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viernes, 17 de abril de 2020

No soplaré velas por ti

Los ritos son importantes. Los ritos son ceremonias que nos ayudan a lidiar con las emociones en las transiciones de la vida: Pueden ser pequeños, como soplar las velas en un cumpleaños, o grandes y pomposos, como una boda.
¿Sabes por qué el día de mi boda fue uno de los más felices de la vida de UNA? 
No fue por el cuento de hadas.
Ni por el príncipe azul.
No.
Fue porque todo-lo-que-me-importaba en el mundo cabía junto en una sola sala: 
Toda mi familia.
Todos mis amigos de cada una de las estaciones de la vida de UNA.
Estaban. Juntos. Allí. Conmigo. Acompañándome en esa transición.

Hoy UNA cumple 49 años y le gustaría poder celebrarlo con la gente de esa sala. 
Me gustaría que mi madre -adusta, seca, cántabra- que sólo me achucha dos veces al año, fin de año y cumpleaños, estuviera aquí con UNA: Que me he quedado sin la mitad de los achuchones de este año.
Me gustaría poder celebrarlo con muchos de los que fueron testigos de aquella transición y con algunos que se han incorporado a mi vida después, y que lo han hecho para quedarse.
Me gustaría que Paul hijo1 estuviera aquí con UNA.

Ha sido en el momento preciso en el que UNA estaba a punto de detenerse a autocompadecerse por pasar el cumpleaños en el aislamiento de la-dimensión-confinada cuando, a modo de bofetada, me ha venido el recordatorio de los 19.478 que han atravesado su última transición en la más devastadora de las soledades, su último suspiro en la angustia de un hospital o una residencia, sin que los-que-de-verdad-importan pudieran estar allí sujetándoles la mano. Las cifras son tan absurdamente grandes que han convertido la muerte, la última transición, en una-muerte-mundana.
Y, sin embargo, no volverás a casa. No volverás a tus cosas, a tus cuadros, a tus notas. Todo lo que dejaste sin hacer se quedará sin hacer. Los libros que no leíste nunca los leerás. La última vez que hiciste el amor fue la última. Tus listas de cosas por hacer se quedarán sin tachar. No te despedirás de Nueva York ni volverás a París. Nada. Esa habitación triste de hospital que veías cuando lograbas abrir los ojos fue lo último que viste. Y luego, nada. Luego ya está, ya pasó. Se te acabó la vida.
Hoy he encendido 49 velas en casa y no las he soplado... Las he dejado encendidas por los que os habéis ido sin tener la oportunidad del gesto más básico, el del adiós, en esa transición que cierra. Las he dejado encendidas también por los que desde la-dimensión-confinada os echan de menos, desgarrados en la herida ya para siempre abierta. 
Harán falta muchos ritos para lidiar con una tristeza que nos supera y para la que no estábamos preparados. Éste, desde la humildad de mi vida mundana, es el de UNA hoy: No soplaré las velas en homenaje a ti que te marchaste solo y a ti que te quedaste roto.



sábado, 21 de marzo de 2020

Siempre están los pájaros

En esta nueva rutina que nos ha impuesto el virus, en la que mucho -de hecho casi todo- se para, la que sigue, la que no cesa, es la naturaleza:
Ha llegado la primavera. 
Los perros siguen agradeciendo cualquier carantoña de sus dueños, ajenos al virus, salvo por celebrar agradecidos el aumento en el número de sus paseos. 
Los pájaros siguen piando, también ajenos al ruido mundial.

En esta nueva rutina, UNA va creándose- como todos, adivino- sus propios ritos, que la permitan conectarse a la tierra en esta transición incierta. 
Y así, todas las tardes, a eso de las cuatro, UNA abre la ventana y se tumba en su cama a escuchar a los pájaros que en el patio de los vecinos cantan, silban, trinan, como si no hubiera un mañana... 😉

Hoy está lloviendo.

¿Sabíais que, mientras llueve, los pájaros no cantan? UNA, casi 49 años en esta tierra, se acaba de enterar. Nunca antes lo había notado.
¿De cuántas cosas nos vamos a dar cuenta en estos días surrealistas de parón necesario en la vida mundana? 
¿De qué te vas dando cuenta tú?



domingo, 15 de marzo de 2020

Mensaje en un virus

Cuando, hace ahora diez marzos, mi padre agonizaba, mi hermAna pensó en voz alta:
¡Menos mal que vamos para el verano! 
Recuerdo la cita como si fuera ayer.



Cuando estos días atrás se empezó a vislumbrar el cariz que iba a tomar la cosa, la cita me volvió a la mente como si de una convulsión se tratara:

¡Menos mal que vamos para el verano!

