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sábado, 9 de julio de 2022

#Carpe-Fucking-Diem

Te voy a contar cuál es uno de los generadores de culpa maternal por excelencia.

Dolfete hijo3 estaba aburrido. Era su 12 cumpleaños. Nos pillaba de vacaciones pero no podíamos ir a la playa porque hacía viento fuerte y levantaba la arena, así que estábamos decidiendo qué hacer. Adolfo estaba frustrado. ¡Qué mala suerte tengo! ¡Todo me sale mal! Así que UNA se puso su sombrero de entretenedora-oficial y empezó a listar sugerencias de actividades para una tarde gris estival. Por supuesto, todas eran encontradas con una negación rotunda por parte de la frustración de Dolfete hasta que se me ocurrió que podíamos ver vídeos de cuando era pequeño que sé que es una de sus actividades favoritas y, ¡ojo!, además es tiempo-de-pantalla. Las pantallas nunca fallan a las madres en apuros (aunque pueden ser otro generador-de-culpa pues no gozan de buena fama). 

Le puse en el ordenador una recopilación de vídeos y fotografías que le había confeccionado 2 años antes, cuando cumplía 10. Para cuando terminamos de ver el vídeo, UNA no podía seguir reprimiendo las lágrimas y rompió a llorar invadida por la nostalgia. Comparaba el pasado de mis criaturas, que eran tan ricas y tan monas, que me habían necesitado tanto y querido tanto, con el presente de mis dos adolescentes desgarbados más un pre-adolescente, que no hacen otra cosa que quejarse y llamarme pesada. “Cualquier tiempo pasado fue mejor” vino a cambiar el viento de la tarde por desazón y melancolía.

Mientras lloraba, había una parte de UNA que consiguió distanciarse y que me observaba con un poquillo de sorna. Peter, que suele complementar mi dramatismo con dosis de bajada-a-tierra, me miraba un poco obtuso:

- ¿No te da pena?- le preguntaba UNA. 

- Me da morriña- decía él- pero vamos…

- Pero vamos ¿qué?

- Que no todo sale en los vídeos y las fotos, que lo que sale es una selección de los momentos buenos… Que eran muy monos, sí, pero que no se nos olviden las tardes en urgencias, las noches sin dormir, las papillas de frutas, el cansancio…


Ahí identifiqué a esa parte de UNA que me observaba con sorna. La etapa infantil es muy bonita pero también no lo es (como casi todas las etapas en la vida). De eso no se chivan las fotos ni los vídeos que recopilamos, pues esto es como Instagram: no vas a colgar una foto de una pelea con tu pareja, lo que cuelgas es el beso en la puesta de sol. ¿O no? Nadie quiere ser testigo de tus miserias, ni siquiera tú misma.


Cuando ya ha pasado la vorágine, cuando te encuentras en otra etapa de la vida, el recuerdo es inmensamente depurativo y te trae como regalo llenarte la memoria de momentazos y de buenos-pequeños-momentos, pero trata de dejar al margen las pequeñas miserias de la vida diaria de aquella época que ya pasó.

Esto mismo que hacen las estampas visuales y recordatorios fílmicos lo hacían la mayoría de las lecturas a las que UNA dedicó tiempo en su afán incansable de aprender a ser mejor madre durante la infancia de mis hijos. Recuerdo concretamente una de esas lecturas. La autora se llama Rachel Macy Stafford y tiene varios libros. Creo que llegué a leer dos. Hands free Mama y Only Love Today. Probablemente no los terminé. En esa época no me daba tiempo a terminar los libros. Su movimiento se llama The Hands Free Revolution y básicamente te insta a disfrutar del momento de estar con tus hijos mientras dure, y te recuerda una y otra vez que ese momento no va a durar. Es decir, la nostalgia te la mete por todos los poros de tu cuerpo MIENTRAS estás inmersa en la propia época de la vida por la que vas a sentir nostalgia. UNA cayó en sus redes. La autora escribe muy bonito y es difícil no dejarse embaucar. 


