martes, 11 de diciembre de 2018

El lazo rosa. La rosa casi perfecta

"Era casi perfecta.
Su mayor encanto estaba en el casi." 
🌹
Juan Ramón Jiménez



Cuando los niños eran pequeños, más pequeños, había en mi entorno una madre perfecta. La voy a llamar Valentina aunque no es ése su nombre pero deseo preservar su intimidad. 

En realidad, a Valentina la conocí en el trabajo. Era la colega perfecta: una de esas personas que en las reuniones de trabajo escucha y luego escucha y luego escucha más y no dice nada pero, al final, cuando dice algo, sienta cátedra, y todos asienten porque todos saben que ella tiene razón en una sola frase.
Como docente, heredé a algunos de sus alumnos que no tenían nada más que palabras de homenaje respecto a ella. Siempre compartía con los compañeros sus buenas prácticas y los materiales que creaba. Trabajábamos bien juntas. Yo la envidiaba en secreto: su inglés perfecto sin ni siquiera el acento del no nativo, su buen hacer, la sonrisa, la mirada, la creatividad. Pero no era la mía una envidia agria porque ella es tan afable que no te sale odiarla. Yo creo que ni aunque le pusieras empeño, podrías odiarla.

Valentina me fue invitando a su mundo. Poco a poco me iba buscando. Primero un cumpleaños de los niños. Luego una fiesta en su casa. La vi en su mundo y la envidié más. 

Valentina es la esposa a la que ves intercambiar miradas de complicidad con su marido en una fiesta, el roce disimulado pero cargado de melaza cuando se cruzan en la habitación, el apoyo incondicional en la conversación casual. Son ese matrimonio que sin duda alguna se quieren mientras UNA se siente totalmente inadecuada porque ha discutido con Peter minutos antes de salir de casa para esa fiesta y está planeando en su mente un divorcio a todo drama porque UNA no puede más. ¡UNA no puede más!

Valentina es la madre a la que los hijos se acercan a hacer carantoñas en mitad de la fiesta, perfectamente conjuntados, y ella aprovecha para susurrarles algo que ellos no dudan ni por un momento en obedecer mientras UNA se siente totalmente culpable porque le ha gritado injustamente a sus hijos en el coche de camino a la fiesta por llevar las uñas sucias que UNA sabe debería haber cortado ayer por la noche pero estaba demasiado cansada para tomarse la molestia.

Tendrías que ver la casa de Valentina. Tú también morirías de envidia. La casa es grande, espaciosa, tiene el número exacto de muebles, el equilibrio perfecto de luz y, sobre todo, está tan ordenada y tan limpia que UNA no puede evitar sentir claustrofobia después de la fiesta cuando vuelve a su pequeño cuchitril desordenado, que ahora parece incluso más pequeño con los zapatos de Paul hijo1 tirados en medio del salón. Otra vez. Cuando le he dicho una y mil veces que los recoja. Me temo que voy a volver a gritar.

La amistad entre Valentina y yo se fue tejiendo así. Mi envidia, disfrazada de admiración, probablemente ni siquiera fue sospechada por ella, pues Valentina también es humilde en su perfección: parece no darse cuenta y eso la hace más perfecta todavía.

Y entonces pasó. 
Un día vino a casa.
Ella sola.
Cuando digo sola, no me refiero solamente a que viniera sin su marido ni sus hijos. Me refiero a que parecía que viniera desnuda. 
Sin su bolso. 
Sin sus tacones. 
Los llevaba puestos: el bolso, los tacones. 
Pero yo no los vi.

Los ojos azules de Valentina miraron dentro de mis ojos. Los ojos grandes, azules, de Valentina se llenaron de agua salada. Su voz, temblona, me dijo: "Tengo cáncer".
Y entonces la vi. Vi a Valentina. Detrás de la fachada, vi su vulnerabilidad. Detrás del matrimonio perfecto y los hijos perfectos y la casa perfecta, me encontré con mi amiga a la que quiero tanto.

Y entonces vi esa playa en la que estamos todas construyendo castillos de arena y luchando contra viento y marea por mantener nuestros castillos erguidos.
Todas. 
Juntas. 
Iguales. 
En la misma playa.

Algunas somos más torpes que otras con los cubos y las palas, y nos llenamos de arena hasta los ojos, y el pelo mojado se nos encrespa. Nos salen manchas en la cara porque se nos olvidó la protección solar y arrugas debajo de los ojos porque no llevamos gafas de sol.

Otras hacen sus castillos con estilo y apenas se despeinan mientras los hacen. Tienen el dorado en la piel, bikini y gafas de último diseño.

Pero no te confundas. Todas estamos tratando de mantener nuestros castillos en esa playa antes de que llegue la ola. TODAS.
Y a mi amiga Valentina le acababa de llegar un tsunami. Yo no podía sentir lo que ella sentía pero la compasión que vino a reemplazar la envidia me permitió asomarme al agua salada de sus ojos y vi el volcán que acababa de abrirse en su montaña de arena: el miedo, la rabia de no comprender, el por qué yo, la furia ante la injusticia de una juventud truncada, la pena, la tristeza de una enfermedad que vino a robarle la disponibilidad total del tiempo con sus hijos, de SU tiempo, porque le priva de la energía. 
El miedo. 
El sufrimiento. 
La pena.

