domingo, 11 de julio de 2021

Rituales

Hace unos días tuvimos la graduación de Paul hijo1. Era una graduación-de-pega: Paul acaba la secundaria en el colegio y empieza el bachillerato en el instituto. Ahora, al más puro estilo americano, les graduamos al finalizar cada etapa: infantil, primaria, secundaria, bachillerato y -la única que tuvo mi generación- la auténtica graduación, la del final de la carrera universitaria. El caso es que, americanada o no, UNA agradeció la ceremonia, no sólo por emocionante sino además, por la oportunidad de frenar el ritmo vertiginoso del paso del tiempo y pararse a evaluar lo pasado y lo por venir. 

Los ritos son importantes. Para las personas altamente sensibles o ansiosas como UNA, los ritos son necesarios por su efecto anclaje: nos ofrecen la ocasión de nombrar lo inefable, de hacer a la incertidumbre tocar tierra, de poner pausas, de señalar las transiciones. Se trata, en parte, de verbalizar la vida. Los ritos ponen signos de puntuación a la existencia.

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De su infancia religiosa recuerda UNA precisamente la parsimonia de los ritos, la belleza de las ceremonias, el sosiego de los mantras, la serenidad de la oración. De hecho, UNA reivindica la universalidad de esas prácticas -patrimonio de la humanidad- y las incorpora al repertorio de su vida espiritual agnóstica.

Los rituales, además, crean recuerdos y, al ser muchos de ellos únicos a cada familia, crean también identidad de clan, afiliación de tribu. De su infancia UNA recuerda la mesa siempre redonda en los restaurantes; las rimas que cada nochebuena escribía mi padre con los sucesos del año y que leíamos por turnos las hermanas; la cola por orden de altura en la puerta del salón el día de Navidad y a mi padre entrando el primero y exclamando que este año no nos habían dejado ningún regalo todos y cada uno de los años; las cerezas de caramelo en cada viaje a Segovia; los pendientes de cerezas al comenzar cada verano; el canto gregoriano en el Paular cada Pascua; los fuegos artificiales cada feria aplaudidos desde la terraza del salón.
La infancia que se recuerda al final es un collar de cadas.

Los niños hacen rituales de manera natural, se nutren con la repetición, encuentran seguridad en las rutinas que se convierten en hábitos, en las celebraciones que se repiten. Con mis hijos que cumplen en verano cada año salgo a desayunar el día de su aniversario; los cuatro besos (al despertarte, al acostarte, al irte y al llegar) que me empeño en recitarles e incluso exigirles a pesar de la áspera adolescencia; el spray de los sueños "que hace que duermas bien, que tengas sueños bonitos y no pesadillas"; las bombasel sushi de los martes, la película de los jueves, el chupachups kojac de los viernes; aguantar la respiración al entrar en los túneles. 

El día que Paul hijo1 inició la secundaria estaba un pelín asustado. UNA le regaló una pulsera azul y negra para atravesar los primeros días: 
- Si te agobias- le dije- te agarras a la pulsera y sabes que todo está bien, que al final del día vuelves a casa.
Pasados unos días, la pulsera ya no hizo falta.

El día de su graduación-de-pega UNA le regaló otra pulsera azul y negra para marcar el final de etapa: señalar la transición. UNA pensó que tendría que explicarle el significado, que cuatro años tan importantes después, en los que ha cambiado de niño a casi-hombre, haría falta un párrafo para acompañar al gesto. Sin embargo, él se acordó, la reconoció y la agradeció. Y es que los rituales, efectivamente, se convierten en asideras a las que agarrarnos cuando la vida da un poco de vértigo.

O bien desde aquí UNA rompe una lanza a favor de la cursilería americana de las graduaciones-de-pega, o bien es que UNA es un poco obsesivo-compulsiva, que también cabe dentro de lo posible.


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