¡Oh, los veranos!

Viene un mensaje encerrado en este virus. Para cada uno de nosotros, el mensaje ha de ser necesariamente diferente. Vamos a tener tiempo de descifrarlo, creéme. Tiempo es precisamente lo que nos va a sobrar. Vamos a escuchar entonar por dentro y por fuera el yo-mea-burro: yo-pipí-caballito. El aburrimiento es el mejor de los canvas, sobre todo si viene acompañado de la serenidad, que no está siendo el caso. Así que el primer mensaje que UNA recibe es el de que lo que toca ahora es estar serena. Esto es lo que hay. Soltar el control de un fenómeno que escapa a nuestra voluntad y limitarnos a lo que sí queda a nuestro alcance: 

Ser la vacuna.

#yosoylavacuna
#yomequedoencasa
#yomelavolasmanos 
#yonometocolacara

El mensaje en el virus es una lección vital. 
La eLECCIÓN es nuestra.



Como madre, UNA siente ya la presión de convertir el confinamiento en un parque de atracciones. Por whatsapp y redes sociales, nos han llegado estos días muchas ideas para organizar la cuarentena con sugerencias de actividades, juegos e ideas creativas para entretener a los niños sin cole. La tendencia, parece, es convertir el salón en un campamento de verano. 

Pues bien, el segundo mensaje que a UNA le llega encerrado en el virus, es el siguiente: La vida-antes-del-virus era estresante. De hecho, el virus nos encuentra con las defensas bajas por el estrés. No convirtamos, pues, la vida-durante-el-virus en un estrés añadido; en una carrera por ver a qué mamá se le ocurren las ideas más creativas, más estimulantes y menos perjudiciales para los vecinos; en un maratón de fotos en instagram que haga sentir inadecuadas a las miles de madres que estos días luchamos simplemente por sobrevivir. ¡Sobrevivir! De eso se trata. No es éste el momento de la rigidez, sino de la flexibilidad. Tiene que haber tiempos muertos. Horas de pipí-caballito. Tiempo para no hacer nada. 

Si no ahora, ¿cuándo? 

Me refiero a que el miedo al vacío puede hacernos caer en la tentación de pasarnos la cuarentena rellenando huecos con listas de cosas por hacer. ¡Esto ya lo veníamos haciendo: Hagamos algo diferente! La desazón del aburrimiento puede llevarnos también a colgarnos de las redes sociales y del whatsapp que van a más velocidad que el virus. Quizás sea el momento de rescatar todas esas ideas que tenías en la trastienda de tu mente y que dijiste que algún día materializarías. O quizás no. 
Un día. 
Después otro día. 
Este virus viene a recordarnos que la vida es ahora: no hagamos planes a medio o largo plazo, porque no se sabe. Abrazar la incertidumbre, que se deja abrazar a modo de cactus, es lo único que nos queda.



El otro mensaje que me grita alto y claro el virus es que, cuando las cosas se dan por sentado, se pierde la gratitud. Y cuando se pierde la gratitud, se pierde la alegría. 

A UNA el comienzo de esta historia no la pilló precisamente en un buen momento. La creatividad es siempre un buen termómetro del estado de ánimo, y este blog el barómetro de mi creatividad. El que me siga, pues, sabría que UNA no estaba del todo bien ya en su vida-antes-del-virus. El virus me trae encerrado el diagnóstico: Cuando no hay razones para la alegría es porque no hemos hecho sitio a la gratitud. Cuando no hay gratitud, es porque estábamos dando por sentadas las rutinas. 

¡Oh, las rutinas!


¿Te acuerdas cuando dejabas a los niños en el cole y te ibas a tu clase de yoga? Lo dabas por sentado y probablemente no apreciabas el lujo que era: Pues ahora ya no puedes. ¿Te acuerdas cuando llevabas a los niños a fútbol y te ibas a tomar un té tranquila y a leer mientras ellos entrenaban? Nunca te paraste a apreciar el placer que el momento producía en tu cuerpo: Pues ahora ya no puedes. ¿Te acuerdas cuando un miércoles cualquiera le anunciabas a los niños que hoy, en vez de tareas, os ibáis al cine? ¿¡Con palomitas!? ¡Sí, con palomitas! Ya no puedes. ¿Te acuerdas cuando una amiga estaba mal y, mientras te lo contaba, rompía a llorar, y tú la abrazabas y sentías que el abrazo os proporcionaba consuelo a ambas? Pues ahora ya no puedes. Ahora tienes que confesarle desde lejos que, como en la canción de Víctor Manuel, no sabes adónde irá ese abrazo que no pudiste darle.



