A estas alturas hace un año la vida era normal y no lo sabíamos. En realidad, no es que no lo supiéramos, es que no nos hizo nunca falta detenernos a pensarlo. La normalidad, como el silencio, pasa inadvertida hasta que desaparece o se restablece. Desapareció. Fue sólo entonces, tras el golpe de la pandemia y el estupor de aquel primer confinamiento de marzo, cuando reparamos en su ausencia.
En las primeras semanas, dejamos que nuestra confianza se posara en la esperanza de un pronto restablecimiento de la normalidad. Hacíamos planes por doquier para cuando-todo-esto-pase. Soñábamos con que el futuro fuera una vuelta, un cambio de sentido, al pasado.
El verano nos devolvió cierta sensación de control. El sol y la playa, si bien levemente empañados por el accesorio de la mascarilla, nos hicieron olvidar por un cálido paréntesis el recuerdo de lo-sucedido y la amenaza de lo-por-suceder. Sólo ahora nos damos cuenta de que fue una ilusión instantánea en préstamo, ilusión que se ha desvanecido con el vaivén de las olas: la segunda; la tercera.
Esta última nos pilla ya drenados.
Emocionalmente drenados.
Ya no quedan ganas de mantener el ánimo. Ha pasado casi un año, y el coronavirus ya no es solamente un titular en las noticias, sino que ha ganado cierta cotidianeidad detestable:
lo pasaste,
conoces a muchos que lo pasaron,
perdiste a alguien,
conoces a alguien que perdió a alguien.
Las cifras hace mucho que empezaron a rayar lo absurdo.
El vocabulario del coronavirus ya forma parte del argot de la vida diaria: contacto estrecho, confinado, positivo, olfato, gusto, neumonía bilateral, UCI, intubado, cepa, mutar... Palabras que hace un año apenas visitábamos nadan ahora a diario en nuestra saliva con una destreza que lamentablemente ha dejado de resultar sorprendente.
Estás viendo una serie en la televisión y te llaman la atención comportamientos en que los protagonistas se saltan la distancia social, muestras de afecto que antes eran habituales y ahora se pintan como una temeridad. Me viene a la cabeza la canción de Víctor Manuel:
El cuando-todo-esto-pase aparece cada vez más difuso en el horizonte. El virus pareciera haberse instalado para quedarse. Si antes anhelabas que llegara el día en que abrieras facebook o el whatsapp o las noticias y el coronavirus no lo habitase todo, ahora tan sólo buscas refugio para la desazón que te produce cada amanecer despertar en medio de una pandemia interminable.
UNA no alcanza siquiera a ponerse en el lugar de los héroes de esta batalla, aquellos a los que aplaudimos desde nuestros balcones hace ya- parece- algunos siglos. Si los que llevamos una vida mundana empezamos a estar drenados, no puedo ni imaginar cómo estarán los que lidian con el bicho en ese frente inagotable.
A todos, héroes y mundanos, sólo quiero deciros:
Cuidaos como si os fuera la vida en ello, porque os va.
Es tiempo de estar presente, de estar con nuestras emociones -la ansiedad, la tristeza, la nostalgia, la pena, LA PENA, el miedo, EL MIEDO- sin permitirnos el lujo de regodearnos en ellas.
Tiempo de disfrutar de las pequeñas y grandes cosas que todavía nos regala la vida y no permitir que este virus drenante lo ensombrezca todo.
Es tiempo de homenajear el mimo y el auto-mimo.
No guardéis los besos que sí podéis dar ni os guardéis los auto-besos.
Dad los abrazos que aún podéis dar y daos auto-abrazos. Dadlos porque son la única vacuna contra el drenaje emocional.
Quered mucho y quereos mucho hasta-que-todo-esto-pase.
Y después seguid queriendo más.
Me ha gustado esa palabra que has empleado por su precisión, drenados. Creo que era imposible encontrar otra mejor porque eso es lo que nos ha hecho todo esto, quitarnos la energía... pero quedan muchos asaltos pendientes no debemos rendirnos, como bien dices, nos va la vida en ello.
ResponderEliminar¿Sabes lo que a UNA la mantiene de pie cuando se siente emocionalmente drenada? La esperanza de que, como tú dices, volvamos al mar.
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