La envidia nos separa. Comparar nos separa de la verdad fundamental:

 que estamos todas achicando agua

Cuando la mar está en calma, las olas apenas nos rozan. Pero cuando la mar está agitada, las olas amenazan nuestros castillos de arena. Y cuando viene un tsunami como el que le vino a Valentina es hora de que todas nos remanguemos y achiquemos agua. Todas. Juntas. Tu castillo o el mío. ¿Recuerdas? Que ni el viento lo toque porque tiene pena de muerte el viento si lo toca.

Unos años después, Valentina sigue luchando contra el viento y la marea de su cáncer. Sigue dándonos a todas una lección de valentía y entereza, por eso elegí el nombre Valentina para sustituir al suyo. Valentina ¡valiente! Quiero, desde aquí, decirle que la veo:
Que te veo en esa playa achicando agua. 
Que te veo y que te admiro y que te quiero.
Y que, lo que sea, Valentina, pídenos lo que sea por aliviar tu lucha. 
Déjanos remangarnos y ayudarte a achicar agua.
Que no estás sola. 
Que estamos todas aquí en la playa juntas. 
Todas vulnerables. 
Todas conectadas. 

Y a ti, 
mujer, 
que pasas a mi lado en el parque, 
o en el camino al cole, 
o en la cola del super, 
y te me quedas mirando, 
con envidia o con desdén, 
con admiración porque llevo tres niños y el maletín del trabajo, 
o con desprecio porque han dicho una palabrota o se van tirando de los pelos y gritando, 
a ti, 
te digo: 
no me juzgues ni te compares y yo trataré de no juzgarte a ti ni compararme contigo, 
porque tú no sabes cuál es la última ola que me ha golpeado y yo no sé qué tsunami puede que tú estés atravesando. 
Y mi ola puede golpearte a ti en la siguiente marea 
o yo puede que atraviese tu tsunami en el siguiente golpe de viento. 
No te pares a juzgar ni a comparar. 
Si te paras, que sea para ayudarme a achicar agua o pedirme que yo te ayude a ti a mantener tu castillo erguido en esa playa que habitamos juntas.

La misma playa.
El mismo mar.
Estamos juntas en esto.
🌹




Todo pasa y Todo llega


Paul hijo1 cumple 13 años hoy. 13. En inglés thirteen es el comienzo oficial de la adolescencia. He's a teen now. Ya no tengo tres niños en casa. Ahora tengo dos niños y un adolescente en casa.

Recuerdo el día que nació. El mismo día en que UNA se convirtió en madre. Paul hijo1 la hizo madre a UNA. Fue el 12 del 12. El parto se fue complicando a medida que pasaba el día y acabó siendo cesárea a las 11 de la noche. Me pusieron un bebé perfecto encima del pecho durante unos segundos antes de sacarlo del quirófano para llevárselo a Peter marido. Las primeras palabras que le susurré en esos sus primeros segundos de vida fueron:

Ya pasó

Y ya pasó.
Ya pasó su infancia.
Todo pasa y todo llega...

Si tuviera que empezar de nuevo otra vez sabiendo todo lo que sé ahora, haría muchas cosas de forma diferente. Muchas cosas mucho mejor. Muchas cosas menos mal. Me he equivocado mucho.
Pero miro con compasión a esa madre primeriza que hace 13 años no sabía todo lo que UNA sabe ahora, con la misma compasión, supongo, que la UNA de dentro de otros 13 me mirará a mí lidiando ahora con un adolescente que reta mis valores cada día.
Pues, al final, la vida es un aprendizaje y, con toda probabilidad, Dolfete hijo3 se ha beneficiado del aprendizaje que UNA ha llevado a cabo con el que siempre será su conejillo de indias: Paul hijo1. 
Aun cuando era pequeño, siempre ha sido el mayor. 
Mi ya no tan pequeño Paul. 
Mi personaje.

Paul hijo1 me ha enseñado muchas lecciones. A veces creo que más lecciones de las que UNA le ha enseñado a Paul. Pero, de entre las muchas lecciones que me ha enseñado, me quedo con dos.

La primera es precisamente que
Todo pasa

Todo pasa. Es difícil acordarse de esto cuando UNA está en medio de Todo y Todo resulta no ser bueno, pero si UNA fuera capaz de reunir la conciencia necesaria para recordar que Todo pasa, UNA relativizaría, flexibilizaría y no se martirizaría tanto por Todo.

UNA se preocupó cuando Paul hijo1 tenía pesadillas y no quería irse a la cama. Y ya pasó.
UNA se preocupó cuando Paul jugaba en el recreo con esos niños que no le hacían gracia a UNA. Y ya pasó. 
UNA se preocupó cuando Paul se aficionó al manga japonés y quería jugar con cuchillos. Y ya pasó. 
UNA se preocupó cuando Paul le tenía fobia a la seño de inglés y no quería ir al cole. Y ya pasó.
UNA se preocupó cuando Paul se cayó de la bicicleta y se empotró contra un banco de hierro del parque y se desfiguró el semblante. Y ya pasó.
UNA se preocupó cuando Paul hijo1 se peleaba con Gusi hijo2. Y ya pasó. Ahora se adoran. Ahora Paul hijo1 se pelea con Dolfete hijo3.