Este virus nos está sacudiendo por los hombros y nos está diciendo a gritos:

¡La alegría exige apreciar lo que tienes y apreciar lo que tienes exige no darlo por sentado! 

No es momento ahora de hacer política. No es momento ahora de reprochar, de culpar, de lamentarnos. Es momento de no cometer el mismo error que veníamos cometiendo: El de dar las cosas por sentado. Es el momento de la gratitud. Si tienes que quedarte en casa, agradece que tienes una casa donde quedarte. Si todos los que se quedan en casa contigo están bien, agradece porque hay muchos -cada vez más- que están mal. Si estás leyendo este post que UNA ha escrito en Una_Vida_hoy_no_tan_Mundana, agradece porque eso significa que cuentas con conexión a internet. Si tienes la nevera y la despensa llena, agradece. Si tienes la suerte de que tu trabajo no vaya a verse afectado por esta crisis como va a pasar con el de tantos y tantas, agradece. Ya que tienes la suerte de vivir en un país con un sistema sanitario digno de reconocimiento, sal a ese balcón a aplaudir cada noche y agradece. 
Como dice el maestro Thich Nhat Hanh, se nos olvida cómo sería la vida con dolor de muelas: La felicidad es darnos cuenta de que no nos duelen las muelas hoy. 
Las cosas siempre pueden ir peor. 
Agradece que no vayan.

Móntate un cine en casa.
Y agradece, sobre todo, que vamos para el verano. 

lunes, 4 de noviembre de 2019

Envejecer: Dime, ¿qué piensas hacer con tu única, salvaje y preciosa vida?


Siempre había pensado que envejecer sería algo así como una bola de nieve que se va deslizando a poquitos por una pendiente, sin velocidad, pero ganando momento de forma paulatina. Lo que me ha pillado desprevenida es que envejecer va en realidad a saltos de canguro y, en cada salto, descubres algo que te hace un poquito más vieja: un día es una arruga debajo de los ojos, otro día es una arruga encima de los labios, un dolor en la rodilla cuando buscas las zapatillas de Dolfete debajo del sillón, un bostezo delante de una copa en un bar, la pereza de hacer una maleta, el ceño fruncido que te ocupa la cara, la osadía de alguien de etiquetar a tus bebés de adolescentes, ese plato que nunca te gustó y ahora te priva, el hijo que te dice que ya no va a dormir contigo aunque papá no esté...

Cuando te acuerdas, estás rozando los 50 (los rozas por abajo, los rozas por arriba) y te preguntas dónde se ha ido tu vida, esa vida que se prometía larga e intensa. Los años-de-madre especialmente, a pesar de los días laaaargos y las noches más laaaargas todavía, son los que más rápido pasaron delante tuya, a modo de la polvoreda que levantaba el correcaminos en su huida.





La sensación es de puro vértigo


Si te paras a pensarlo friamente, la vida es una gran putada. Nos han soltado aquí, solos, sin darnos explicación alguna. La ciencia no es otra cosa que una búsqueda digna de esa explicación pues no hay fe que tenga garantías. Todas y cada una de las personas que conoces en este momento no estarán aquí algún día, incluidos tus hijos. Produce escalofríos. Lo que llamamos ley-de-vida no es otra cosa que la esperanza, el crucemos-los-dedos, el toquemos-madera, de que el orden natural de las cosas no se altere. ¡Por Dios que no se altere! Que enterremos a los padres, aunque duela como si nos estuvieran quebrando los huesos, pero nunca a los hijos.

Ante este hecho irrefutable, sólo restan dos opciones, aunque adivino que la fe ha de ser una tercera que de alguna manera alivie el desconsuelo. Para los que no creen, la opción más popular es la de anestesiarse:  ¡A vivir que son dos días! Son muchas las modalidades de anestesia:
Comer mucho
Beber mucho
Comprar mucho
Reir mucho
Pero también:
Trabajar mucho
Enfadarse mucho
Preocuparse mucho
Pasarse la vida en Facebook
Y hasta leer mucho
Las posibilidades son inagotables. Lo cierto es que el mundo donde nos soltaron es asombrosamente versátil.


Envejecer además, en esta cultura que ensalza la imagen corporal de la juventud, roza el pecado. Nos avergonzamos de las arrugas y de las canas, las tapamos con color. Vamos a nuestras reuniones-aniversario apesadumbradas por el miedo a la comparación con nuestro yo-pasado, casi pidiendo perdón por que los años hayan apagado el color de nuestra piel y sumado volumen a nuestras caderas. Usamos filtros para publicar una versión menos envejecida de nuestros selfies en las redes sociales. 
La vergüenza de envejecer en realidad esconde la pena y el miedo.
Maquillar el paso del tiempo viene a ser otra manera de no sentir el vértigo. 

