martes, 22 de febrero de 2022

Hazle la cama

Cada vez que voy a un partido de fútbol de mi hijo, no puedo dejar de sentir una profunda empatía por el árbitro. ¡Qué soledad! Esa figura uniformada que corre más que nadie campo arriba campo abajo, supervisando lo que hacen 22 personas a la vez, es criticado abiertamente y sin tapujos por padres, madres y jugadores de sendos equipos. Incluso los entrenadores parecen tener muy claro cómo ser árbitro: realmente no sé por qué no se hicieron árbitros en vez de entrenadores. La gente se dirige al árbitro sin respeto alguno, a gritos, a palabrotas, a insultos -¡¡¡ARBIIIII!!!- y no te cuento nada si se da la todavía muy extraña ocasión de que el árbitro sea mujer.

No es que UNA vaya a muchos partidos; me aburren soberanamente, ésa es la verdad. Ni siquiera sigo al balón, miro a mi hijo y, si mi hijo está sentado en el banquillo, el partido pierde totalmente el interés para UNA quien aprovecha para descansar la vista. No tengo ni pajolera idea de fútbol ni intención alguna de aprender. De hecho, he dudado si son realmente 22 los jugadores sobre el campo en el párrafo anterior, pues nunca me paré a contarlos aunque siempre me pareció que hay más del color que no viste mi hijo. El caso es que, si bien no soy espectadora asidua, cada vez que voy tengo uno o varios momentos de sentir una pena profunda hacia ese árbitro vituperado y me pregunto cómo alguien decide meterse voluntariamente en esa tarea. Hasta que el otro día caí en la cuenta de que ser árbitro me recuerda tremendamente a los primeros años de maternidad y ésa sea quizás la razón por la que me conmueve tanto.



Recuerdo con cierta angustia la vulnerabilidad de las primeras etapas de la maternidad, cuando sientes que te han entregado una tarea frágil de por vida y no sabes muy bien cómo abordarla. Imagínate a un árbitro titubeando ante una decisión: ¡presa fácil! Ese mismo aire parece vestir a las madres primerizas y dotar al tiempo al equipo de entrenadoras, mujeres mayores de vuelta de todo, para opinar sin ser preguntadas, sentenciar sin ser invitadas e incluso osar a decidir por ti. Es ahí cuando empiezan los primeros rifirrafes con la suegra. Pocas madres jóvenes y agobiadas he conocido que no se pongan cien veces amarillas y alguna coloradas con la suegra en los primeros años de maternidad. UNA se recuerda pensando "que no se me olvide esto" cuando las intrusiones arañaban la intimidad propia de la maternidad inicial, ya que tengo tres hijos que quizás me hagan suegra y tatuada en la piel mucha irritación que espero no perpetuar, aunque UNA es perfectamente consciente de la repetición de los ciclos en la historia de la humanidad, con lo cual supongo que mis nueras no me soportarán fácilmente cuando sean madres de mis nietos.

No obstante, suegras y madres, hermanas y cuñadas, son al fin y al cabo mujeres de la tribu y biológicamente están llamadas a involucrarse en la crianza de tus criaturas. Las peores intrusiones son las ajenas, las que proceden de meros espectadores que se atreven a meterse en el campo, detener el balón, apechugarlo debajo del brazo y amedrentar al árbitro con explicaciones de lo que es un fuera-de-juego. De estas intervenciones recuerdo varias. Me viene a voz de pronto una mega-rabieta de un Dolfete hijo3 chiquitín en medio de la calle de pronto aderezada con las instrucciones que una viandante decidió ofrecerme sobre cómo gestionar la situación, mientras UNA trataba de que un Paul hijo1 chiquitín y un Gusi hijo2 chiquitín no atravesaran la calle que vienen coches. "¡Señora, váyase usted a la mierda con sus teorías educativas de poca monta!" es una frase que todavía pesa en mi conciencia por no habérsela soltado en su momento, ocupada cómo estaba en que los hijos de UNA y UNA misma sobreviviéramos a aquella rabieta inoportuna con el menor daño físico y psicológico posible. Recuerdo asimismo a Peter volviendo indignado un día de la calle pues otra señora le había parado, ¡escúchame!, le había detenido en medio del supermercado para increparle porque el chupete que llevaba Paul era rosa. ¡Era ROSA! ¿Cómo puedes llevar a un niñO con un chupete rosa? ¡Te cagas! ¿¡De dónde salen estas señoras!? ¿Quién las esparce por el mundo? ¿O se abigarran bajo la apariencia de personas normales, como en el show de Truman, y hacen su aparición en el momento menos deseado? Señora, si a Paul le ha quedado trauma, no será por el chupete rosa, sino por su intromisión en nuestro arbitraje.