A esa madre primeriza que está preocupada porque el niño no come, o no come bien, o no come de todo, UNA le diría: Todo pasa
A la que está cansada porque el niño no duerme, o no duerme bien, UNA le diría: Todo pasa. Y también: busca la manera de dormir tú. Porque si el niño no come, tú comes. Pero si el niño no duerme, tú no duermes. Recuerda que Todo pasa pero ahora que estás en medio de Todo, busca la manera de dormir tú.


Luego está la otra orilla.
Si UNA está en medio de Todo y Todo resulta  ser bueno, y UNA es capaz de reunir la conciencia necesaria para recordar que Todo pasa, entonces UNA disfruta más de Todo: UNA saborea, huele y palpa Todo; UNA se deleita mirando y escuchando Todo. Y la vida se vive más intensamente, se exprime más, no se limita a pasar...


Cuando Paul hijo1 tenía 3 años, un día se pasó a mi cama. Ya había amanecido y la persiana no estaba completamente cerrada, sino que por las rendijas asomaba la luz. Y me dijo: 
"mamá, ya es de día, mira todos esos puntitos de luz"

Si te paras a mirar y a escuchar a tus hijos, tus hijos te enseñarán los puntitos de luz.

Cuando Paul hijo1 tenía 4 años, el día que yo me incorporaba a trabajar después de un verano fantástico, él me despidió así:
"mamá, no vuelvas con la luna, vuelve con el sol"
Si te paras a escuchar a tus hijos, tus hijos te enseñarán a volver a mirar al cielo.

Cuando Paul hijo1 tenía 11 años, un día fue a la biblioteca y a la vuelta me dijo:
"te he traído un libro... por si lo necesitas..."
El libro se titulaba: "Adolescencia. Orientaciones para padres". Hablemos de enseñar 😅. Ahora tendré que leerlo.

Paul hijo1 fue también quien me enseñó que los sábados no se trabaja.

Pero, sobre todo, me enseñó que, cuando UNA está en medio de Todo y Todo resulta no ser bueno, la mejor manera que UNA tiene de ayudar a Paul es ocuparse primero y sobre todo de UNA.
Ése es el mayor consejo que UNA le daría a una madre, primeriza o no.
Si vienen curvas, agárrate tú bien primero porque si no, no vas a poder sujetar a tu hijo. Ocúpate de ti, que te están mirando. Ocúpate de ti, que tu energía irradia. Ocúpate bien de ti o no te vas a poder ocupar bien de esa personita que espera que te lo pongas sobre el pecho y le digas las palabras mágicas:
Ya pasó

Esa personita que espera que le des un beso de ésos que curan. ¡Oh, los besos que curan!

El día que naciste, Paul hijo1, nació también mi deseo de ser mejor persona. 
Los mejores años de mi vida están llenos de ti.

Me parte el alma que el tiempo no se detenga.
Pero también me la llena.
Espero que cumplas todos tus sueños antes de que pasen.🌸💗


jueves, 29 de noviembre de 2018

El placer de decir NO

El placer de decir NO es uno de los regalos de la madurez.
El placer de decir NO viene después, no en el momento.
El momento de decir NO es intrínsecamente incómodo. EL OTRO viene con expectativas de SÍ. UNA y las que son de la edad de UNA fueron criadas por una generación de mujeres buenas y sacrificadas y, como consecuencia, decir que NO no nos sale natural, no nos viene de fábrica.
Pero a todo se aprende y a esto también pues el placer de decir NO viene después. Una vez que lo has dicho. Una vez que has atravesado la incomodidad de decirlo, de decepcionar las expectativas de SÍ dEL OTRO. Es entonces cuando empiezas a disfrutar de las ventajas de haber dicho que NO:


el tiempo, que era tuyo y NO has regalado, lo recuperas;

las prioridades, que eran tuyas y NO has desordenado, las mantienes.

Pongamos un por ejemplo.
UNA es profesora de adultos.
UNA tiene muchos MUCHOS alumnos, a veces más de los que caben en un aula.
UNA pone tareas y UNA corrige las tareas.
Con amor. Con compasión. UNA espera que los alumnos aprendan.
Pero cuando los que aprenden son adultos, a veces, incluso a menudo, sucede que alguna alumna, de repente, deja de ver a los demás alumnos y cree que tú has venido al mundo a enseñarle sólo a ella. Eres SU profesora. LOS OTROS ya no están. Son invisibles.
Y quiere entregarte tareas, MÁS tareas de las que tú pones, para que tú se las corrijas todas. A ella. Sólo a ella.

La edad le fue dejando más claro a UNA a qué quiere dedicar su tiempo.
La edad le fue ordenando las prioridades a UNA.
Un sábado, hace ya muchos años, UNA estaba trabajando, corrigiendo las tareas de sus alumnos, como tantos otros sábados.
UNA se levantó un momento a hacerse un té y, cuando volvió a su sitio, encontró la siguiente nota que un Paul hijo1 todavía muy pequeño le había dejado:


los sábados no se trabaja

Y, como si de un tetris se tratara, cada pieza encajó en su sitio. Las prioridades se ordenaron. Y UNA nunca volvió a trabajar un sábado.



