miércoles, 18 de diciembre de 2019

Hay que estar




UNA confiesa.
UNA un poquito harta sí que está.
De la presión.
De la responsabilidad.

UNA duda mucho que la generación anterior a la nuestra lo tuviera tan enredado.
El otro día lo comentaba con mi hermana.
Cuando éramos pequeñas, teníamos colegio por la mañana Y por la tarde.
Nos quedábamos a comer en el comedor.
Volvíamos a casa después de las seis como muy pronto en el autobús si es que no teníamos que ir al conservatorio.
Luego los deberes. Cada una los suyos.
No teníamos ni siquiera que ducharnos todos los días. En mi caso, los martes y los viernes (los viernes con pelo) y, ¡hala!, a cenar y a la cama.
Nada de tele entre semana, por supuesto; nada hasta el 1,2,3 del sábado por la noche o, con mucha suerte, Heidi o Mazinger Z el sábado a mediodía, después por supuesto de que mis padres vieran el telediario.

Las cosas han cambiado.
Ahora en el cole sólo te los mantienen vivos hasta las dos. No me estoy quejando, ¿eh? ¡Que conste! Ya me parece hazaña memorable meter a 25 de éstos en un aula y mantenerlos vivos. UNA tiene sólo 3 y lo consigue a duras penas.
Las madres, que antaño se quedaban en casa preparando croquetas para la cena, ahora tenemos que levantarnos al alba para dejar la comida hecha.
Salir corriendo al trabajo maquilladas para disimular una mala noche.
Descansar en el trabajo: “El trabajo es descanso” dice con toda la razón del mundo un amigo.
Volver corriendo del trabajo para recoger a las criaturas a las dos.
Lanzarles la comida a los perros hambrientos para que no muerdan.
Y bendita la tele de sobremesa porque si no, no sobreviviríamos.

Luego están las tardes.
Las tareas, supuestamente para niños, que en muchos casos sufrimos los padres.
Las extraescolares cuando las haya, al volante soltando y recogiendo niños.
Si es que no hay alguna tutoría, asamblea de clase, chocolatada escolar o alguna de estas delicias a las que acudimos porque hay que estar.

Hay que estar

Las duchas ahora diarias.
Las cenas que no simplificamos pues tenemos tanta información sobre en qué consiste una dieta saludable que, o se hace el esfuerzo, o no se hace pero se toma de postre sentimiento de culpa.

Tenemos otra batalla que tampoco tenían nuestras madres.
La batalla de la pantalla.
Los móviles cada vez más tempranos, el whatsapp, los grupos del whatsapp, el postureo del instagram. La charla del cole sobre los peligros de las nuevas tecnologías. El miedo que se te mete en el cuerpo, que te hace sospechar, que te hace vigilar, que hay que estar.

Hay que estar. 

Hay que controlar el tiempo de pantalla. Hay que limitarlo. Hay que vigilarlo. Es ésta una tarea ardua, aburrida, pesada. Cualquier madre que no deja a su adolescente meterse en la cama con el móvil, puede confesártelo. Sobre todo, se trata de aguas que nadie ha nadado nunca antes. Estamos improvisando. Adivinando consecuencias. Ensayo y error pues nuestra infancia, nuestra adolescencia, fue necesariamente diferente.

La inversión de tiempo y energía, creo, es mayor en esta generación. Pero sobre todo lo es la inversión emocional. En aquellos tiempos, ¿existían las escuelas de padres? Lo dudo mucho. No creo que fuera algo que necesitaran aprender porque no creo que fuera tan complicado como lo es ahora, ni hubiera tanto en riesgo como ahora. No creo que existieran manuales ni cursos ni programas de “educación con respeto” o “disciplina positiva”. No creo que existiera tanta preocupación. Tanto modelo de madre. Tanta teoría sobre la maternidad. 



Ahora hay un mercado entero destinado a llenar el hueco, un hueco que ha sido escarbado por nuestra propia ansiedad. 

Por la ansiedad de ser buenas madres para unos hijos con una realidad muy distinta a la nuestra de entonces. Una realidad que engloba realidades nuevas, desconocidas, para las que ninguna estábamos preparadas, como la realidad de una madre que ha de multiplicarse y dividirse entre la familia y la carrera, operaciones matemáticas que no se les ha planteado tradicionalmente a los padres, o la realidad de unos hijos que viven con el reflejo de las pantallas en sus ojos.

Mi pregunta es: 
¿Por qué necesitamos ser buenas madres? 
¿Quién ha publicado este nuevo modelo de madre-perfecta en el momento justo en el que decidimos incorporarnos al mercado laboral?
UNA no entiende pero no creo que sea casualidad que se aproveche el hecho de que vamos sobrepasadas para que la culpa y la ansiedad en la maternidad abran un nuevo mercado.
Me pregunto si nuestras madres y nuestras suegras se planteaban lo buenas madres que eran. O hacían lo que podían, lo que buenamente sabían, medianamente bien: Sabían vivir "a media mierda", como oí decir en una ocasión.


La inversión de tiempo, energía y el vuelco emocional que destilamos en las nuevas relaciones que se establecen en casa han acortado necesariamente las distancias y, donde antes había el respeto de una autoridad sin colegueo, ahora hay una relación mucho más cercana, mucho más enriquecedora para ambas partes, mucho más responsable, mucho más consciente. Pero, por todo ello, mucho más conflictiva. Los hijos se permiten lujos con nosotros que nosotros no nos permitíamos con nuestros padres pues tampoco jugábamos con nuestros padres como jugamos con nuestros hijos, tampoco hablábamos con nuestros padres como hablamos con nuestros hijos, tampoco pasábamos con ellos tanto tiempo ni energía ni emociones como se pasan ahora. Esto no deja de ser un arma de doble filo.

Nos hemos complicado la vida un rato. Y la mayor parte del rato esto está bien. La mayor parte del rato es lo que queríamos, ha sido una elección consciente. Pero a veces UNA un poquito harta sí que está. De la presión por ser una buena madre y una buena-todo (una buena hija, una buena esposa Y una buena profesional). De la responsabilidad. Del hay que estar.

A veces un martes cualquiera a UNA le apetecería no estar. Y en realidad UNA puede hacerlo, pero a UNA le gustaría hacerlo sin la sensación de estar haciendo algo mal.

¿Tú me entiendes?

Abrir Facebook y que no me aparezca un post sobre las consecuencias fatales que mi despreocupación, descuido o desgana del martes cualquiera, en el que he fallado como madre-perfecta, van a tener sobre la autoestima de mis tres monstruos.

Perdón. 

De mis tres reyes.



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