tocado vivir, donde la conciliación entre la vida familiar y laboral es poco más o menos una quimera, no facilita los ritos familiares, si acaso lo contrario. Ha habido cursos en los que el horario de UNA en la escuela y el horario de los niños en el cole colapsaban, con lo cual no tuve más opción que dejarles a comer en el comedor. Y  echaba terriblemente de menos estos momentos-comida. Así que si UNA puede evitar el comedor, lo evita. Sé que el comedor puede ser una manera de soltar, la gente así te lo aconseja, y soltar- creo que lo he dejado ya claro en Una Vida Mundana- es algo por lo que yo abogo, pero prefiero soltar en otras áreas. Ésta es sagrada.

UNA intenta incluso hacer rito de la merienda. En mi infancia teníamos unos vecinos-amigos, familia numerosa de la especial de entonces, y los cuidaba una viejecita entrañable llamada Julia que nos solía preparar pan tostado al horno con aceite y sal. Nos sentaba a comerlo alrededor de la mesa de su cocina. 
Las mesas crean recuerdos
¿Ves que todavía me acuerdo?  
El pan tostado al horno huele a mis nueve años. Cuando UNA prepara en casa de UNA el pan de Julia, otra idea prestada, los tres reyes se arremolinan alrededor de la mesa de la cocina y se crea calor. 


Los jueves por la noche, sin embargo, cenamos en el salón con la tele puesta viendo el masterchef que espanta a la abuelAna. Éste es otro rito también sagrado. A los niños les encanta porque ver la tele comiendo no es su habitual. Para UNA es un rito cómodo y rápido, que ha aprendido a intercalar de vez en cuando, flexibilizando valores, porque a veces es necesaria una bandera blanca en la batalla campal y, como dice mi amiga Juana:
 No todo importa tanto

Así que los jueves, y algún que otro miércoles, y algún que otro lunes, en vez de crear recuerdos, cejamos en el empeño ritual y nos zampamos una empanadilla y un paquete de pipas en el salón. 
No sabe UNA qué recordarán estos tres monstruos al final. 



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