El momento es incómodo. La alumna, cual ave rapaz acechando a su víctima en un documental de Félix Rodríguez de la Fuente, se hace la remolona en los minutos después de clase hasta conseguir quedarse a solas contigo. Entonces osa. Osa sacar de su carpeta todo ese trabajo extra que ha estado realizando concienzudamente en la oscuridad de su cueva para que UNA eche MÁS horas extra corrigiendo.
UNA sonríe.
UNA respira.
UNA sabe que viene el momento de la incomodidad.
UNA dice que NO.
NO

La alumna está decepcionada. Probablemente la opinión de la alumna sobre UNA cambiará. Seguramente ya ha cambiado.
Pero a UNA no le importa. ¿Sabes por qué? Ya no le importa porque EL SÁBADO NO SE TRABAJA. El sábado es el tiempo de las prioridades de UNA. Y tu opinión sobre mí no entra en mis prioridades.

Cuando se tiene hijos, es esencial practicar el placer de decir NO.
El mundo en el que nos ha tocado criar a nuestros hijos es un escaparate de tentaciones. Nuestros hijos ni siquiera saben que es posible otro mundo. Las tentaciones les alcanzan por todas partes, desde la puerta del cole hasta a través de las pantallas.
Y los hijos piden.
Y piden.
Y luego piden más.
Si el momento de decir NO es normalmente incómodo, el momento de decir NO a los hijos es incluso peor: los hijos pueden llegar a convertirlo en realmente insoportable.
Pero si eres capaz de admirar esa determinación que despliegan en el capricho sin doblegarte, entonces descubrirás que el placer de decir NO a los hijos también es más grato. El placer reside en ese hueco que vas creando entre el ser humano que tratas de moldear y la sociedad de consumo que pretende manipularlo. El placer reside en echarle un pulso al escaparate y ganar. Es un placer a largo plazo, desde luego. Es más fácil sucumbir al SÍ, pero no pierdas la perspectiva de lo que quieres cultivar. Después de una rabieta por un NO, el hijo será capaz de admitir que tampoco deseaba tanto lo que sea que fuera que deseaba tanto.

Luego está el placer de decir SÍ.
UNA, que tiene teorías para casi todo, tenía muy claro que cuando se dice que NO es que NO.
Luego tuvo hijos con Peter que dice que NO y luego dice que NO y al final dice que SÍ. Ése es Peter.
UNA criticaba a Peter.
Hasta que UNA se hizo un poco Peter.
Y descubrió el placer de decir SÍ cuando antes se ha dicho NO.
Y descubrió el placer de la flexibilidad.
Y descubrió el placer de dejar ir a la rigidez.
Porque, a veces, algunas veces, hay que preguntarse cuáles son las razones por las que decimos NO y contrastar esas razones con nuestros valores y plantearse si no será mejor decir SÍ.



El placer de decir NO.
Practícalo.
Di que NO al nuevo grupo de whatsapp que te come tu tiempo;
di que NO a otra actividad extraescolar;
di que NO compras ese artículo del escaparate para el que alguien en un despacho te ha creado la necesidad;
di que NO vas porque no te apetece;
di que NO estás disponible para EL OTRO porque estás disponible para tus prioridades;
di que no es que no puedas, es que NO quieres;
di que NO a una reacción automática en favor de una respuesta consciente;
di que NO a una mala costumbre que no te hace feliz;
di que NO a un valor heredado que ya no te sirve;
y, sobre todo, di que NO a la señora mayor que tiene todo el tiempo del día y pretende colarse en la cola del súper cuando tú vas con prisa y con dos niños, uno de los cuales se hace pipí.

NO
Es una sola palabra.
Una sola sílaba.
Dos letras.
Muchos beneficios.

Y luego di que SÍ a veces, algunas veces, cuando tus valores te lo chiven.




domingo, 11 de noviembre de 2018

Peter, ¡Feliz 50 Cumpleaños!


Si hay una cosa que da más vértigo que envejecer es ver envejecer a los que quieres.
Peter cumple hoy 50 años. 

Decidí que me quedaba con él hace 25 el día que se casaron su amigo Joserra y Pepa. En la ceremonia se emocionó. 
Un hombre que se emociona es un hombre bueno 

Reconozco en mis hijos trazos de él. 
Paul hijo1 es una versión cada vez menos miniatura de su cuerpo.
Gusi hijo2 tiene su sentido del humor básico que nunca falla en hacerme reír.
Dolfete hijo3 es tan desordenado como él.
Ninguno escucha.
Los tres son buena gente.

El que nos conoce seguro nos ha visto pelear y muchos no darían un duro por nosotros al principio pues no había dos personas más distintas. 
No siempre ha sido fácil. 
Nadie me ha perdonado tantas veces como él. 
Hemos tenido que empezar de cero en muchos puntos kilométricos con mochilas ya pesadas.

Yo he tenido que aprender a dejarlo en paz, 
a dejarlo ser, 
a dejarlo ir... 
porque él necesita menos.

Él ha tenido que respetar miedos que no comparte, 
locuras que desaprueba, 
sueños que no logra entender.

No siempre ha sido fácil pero ahora es MUCHO más fácil. 
Hemos hecho arrugas juntos y nos hemos hecho el uno al otro. 
Figurativamente en el sentido de que nos hemos ido aceptando pero también literalmente: hay partes de mí que serían radicalmente distintas sin él en mi vida y estoy segura de que viceversa también es así. 


