sábado, 13 de octubre de 2018

Un bote de pastillas


En el verano del 2013 tuve un ataque de ansiedad. Si tuviera que achacarlo a algo, diría que me encontraba en un época de cambios. Estaba en medio de una mudanza de un piso alquilado amueblado a uno sin amueblar con el sentido de permanencia que esta diferencia le otorgaba al nuevo domicilio. Pero, si tengo que afilar la honestidad, te diré que no tengo la certeza de que aquella mudanza detonara el ataque de ansiedad, tan sólo la sospecha, que ni siquiera roza la intuición.
Tampoco estoy segura de que poner el dedo en la causa sea tan relevante; desde luego, no ya a estas alturas. En cualquier caso, tengo una personalidad con tendencia a exacerbar las emociones, tanto las agradables como las incómodas, y la ansiedad desafortunadamente no escapa esta tendencia.

El que no haya tenido nunca un ataque de pánico en toda regla encontrará harto complicado asomarse a la angustia indescriptible del que sí lo ha sufrido. Los síntomas se resisten a la definición por su irracionalidad, como resbala un pez entre las manos.
A UNA se le desencadenó en mitad de la noche. La oscuridad es cómplice conocida del desánimo y el desvarío.
UNA trataba en vano de explicarle a Peter lo que le estaba ocurriendo. La única respuesta que él lograba emitir ante el desconocimiento era:
-Tranquilízate, anda, duérmete...
Consejos inútiles para la desazón.

Unas horas después, todavía activada, acabamos en Urgencias, donde me administraron un tranquilizante de caballo y me remitieron a mi médico de cabecera.
Estábamos en Málaga de vacaciones, así que acudí a un médico de una compañía privada. Le relaté los acontecimientos de aquella noche y consiguiente visita a urgencias tal y como habían sucedido.
Sin exagerar.
Sin dramatizar.
Me escuchó con atención impecable y me hizo una receta de un medicamento antidepresivo.
Sin mayor dilación.
Sin pregunta alguna de por medio.

Así de facil:
- Te tomas estas pastillas durante seis meses y vuelves.

Salí de aquella breve consulta poco menos que perpleja. El conjunto de síntomas que me habían acompañado no encajaban, desde mi humilde perspectiva de paciente (apréciese el sarcasmo), es decir, de persona que los está sufriendo, con el diagnóstico tajante de depresión. Pero el desconcierto brotaba sobre todo de la falta de comunicación de aquel doctor que no había siquiera tratado de indagar más allá en mi condición.
Decidí hacer caso omiso por el momento y, cuando volví a Córdoba en septiembre, me acerqué a ver a mi médico de familia de la Seguridad Social, una mujer afable que no me conocía en absoluto pues tengo la suerte de no soler enfermar. Como las citas en la sanidad pública son más aceleradas, relaté en un par de minutos aquella fatídica noche estival y, para mi estupor, tanto el diagnóstico como el tratamiento resultaron ser los mismos que los propuestos por el médico malagueño.
Ni indagación.
Ni preguntas. 
Ni dudarlo:
- Seis meses de paroxetina.
Y esta profesional añadió:
-... a veces el tratamiento ha de ser de por vida.
E hizo referencia a alguno de los efectos secundarios de este componente, en concreto a la inhibición del deseo sexual. O sea, que además de estar deprimida, te quitan las ganas de hacerlo.

Salí muy pesada de aquella consulta, decepcionada con la confirmación de un patrón de solución único, que yo no estaba dispuesta a acatar.

Peter siempre dice que UNA va al médico con la intención de la desobediencia por delante.
El tema de la obediencia a una figura de "autoridad por conocimiento" podría ser en sí mismo objeto de otro post. 
Pero lo que yo quiero desplegar hoy aquí, en la semana del día mundial de la salud mental, es la preocupación, cuando no dentera, que me produce un sistema sanitario, público o privado, dispuesto a enterrarme definitivamente en un tratamiento antidepresivo por un ataque de ansiedad puntual.

Sin juzgar mi estilo de vida.
Sin adentrarse en mi alimentación.
Sin cuestionar mis hábitos de salud ni de sueño.
Sin tiempo.
Sin preguntas.

Con la receta como estandarte.


UNA cogió la receta.
UNA se fue a la farmacia que siempre hay al lado del centro de salud.
UNA compró el medicamento. ¿No es eso, al fin y al cabo, lo que el sistema quiere que hagamos? ¿Que compremos el medicamento?

Y, cada día, a la misma hora, UNA desprendía la pastilla cuidadosamente del embalaje, y la trasladaba con conciencia a un bote vacío. 
Un bote de pastillas.

Un bote de pastillas que se fue llenando con todas las pastillas que UNA nunca llegó a tomarse.

No estoy abogando por la abolición radical de estos tratamientos, estoy reivindicando la vigilancia extrema en la selección de los casos en los que se recetan, que deberían ser la excepción y no la norma. Creo que sería urgente que el médico supervisara si su paciente está consumiendo mucho azúcar o poca proteína, que le recetara ejercicio físico, meditación o escritura expresiva antes que paroxetina, que le instara a quedar regularmente con sus amigos...

Por cada pastilla que UNA metió en aquel bote hizo un pequeño propósito de bienestar para evitar la recaída.

Lo que me aportó aquel ataque de ansiedad es la confianza en los recursos propios, los que vienen de dentro. Los que te permiten surfear los bajos de la vida. Conozco mujeres y tengo amigas que acallaron su voz interior para tratar de aplacar los síntomas de esos bajos y crearon una dependencia asustada de recursos externos que no les permite ahora enfrentarse al mundo sin pastillas. ¿De verdad? ¿No les hemos robado a estas mujeres la fe en sí mismas? ¿En su capacidad de saber estar con las emociones desagradables? ¿En el poder de la compasión por UNA misma? ¿En la necesidad imperante del autocuidado? 
Mujeres que, además, callan, porque el estigma de palabras como ansiedad y depresión sigue, como una nube negra, vaticinando debilidad que aún se percibe con vergüenza.

A UNA el ataque de ansiedad la puso de rodillas. 
Pero cada pastilla que metió en aquel bote la hizo más fuerte. 



1 comentario:

  1. Bravo!!!! Bien hecho y muy de acuerdo. Falta de tiempo y de comunicación. Diagnóstico certero.

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Agradezco tus comentarios