Peor aún se siente cuando la apreciación de tu actuación viene de las iguales. Esto no pasa a menudo, afortunadamente, pero pasa. Es como si un árbitro se pusiera a gritarle a otro árbitro ¡¡¡ARBIIIII!!! Se emite seguramente con la mejor intención como bandera, pero la madre joven -y recordemos AGOBIADA-, no lo recibe así. Es el ¡¡¡pero-déjaleeeee!!! Estás en una reunión con amigos, tu chico ha puesto los zapatos en el asiento, tú le dices que los quite, y entra tu amiga: ¡¡¡pero déjaleee!!! y el niño pone la sonrisa de operación-triunfo. En el aperitivo, tu otro chico coge las patatas a puñados, y tú le explicas (que ya se lo explicaste mil y una veces en casa pero parece que el chico es de memoria corta) que así no se cogen las patatas, y tu amiga, la que probablemente luego aprovechará para criticar los modales de tus hijos, entra otra vez: ¡¡¡pero déjaleee!!! El niño aprovecha tu rostro de confusión enojada para meterse las patatas en la boca y restregarse el aceite por la satisfacción que le produce que riñan a la madre que le riñe.

A todas ellas, a las de la tribu, a las señoras abigarradas y desperdigadas por el show de la maternidad, a las iguales en rol de protectoras, UNA les manda el siguiente mensaje desde Una_Vida_Mundana:

¿Tú quieres ayudar?
¡Pues ayuda de verdad! 

Hazle la cama, prepárale unas croquetas o unas albóndigas o mejor ambas cosas, vete a su compra, ponle una lavadora y se la tiendes y se la planchas, friégale los platos, o llévate a los niños un buen rato para que ella pueda disfrutar de no hacer nada que lleva mucho tiempo sin hacerlo. Si abres la boca, que sea para recordarle que no está sola, que tú una vez estuviste tan agobiada como ella y que todo pasa; no digas nada que remotamente pueda hacerle sentir mala-madre o retroalimentarle su culpa o avivar su sensación de inadecuada.

Luego se aprende a mandar a la mierda a la señora que opina sin ser preguntada. Se aprende a hacer caso omiso con gracia, como el árbitro que se pasea por el campo con el garbo que le otorgan todos los partidos arbitrados. También y, sobre todo, se aprende a pedir ayuda. Los días de mi reciente mudanza fueron varias las madres-iguales que se me acercaron a preguntarme: ¿Cómo puedo ayudar?; y UNA no dudó en pedir: Hazme la comida. Durante una semana, no tuve que entrar en la cocina. Eso, señoras, es justo lo que necesitaba: Ir a mesa puesta para poder dedicar mi tiempo a lo que realmente me urgía. A ellas dedico este post, a las que entran en el campo, cogen el silbato, se ponen a arbitrar mientras tú descansas un rato... que estar pendiente de 22 personas a la vez, créeme, agota.

Así que, cuando UNA conoce a una madre joven y agobiada, sólo le da dos consejos: No escuches consejos, arbi, ni siquiera los míos, y ¿los pañales? de marca blanca.

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1 comentario:

  1. Siempre he pensado que los árbitros, de pequeños, debieron ser unas personas muy solitarias que coleccionaban lapiceros y encontraban divertido el latín :)

    Como siempre, me gustan mucho tus reflexiones,son como un pequeño manual de autoayuda al que han quitado las tonterias.


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Agradezco tus comentarios