La otra opción, la alternativa a la anestesia que nos viene prácticamente impuesta a los que la sensibilidad nos excede, no es otra que sentir.
Sentir la incertidumbre
Sentir el desgarro
Sentir la desolación
Sentir la desazón
Sentir la tristeza
Sentir la rabia
Sentir la pena
Sentir la ansiedad
Sentir el miedo.

Sentir las emociones que producen los saltos de canguro de envejecer, la certeza del futuro, la conciencia de la soledad y el pensamiento de la muerte.

Pero si te das permiso para sentir esto y no anestesiarlo, abres la puerta al abanico del resto de emociones:
la admiración enmudecida ante la belleza, 
el regocijo acogedor de la maternidad, 
la euforia de la creatividad, 
la satisfacción de la conexión con el-otro-que-no-eres-tú, 
el gozo del amor y el sexo.

Pararte a incorporar todas estas emociones ralentiza de alguna manera el tiempo porque, para realmente sentirlas, necesitas estar en el momento presente, en el ahora, en el momento del verano, del viaje, del poema, del abrazo. Cada momento se convierte en un rito. ESTO es vivir y no pasar a saltos por la vida.

Vivimos a ratos entre una y otra de las dos opciones: entre anestesiarnos y sentir. Los que somos más intensos, como UNA, no podemos evitar vivir más en la segunda opción que en la primera, sobre todo a medida que vamos envejeciendo, aunque admito que a veces daría mi reino por una anestesia que, a modo de dique, detuviera la mente incansable de UNA. Pero también a medida que vamos envejeciendo, vamos tomando conciencia de que vivir en la segunda opción, además de ser motivo de desasosiego vital, también lo es de celebración vital.

Así es la vida. Nadie te va a venir con una respuesta. Nadie la tiene. Ni siquiera creo que las preguntas que nos formulemos sean las apropiadas. Mañana te levantarás y, al mirarte al espejo, descubrirás una nueva mancha en tu piel que ayer no estaba. 
Sabrás que eres un poquito más vieja. 
Te entrará vértigo.

Siente ese vértigo pues lleva consigo la promesa de su contrapunto.


*    *    *


El día de verano, poema de Mary Oliver

¿Quién creó al mundo?
¿Quién hizo al cisne, y al oso negro?
¿Quién dio forma al saltamontes?
Me refiero a este saltamontes,
el que acaba de saltar en la hierba,
el que ahora come azúcar de mi mano,
el que mueve las fauces de atrás para adelante y no de arriba abajo,
el que mira a su alrededor con enormes ojos complicados.
Ahora levanta una de sus patas y se lava la cara cuidadosamente.
Ahora de pronto abre sus alas y se va flotando.
Yo no sé con certeza lo que es una oración.
Sin embargo sé prestar atención
y sé cómo caer sobre la hierba,
cómo arrodillarme en la hierba,
cómo ser bendita y perezosa,
cómo andar por el campo,
que es lo que llevo haciendo todo el día.
Dime, ¿qué más debería haber hecho?
¿No es verdad que todo al final se muere, y tan pronto?
Dime, ¿qué piensas hacer con tu única, salvaje y preciosa vida?

jueves, 6 de junio de 2019

¡A comer!


En este blog casi siempre hablo de las cosas que hago mal como madre.
Pues bien, hoy vengo a hablar de una cosa que creo que hice y sigo haciendo bien (ya iba siendo hora, ¿no? 😉):
Las comidas. 
No me refiero a que cocine bien, que no lo hago: en la cocina, me limito a sobrevivir. Me refiero al momento-comida. Al momento-cena. Lo único que hacemos escalonado en casa es el desayuno, pero el resto de las comidas las hacemos juntos, sentados a la misma mesa, sin televisión, sin tablet, sin móvil. Son momentos sagrados. ¡Oh, los momentos! Fíjate que digo sagrados, no digo momentos de paz. No lo son. Pero son sagrados en el sentido de intocables: una tradición que me empeñé en instaurar y que me empeño en mantener. No siempre es cómodo, casi nunca es rápido, pero sí creo: 
Creo que es un valor familiar necesario. 