Hay algo en UNA que es un poco Peter y algo en Peter que es un poco UNA.

Las historias de amor no son como nos las habían contado. 
Por lo menos la nuestra no lo es.
Son más prosaicas.
Son aguanto a la coliflor porque quiero a la flor. 
Son te dejo la cafetera abierta para cuando te levantes aunque ayer me acostara enfadado. 
Son me trago una serie de ciencia ficción por poner los pies encima tuya en el sillón aunque yo me vería una peli de amor y lujo.
No es dormir abrazados pero es meterte la mano por debajo de la espalda. 
Las historias de amor son ordinarias. Las de verdad. Son corrientes. 
Se tejen con lugares comunes que a veces sólo uno de los dos recuerda. 
Con palabras que sólo significan algo en pareja. 
Son bipolares. Son a veces me caes mal y otras me embelesas.
Las historias de amor son qué suerte haberte conocido y volvería a hacerlo de nuevo a pesar de nuestros peores chungos

Sorprenden poco pero aguantan mucho. 

Las historias de amor de verdad roncan, tosen, huelen, desafinan.

No son: 
no puedo vivir sin ti 
sino más bien:
podría vivir sin ti pero no quiero

Saber cuándo mirar para otro lado. 
Cuándo hacerlo a los ojos. 
Y cuándo mirar juntos hacia el mismo horizonte. 

¡Feliz cumpleaños, Peter!
Ya te he calado y me quedo contigo 
A celebrar los que nos queden.






jueves, 1 de noviembre de 2018

Madres jóvenes y agobiadas

La frase que da título a este post surgió en una conversación de whassup con una amiga que me contaba que estaba rodeada estos días por un montón de madres jóvenes y agobiadas. Estos dos adjetivos juntos trajeron a mi memoria otro montón de recuerdos de escenas de mi maternidad joven en las que ciertamente estuve agobiada. Ahora que ya no estoy tan agobiada (lo cual me permite estar más joven 😉😏), miro atrás y me pregunto qué es lo que era que me traía tan agobiada. Y creo poder responder con un repertorio de razones (la falta de sueño, la falta de mí, el exceso de ruido...) pero hay un motivo que sobresale entre todos los demás:


hacer las cosas bien

Hacer las cosas está bien. Pero querer hacer todas las cosas y querer hacerlas todas bien cuando tienes a tres chiquillos quitándote el sueño, quitándote a ti misma y haciendo mucho mucho ruido a tu alrededor... éso, querida, es tortura autoimpuesta.

Y UNA se autoimponía mucha de esta tortura.

Esta tortura, por supuesto, se disfraza de perfeccionismo:
la pulcritud en la elección de la dieta de los hijos: que coman pescado, algo de carne, mucha verdura, que merienden fruta, muy poco azúcar;
el adecuado balance entre el tiempo de pantalla y el tiempo de aburrimiento que requiere la creatividad;
las horas de parque (de hecho, si el ayuntamiento fuera justo habría más de un parque en esta ciudad que tendría un árbol con mi nombre en premio a la fidelidad);
las rutinas ¡oh, las rutinas!: la hora de la siesta, la hora de la ducha, la hora de la cena. ¡Que no se nos pase la hora!
la educación (ésta, sin duda, es la más acuciante): que sean amables, que sean educados, que no griten, que no escupan, que no.

Que no, que no, que no.


Que se te va la infancia de tus hijos y sólo te queda la tortura.

Porque conseguir hacer todas esas cosas de la lista y conseguir hacerlas todas bien es posible, creéme, la mayor parte del tiempo, pero ¿a costa de qué?
A costa de ti
A costa de UNA

Y a costa del tiempo con tus hijos.
Pues si haces todas esas cosas y las haces todas bien, el tiempo con tus hijos te lo pasas estresada. Te lo pasas agobiada.
Y al final lo que emana de ti es estrés y puro agobio.
Y lo que emana de ti es lo que tus hijos absorben.

Así que, si hay algo que he aprendido y que me tengo que recordar con más frecuencia de la que desearía es que lo importante no es:
hacer las cosas bien
Lo importante ni siquiera es:
hacer las cosas bien
Lo importante es estar.
Es ser. 
Porque eso es lo que hay y al final, lo que queda.

Y lo que eres es mucho más que madre. 
Hay algo, indaga (a veces no hace falta indagar mucho), que haces bien además de ser madre; 
algo que te gusta; 
que si te lo permites, te apasiona; 
algo que es como un estor en el estómago, que te produce esa sensación agradable de inquietud. 
Encuéntralo y encuentra el tiempo para hacerlo. 
Deja a los niños con tu madre o con tu suegra, con esa vecina que te debe un favor, o esa madre del colegio que sí es perfecta, y vete a hacerlo: ya sea correr o pintar o leer o plantar o coser o escribir o pensar o dormir. 
Haz de esto tu prioridad. 
Más que la lista de cosas por hacer, tu prioridad ha de ser la lista de cosas por ser
Porque si eres, al final lo que emana de ti es lo que eres. 
Y lo que emana de ti, recuerda, es lo que tus hijos absorben.

