sábado, 27 de octubre de 2018

La princesa está triste, ¿qué tendrá la princesa?


Han sido muchos los cambios que ha habido, tanto en familia como en colegio, en lo que a educación se refiere en las décadas que me separan de mi infancia. Algunos de estos cambios han sido negativos: cómo se ha vulgarizado todo, por ejemplo. Otros muchos han sido afortunadamente positivos. La humanidad evoluciona. Si tuviera que destacar uno de entre estos cambios positivos sería, sin lugar a dudas, la educación en emociones.

Para UNA, que es de naturaleza emocional exaltada, este cambio era imprescindible, cuando no urgente.

Siendo niña, aprendí bien pronto cuáles eran las emociones premiadas y cuáles eran las no permitidas. 
Está bien si estás bien pero no está bien si estás mal: ése es básicamente el resumen de la educación emocional de mi infancia.
Si UNA estaba alegre, mostraba entusiasmo e interés, (son)reía, era celebrada. 
Si UNA estaba enfadada, gruñía, protestaba, o andaba triste y cabizbaja, UNA entendía inmediatamente, sin necesidad de mediar palabras, que estaba haciendo algo mal.

No tienes derecho a enfadarte con la suerte que tienes. 
No tienes derecho a gruñir ni a protestar con tanta cosa que tienes. 
No tienes derecho a estar triste tal y como te sonríe la vida.

No tienes derecho a enfadarte ni a estar triste es el mensaje que muchas de nosotras recibimos en la infancia.

Curioso cómo se malinterpreta que, del repertorio de emociones humanas, podemos excluir las que no nos interesan por incómodas o porque nos incomodan. Sobre todos los motivos, éste último.

Luego muchas se preguntarán de dónde surgen los problemas a los que se enfrentan en la edad adulta, tales como la ansiedad, la depresión o el manejo de la ira.

Pues mi opinión es que surgen precisamente de no tener derecho a enfadarse ni a estar triste.

Decirle a una niña que no tiene derecho a enfadarse ni a estar triste es cómo decirle a la lluvia: no tienes derecho a llover con la suerte que tienes;
es cómo decirle a la nube: no tienes derecho a nublar este maravilloso día soleado; 
es cómo decirle al viento: no tienes derecho a soplar tal y cómo te sonríe la vida.

Esta metáfora apesta, lo sé, pero para mí el tiempo atmosférico es el mejor referente que he encontrado hasta la fecha para explicar por qué nos manejamos regular en este sentido los adultos que fuimos educados en el rechazo a las emociones "negativas" tales como el enfado o la tristeza.

A veces llueve, 
y a veces está nublado, 
y a veces sopla el viento. 

Y resistirse a las emociones es tan absurdo como resistirse a los cambios atmosféricos.
La educación emocional consiste precisamente en darnos cuenta de este hecho básico: que no le podemos pedir a una niña que no esté triste o enfadada porque la niña no ha elegido estar así. Igual que no puede ¡por mucho que quiera! elegir que llueva o deje de llover.
No ha tenido esa opción.
Está enfadada porque el enfado es parte del repertorio de las emociones humanas y a veces, osada, toca su partitura. Y hay que dejarla sonar, porque si no, el día de mañana, la melodía se vuelve ruido estruendoso.

Cuando nació Paul hijo1, en las primeras semanas UNA se encontró sin saber cómo ni por qué con una tristeza sobrevenida que ni había buscado ni conseguía explicar. UNA se decía a sí misma: 
¿¡Pero por qué estás así!? 
Si todo ha salido bien... 
Si tienes un hijo precioso, perfecto... 

UNA se reñía a sí misma, se autocastigaba, por sentirse de una manera que no había elegido sentir. 

UNA se autoflageló por llover.

Eso no benefició a nadie y alargó el posparto.


Cuando unos años después murió mi padre, UNA ya tenía a Paul, hijo1, y Gusi, hijo2, y estaba embarazada de Dolfete, hijo3. UNA lloraba mucho. Recuerdo que a mi alrededor no fueron pocos los consejos de familiares y amigos que apuntaban todos en la misma dirección:

No llores. 
No llores tanto.
Y, sobre todo, no llores delante de tus hijos.

¿¡Cómo!? 
¿¡Cómo no voy a llorar!? 
Se está muriendo mi padre. 
Se está muriendo el abuelo de mis hijos. 
Se me va un referente. 
¿¡Y quieres que no llore!? 
¿¡Quieres que no llore delante de mis hijos!? 

Mis hijos tienen que aprender que la vida a veces es triste. 
Y que cuando muere tu padre y llevas en el seno al nieto que nunca llegará a conocer es desgarradora. 
Y que llorar es un invento magnífico de la naturaleza para gestionar ese desgarro. 
Para gestionarlo. 
No taparlo. 
No enterrarlo. 
No embotellarlo y que luego estalle y el corcho le dé a alguien en un ojo como el del cava el día de Navidad.

Igual que escribir es otro invento magnífico de gestión. 
Y cuando murió mi padre, lloré mucho y escribí mucho. 
Y eso es lo que me gustaría que aprendieran mis hijos.

Cuando nació Dolfete hijo3, unos meses más tarde, yo ya era más sabia que en mi primer posparto: la sabiduría que te regala la experiencia. Sabía que el posparto iba a ser duro, no sólo porque los dos anteriores lo habían sido, sino porque mi padre no estaría allí para conocer al nieto que lleva su nombre. 
Nunca más estaría allí.

Estaba preparada para sentir la ira y la pena cuando vinieran y en la forma que vinieran. 
Para darles la bienvenida en mi cuerpo. 
Para sentarme a tomar café con ellas si hiciera falta. 
Y eso me permitió abrazar la ambigüedad
Y me otorgó el permiso y el derecho para disfrutar también de los momentos dulces. 
De los momentos "a-pesar-de-todo". 
¡Oh, los momentos!
Como las siestas con mi bebé encima de mi pecho y mi respiración acompasada con la suya.

Podemos enseñar en la infancia a gestionar esas emociones incómodas,
a no alargarlas en el tiempo enredándonos en nuestros pensamientos rumiantes,
a saber identificar sus sensaciones corporales y observar cómo éstas 
llegan...
...pasan...
...y se van...
Podemos enseñar en la infancia a pausar antes de reaccionar y así responder desde el dictado de nuestros valores y no de nuestros impulsos.

Pero no enseñemos en la infancia a sentirse culpable por estar enfadada o por estar triste, porque avergonzarse de una misma es la peor de las emociones; 
la que configura la manera en la que nos hablamos a nosotras mismas;
la que además impide florecer.


Si no llueve, no hay flores.


Que llueva, que llueva, la virgen de la cueva que hoy empieza la manga larga.

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