Más a menudo que no, estos momentos-comida y momentos-cena son batallas campales: Paul hijo1 le mete patadas por debajo de la mesa a Dolfete hijo3, a quien ya le he dicho en trece ocasiones antes del postre que quite el codo de la mesa, y a Gusi hijo2 le da asco cómo mastica Dolfete hijo3 y protesta también por la comida, "¿¡por qué en esta casa no podemos comer cosas normales!?", pregunta, y mucho por parte de UNA de "siéntate bien", "no hables con la boca llena", "no te levantes de la mesa", y luego Paul "¿me puedo ir ya?", "No, espérate a que acabemos todos"
En realidad, ahora que lo pienso, es un infierno. Pero, repito, es un infierno que me empeño en mantener porque es un infierno en el que creo. 
Es un rito. 
Y los ritos son necesarios. 
En la vida en general; en las familias especialmente. 
Los ritos crean lazos, 
conforman identidad, 
aportan seguridad. 
Crean recuerdos

Es un rito heredado, legado de mis padres. La comida siempre en familia, siempre sin tele. Se habla, se discute, se está juntos. La mesa, siempre importante. En casa de mis padres había, hay, tres mesas. La mesa de la cocina para la vida diaria. La mesa redonda del cuarto de estar para los fines de semana. La mesa robusta del comedor para los días especiales. Cuando íbamos de restaurante, mi padre siempre pedía una mesa redonda: su favorita. 
Las mesas crean recuerdos
En casa, de hecho, la comida en sí misma fue siempre un ritual. Mi madre cocina a niveles masterchef, un programa que por cierto la espanta, y los invitados a cenar eran escena habitual en casa.

En la casa de UNA los momentos-comida son siempre en la mesa de la cocina. Y allí, cuando la batalla campal escampa y, como dice Peter, tenemos la fiesta en paz, se habla, se está juntos. De una de mis autoras favoritas, Glennon Doyle, que tiene una curiosa página en redes sociales que se llama Momastery, robé una idea para estos momentos-comida. Es un tarro, que ella llama el tarro-llave, con una colección de preguntas en papelitos. En el momento comida, se saca uno, y todos los sentados a la mesa contestan. Tras la frustración de repetidas respuestas monosilábicas a ¿cómo te ha ido el cole?, este tarro abre la puerta a conversaciones no esperadas en las que descubres lo que les ha pasado a tus hijos en su-vida-sin-ti. O descubres a la personita que está encerrada en el cuerpo de tu hijo y que ni sospechabas. Doyle ha hecho las preguntas descargables en este enlace aunque están en inglés pero no puedo dejar de recomendarlas. Para UNA, efectivamente, han sido llaves que han abierto preciosas conversaciones con mis tres reyes. Y a ellos les encantan. 

La época que nos ha tocado vivir, donde la conciliación entre la vida familiar y laboral es poco más o menos una quimera, no facilita los ritos familiares, si acaso lo contrario. Ha habido cursos en los que el horario de UNA en la escuela y el horario de los niños en el cole colapsaban, con lo cual no tuve más opción que dejarles a comer en el comedor. Y  echaba terriblemente de menos estos momentos-comida. Así que si UNA puede evitar el comedor, lo evita. Sé que el comedor puede ser una manera de soltar, la gente así te lo aconseja, y soltar- creo que lo he dejado ya claro en Una Vida Mundana- es algo por lo que yo abogo, pero prefiero soltar en otras áreas. Ésta es sagrada.

UNA intenta incluso hacer rito de la merienda. En mi infancia teníamos unos vecinos-amigos, familia numerosa de la especial de entonces, y los cuidaba una viejecita entrañable llamada Julia que nos solía preparar pan tostado al horno con aceite y sal. Nos sentaba a comerlo alrededor de la mesa de su cocina. 
Las mesas crean recuerdos
¿Ves que todavía me acuerdo?  
El pan tostado al horno huele a mis nueve años. Cuando UNA prepara en casa de UNA el pan de Julia, otra idea prestada, los tres reyes se arremolinan alrededor de la mesa de la cocina y se crea calor. 


Los jueves por la noche, sin embargo, cenamos en el salón con la tele puesta viendo el masterchef que espanta a la abuelAna. Éste es otro rito también sagrado. A los niños les encanta porque ver la tele comiendo no es su habitual. Para UNA es un rito cómodo y rápido, que ha aprendido a intercalar de vez en cuando, flexibilizando valores, porque a veces es necesaria una bandera blanca en la batalla campal y, como dice mi amiga Juana:
 No todo importa tanto

Así que los jueves, y algún que otro miércoles, y algún que otro lunes, en vez de crear recuerdos, cejamos en el empeño ritual y nos zampamos una empanadilla y un paquete de pipas en el salón. 
No sabe UNA qué recordarán estos tres monstruos al final.