Recuerdo una tarde de invierno que decidí llevar con una amiga y su hijo a mis tres hijos a un taller de mindfulness (atención plena) para niños. El taller duraba dos horas. Mis hijos tendrían entonces, no estoy segura, pero quizás 8, 7 y 4 años. 
Creo firmemente en el poder de la meditación como regulador emocional: de hecho, no creo ni siquiera que sea objeto de creencia. Lo que ha sido probado deja de ser objeto de creencia. El caso es que por supuesto es algo que quería inculcarles a mis hijos y me planté en el taller.
Fue un auténtico desastre. Los niños estuvieron toda la tarde corriendo por la sala, desatendiendo las instrucciones de una bien intencionada psicóloga gestalt que carecía de experiencia en niños quienes a la vez parecían haberse propuesto poner a prueba todo su bagaje de estrategias zen desafiándola a base de risa floja.

UNA se agobió muchísimo.

Pero UNA aprendió una lección:
la que ha de ir a un taller de atención plena si UNA quiere que los niños capten lo que es atención plena es UNA.

Porque al final si de ti emana atención plena es lo que tus hijos absorberán.

Hay muchas veces, muchas, muchas, muchas veces, todas las veces, que no importa tanto la dieta de tus hijos como el que no te vean agobiada. Menos pescado y más(son)risas es mejor que una tarde de gritos sin azúcar: 
¿cuántas veces no te has pasado la tarde riñendo a tus hijos a la hora de la ducha y de la cena para sentirte completamente culpable una vez que ya están en la cama? 
Dime,¿cuántas?

Muchas, muchas, muchas veces hay que ser flexible y relajar tus normas porque ¿sabes qué? NO PASA NADA.

¿Que se quedan dormidos en el coche de camino a casa y se pierden la ducha y la cena y los tienes que acostar vestidos? No pasa nada: de hecho ¡ni se te ocurra despertarlos! Un ratito que has ganado para ti ese día.
¿Que no aguantas más el ruido, las carreras, las peleas? No pasa nada. Ponles un ratito la tele y échate una siesta.
¿Que han sido desagradables con una vecina o se han tirado un pedo en el ascensor o han dicho una palabrota más grande que ellos mismos o se han copiado en un examen del cole? No pasa nada. 
NO PASA NADA. 
No se hunde el mundo. 

No significa que el día de mañana vayan a ser asesinos en serie. 

Sobre todas las cosas NO significa que seas una mala madre. 

De hecho, NO significa NADA.

Una característica de la atención plena que requiere ser madre, 
que requiere ser
es precisamente aceptar que las cosas no significan nada, 
las cosas no traen significados asociados, 
las cosas son lo que son.

Y ser madre joven a menudo agobia. 
No te pelees con eso. 
Acéptalo: estás agobiada. 
Pero indaga (a veces no hace falta indagar mucho): 
hay alguna norma, alguna regla, sobre cómo deberías ser tú o sobre cómo deberían ser tus hijos que podrías relajar un poco hoy, que podrías flexibilizar un poco esta tarde para no estar tan agobiada. 
No te tortures. 
No pasa nada. 
Suelta la lista de cosas por hacer.
Concéntrate en ser, en estar. 
Y nárratelo.

sábado, 27 de octubre de 2018

La princesa está triste, ¿qué tendrá la princesa?


Han sido muchos los cambios que ha habido, tanto en familia como en colegio, en lo que a educación se refiere en las décadas que me separan de mi infancia. Algunos de estos cambios han sido negativos: cómo se ha vulgarizado todo, por ejemplo. Otros muchos han sido afortunadamente positivos. La humanidad evoluciona. Si tuviera que destacar uno de entre estos cambios positivos sería, sin lugar a dudas, la educación en emociones.

Para UNA, que es de naturaleza emocional exaltada, este cambio era imprescindible, cuando no urgente.

Siendo niña, aprendí bien pronto cuáles eran las emociones premiadas y cuáles eran las no permitidas. 
Está bien si estás bien pero no está bien si estás mal: ése es básicamente el resumen de la educación emocional de mi infancia.
Si UNA estaba alegre, mostraba entusiasmo e interés, (son)reía, era celebrada. 
Si UNA estaba enfadada, gruñía, protestaba, o andaba triste y cabizbaja, UNA entendía inmediatamente, sin necesidad de mediar palabras, que estaba haciendo algo mal.

No tienes derecho a enfadarte con la suerte que tienes. 
No tienes derecho a gruñir ni a protestar con tanta cosa que tienes. 
No tienes derecho a estar triste tal y como te sonríe la vida.

No tienes derecho a enfadarte ni a estar triste es el mensaje que muchas de nosotras recibimos en la infancia.

Curioso cómo se malinterpreta que, del repertorio de emociones humanas, podemos excluir las que no nos interesan por incómodas o porque nos incomodan. Sobre todos los motivos, éste último.

Luego muchas se preguntarán de dónde surgen los problemas a los que se enfrentan en la edad adulta, tales como la ansiedad, la depresión o el manejo de la ira.

Pues mi opinión es que surgen precisamente de no tener derecho a enfadarse ni a estar triste.

Decirle a una niña que no tiene derecho a enfadarse ni a estar triste es cómo decirle a la lluvia: no tienes derecho a llover con la suerte que tienes;
es cómo decirle a la nube: no tienes derecho a nublar este maravilloso día soleado; 
es cómo decirle al viento: no tienes derecho a soplar tal y cómo te sonríe la vida.

Esta metáfora apesta, lo sé, pero para mí el tiempo atmosférico es el mejor referente que he encontrado hasta la fecha para explicar por qué nos manejamos regular en este sentido los adultos que fuimos educados en el rechazo a las emociones "negativas" tales como el enfado o la tristeza.

A veces llueve, 
y a veces está nublado, 
y a veces sopla el viento. 

Y resistirse a las emociones es tan absurdo como resistirse a los cambios atmosféricos.
La educación emocional consiste precisamente en darnos cuenta de este hecho básico: que no le podemos pedir a una niña que no esté triste o enfadada porque la niña no ha elegido estar así. Igual que no puede ¡por mucho que quiera! elegir que llueva o deje de llover.
No ha tenido esa opción.
Está enfadada porque el enfado es parte del repertorio de las emociones humanas y a veces, osada, toca su partitura. Y hay que dejarla sonar, porque si no, el día de mañana, la melodía se vuelve ruido estruendoso.

Cuando nació Paul hijo1, en las primeras semanas UNA se encontró sin saber cómo ni por qué con una tristeza sobrevenida que ni había buscado ni conseguía explicar. UNA se decía a sí misma: 
¿¡Pero por qué estás así!? 
Si todo ha salido bien... 
Si tienes un hijo precioso, perfecto... 

UNA se reñía a sí misma, se autocastigaba, por sentirse de una manera que no había elegido sentir. 

UNA se autoflageló por llover.

Eso no benefició a nadie y alargó el posparto.


Cuando unos años después murió mi padre, UNA ya tenía a Paul, hijo1, y Gusi, hijo2, y estaba embarazada de Dolfete, hijo3. UNA lloraba mucho. Recuerdo que a mi alrededor no fueron pocos los consejos de familiares y amigos que apuntaban todos en la misma dirección:

No llores. 
No llores tanto.
Y, sobre todo, no llores delante de tus hijos.

¿¡Cómo!? 
¿¡Cómo no voy a llorar!? 
Se está muriendo mi padre. 
Se está muriendo el abuelo de mis hijos. 
Se me va un referente. 
¿¡Y quieres que no llore!? 
¿¡Quieres que no llore delante de mis hijos!? 

Mis hijos tienen que aprender que la vida a veces es triste. 
Y que cuando muere tu padre y llevas en el seno al nieto que nunca llegará a conocer es desgarradora. 
Y que llorar es un invento magnífico de la naturaleza para gestionar ese desgarro. 
Para gestionarlo. 
No taparlo. 
No enterrarlo. 
No embotellarlo y que luego estalle y el corcho le dé a alguien en un ojo como el del cava el día de Navidad.

Igual que escribir es otro invento magnífico de gestión. 
Y cuando murió mi padre, lloré mucho y escribí mucho. 
Y eso es lo que me gustaría que aprendieran mis hijos.

Cuando nació Dolfete hijo3, unos meses más tarde, yo ya era más sabia que en mi primer posparto: la sabiduría que te regala la experiencia. Sabía que el posparto iba a ser duro, no sólo porque los dos anteriores lo habían sido, sino porque mi padre no estaría allí para conocer al nieto que lleva su nombre. 
Nunca más estaría allí.

Estaba preparada para sentir la ira y la pena cuando vinieran y en la forma que vinieran. 
Para darles la bienvenida en mi cuerpo. 
Para sentarme a tomar café con ellas si hiciera falta. 
Y eso me permitió abrazar la ambigüedad
Y me otorgó el permiso y el derecho para disfrutar también de los momentos dulces. 
De los momentos "a-pesar-de-todo". 
¡Oh, los momentos!
Como las siestas con mi bebé encima de mi pecho y mi respiración acompasada con la suya.

Podemos enseñar en la infancia a gestionar esas emociones incómodas,
a no alargarlas en el tiempo enredándonos en nuestros pensamientos rumiantes,
a saber identificar sus sensaciones corporales y observar cómo éstas 
llegan...
...pasan...
...y se van...
Podemos enseñar en la infancia a pausar antes de reaccionar y así responder desde el dictado de nuestros valores y no de nuestros impulsos.

Pero no enseñemos en la infancia a sentirse culpable por estar enfadada o por estar triste, porque avergonzarse de una misma es la peor de las emociones; 
la que configura la manera en la que nos hablamos a nosotras mismas;
la que además impide florecer.


Si no llueve, no hay flores.


Que llueva, que llueva, la virgen de la cueva que hoy empieza la manga larga.

sábado, 13 de octubre de 2018

Un bote de pastillas


En el verano del 2013 tuve un ataque de ansiedad. Si tuviera que achacarlo a algo, diría que me encontraba en un época de cambios. Estaba en medio de una mudanza de un piso alquilado amueblado a uno sin amueblar con el sentido de permanencia que esta diferencia le otorgaba al nuevo domicilio. Pero, si tengo que afilar la honestidad, te diré que no tengo la certeza de que aquella mudanza detonara el ataque de ansiedad, tan sólo la sospecha, que ni siquiera roza la intuición.
Tampoco estoy segura de que poner el dedo en la causa sea tan relevante; desde luego, no ya a estas alturas. En cualquier caso, tengo una personalidad con tendencia a exacerbar las emociones, tanto las agradables como las incómodas, y la ansiedad desafortunadamente no escapa esta tendencia.

El que no haya tenido nunca un ataque de pánico en toda regla encontrará harto complicado asomarse a la angustia indescriptible del que sí lo ha sufrido. Los síntomas se resisten a la definición por su irracionalidad, como resbala un pez entre las manos.
A UNA se le desencadenó en mitad de la noche. La oscuridad es cómplice conocida del desánimo y el desvarío.
UNA trataba en vano de explicarle a Peter lo que le estaba ocurriendo. La única respuesta que él lograba emitir ante el desconocimiento era:
-Tranquilízate, anda, duérmete...
Consejos inútiles para la desazón.

Unas horas después, todavía activada, acabamos en Urgencias, donde me administraron un tranquilizante de caballo y me remitieron a mi médico de cabecera.
Estábamos en Málaga de vacaciones, así que acudí a un médico de una compañía privada. Le relaté los acontecimientos de aquella noche y consiguiente visita a urgencias tal y como habían sucedido.
Sin exagerar.
Sin dramatizar.
Me escuchó con atención impecable y me hizo una receta de un medicamento antidepresivo.
Sin mayor dilación.
Sin pregunta alguna de por medio.

Así de facil:
- Te tomas estas pastillas durante seis meses y vuelves.

Salí de aquella breve consulta poco menos que perpleja. El conjunto de síntomas que me habían acompañado no encajaban, desde mi humilde perspectiva de paciente (apréciese el sarcasmo), es decir, de persona que los está sufriendo, con el diagnóstico tajante de depresión. Pero el desconcierto brotaba sobre todo de la falta de comunicación de aquel doctor que no había siquiera tratado de indagar más allá en mi condición.
Decidí hacer caso omiso por el momento y, cuando volví a Córdoba en septiembre, me acerqué a ver a mi médico de familia de la Seguridad Social, una mujer afable que no me conocía en absoluto pues tengo la suerte de no soler enfermar. Como las citas en la sanidad pública son más aceleradas, relaté en un par de minutos aquella fatídica noche estival y, para mi estupor, tanto el diagnóstico como el tratamiento resultaron ser los mismos que los propuestos por el médico malagueño.
Ni indagación.
Ni preguntas. 
Ni dudarlo:
- Seis meses de paroxetina.
Y esta profesional añadió:
-... a veces el tratamiento ha de ser de por vida.
E hizo referencia a alguno de los efectos secundarios de este componente, en concreto a la inhibición del deseo sexual. O sea, que además de estar deprimida, te quitan las ganas de hacerlo.

Salí muy pesada de aquella consulta, decepcionada con la confirmación de un patrón de solución único, que yo no estaba dispuesta a acatar.

Peter siempre dice que UNA va al médico con la intención de la desobediencia por delante.
El tema de la obediencia a una figura de "autoridad por conocimiento" podría ser en sí mismo objeto de otro post. 
Pero lo que yo quiero desplegar hoy aquí, en la semana del día mundial de la salud mental, es la preocupación, cuando no dentera, que me produce un sistema sanitario, público o privado, dispuesto a enterrarme definitivamente en un tratamiento antidepresivo por un ataque de ansiedad puntual.

Sin juzgar mi estilo de vida.
Sin adentrarse en mi alimentación.
Sin cuestionar mis hábitos de salud ni de sueño.
Sin tiempo.
Sin preguntas.

Con la receta como estandarte.


UNA cogió la receta.
UNA se fue a la farmacia que siempre hay al lado del centro de salud.
UNA compró el medicamento. ¿No es eso, al fin y al cabo, lo que el sistema quiere que hagamos? ¿Que compremos el medicamento?

Y, cada día, a la misma hora, UNA desprendía la pastilla cuidadosamente del embalaje, y la trasladaba con conciencia a un bote vacío. 
Un bote de pastillas.

Un bote de pastillas que se fue llenando con todas las pastillas que UNA nunca llegó a tomarse.

No estoy abogando por la abolición radical de estos tratamientos, estoy reivindicando la vigilancia extrema en la selección de los casos en los que se recetan, que deberían ser la excepción y no la norma. Creo que sería urgente que el médico supervisara si su paciente está consumiendo mucho azúcar o poca proteína, que le recetara ejercicio físico, meditación o escritura expresiva antes que paroxetina, que le instara a quedar regularmente con sus amigos...

Por cada pastilla que UNA metió en aquel bote hizo un pequeño propósito de bienestar para evitar la recaída.

Lo que me aportó aquel ataque de ansiedad es la confianza en los recursos propios, los que vienen de dentro. Los que te permiten surfear los bajos de la vida. Conozco mujeres y tengo amigas que acallaron su voz interior para tratar de aplacar los síntomas de esos bajos y crearon una dependencia asustada de recursos externos que no les permite ahora enfrentarse al mundo sin pastillas. ¿De verdad? ¿No les hemos robado a estas mujeres la fe en sí mismas? ¿En su capacidad de saber estar con las emociones desagradables? ¿En el poder de la compasión por UNA misma? ¿En la necesidad imperante del autocuidado? 
Mujeres que, además, callan, porque el estigma de palabras como ansiedad y depresión sigue, como una nube negra, vaticinando debilidad que aún se percibe con vergüenza.

A UNA el ataque de ansiedad la puso de rodillas. 
Pero cada pastilla que metió en aquel bote la hizo más fuerte.