El algoritmo de las redes sociales detectó pronto que UNA había sido apresada por esta nostalgia-prematura y empezaron a aparecerme memes del tipo: "Solamente tienes 18 veranos con tus hijos".


UNA tardó varios libros y un montón de memes más en darse cuenta de que estas lecturas no me estaban aportando otra cosa que una conciencia exacerbada del paso del tiempo, que ya de por sí suele estar presente en personas hipersensibles como UNA. Esta exacerbación tiene dos consecuencias tan inmediatas como implacables:

La primera es que provoca el efecto totalmente contrario. En vez de estar en el aquí y el ahora, tu cuerpo sigue aquí, en la vorágine, mientras tu mente anda anticipando la nostalgia que sentirás cuando tus hijos sean adolescentes y no hagan otra cosa que quejarse y llamarte pesada.

Además, y sobre todo, la exacerbación de la conciencia del paso del tiempo se convierte en un generador-de-culpa por excelencia. Cuando estás cansada o harta o deseando que los niños se acuesten o enfadada o histérica, ¿sabes lo que esta conciencia viene a posar en tu mente? Un buen puñado de deberías. 


Deberías estar disfrutando de esta época con tus hijos pues no dura.

Deberías estar feliz ahora que tus hijos son pequeños y comestibles y manejables y monos.

Deberías CARPE DIEM como las autoras de estos libros y estos memes.

 

Lo que más perpleja me dejaba, no obstante, es que las autoras de estos libros que te instan a aprovechar el momento con tus hijos tenían niños de esas edades y, sin embargo, encontraban tiempo también para escribir libros, posar perfectamente peinadas en redes sociales Y hacernos sentir fatal a las madres que no teníamos tiempo ni para terminar sus libros. 


Está bien. Está bien ser consciente del paso del tiempo como en El club de los poetas muertos para que el tiempo no te pase sin conciencia. Lo que UNA cree que no está bien es que esa conciencia esté tan presente que te robe el presente. Así que cada vez que no estés disfrutando del tiempo con tus hijos, que serán muchas las veces (porque ¡sorpresa! somos humanas y los conflictos familiares que no se ven en las fotos ni en los vídeos ni en los Instagrams existen); cada vez que te venga a visitar la culpa con sus deberías y sus carpe-diem-only-love-today y sus buenismos, regálale el mantra que UNA se elaboró como antídoto a esta culpa-de-nostalgia-anticipada:


Carpe-Fucking-Diem





Ya de paso, guardémonos todas de dar este consejo de disfrutar-el- momento-antes-de-que-el-momento-pase a las madres jóvenes y agobiadas, que ya van suficientemente agobiadas. Ya habrá tiempo para la nostalgia.


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miércoles, 26 de enero de 2022

Los secretos

UNA se pregunta a menudo si los-otros-que-no-son-UNA también tienen secretos.

Mi reflexión sobre los secretos prendió mecha con una muy buena amiga, madre de un adolescente de la edad de Paul hijo1, con la que mantengo una relación especial: cuando Paul hijo1 comete lo que he decidido nombrar (por mi propia paz mental) una extravagancia-adolescente, y UNA necesita un desahogo ajeno (es decir, con alguien que no esté como Peter involucrado emocionalmente), le mando a mi amiga un whatsapp de audio kilométrico, de esos que se te hacen largos aunque los escuches a x2. Y viceversa. Cuando su hijo adolescente comete una extravagancia-adolescente, ella me lo manda a mí. Luego nos aseguramos de borrarlos para que no vayan a caer en oídos fisgones. Ella planteó la pregunta: ¿Y todas esas madres que nos rodean cuyos hijos ya pasaron la adolescencia y que nunca nos mencionaron nada de estas extravagancias-adolescentes, es que sus hijos eran normales y los nuestros no lo son? UNA desconoce la respuesta a esta pregunta. UNA no sabe si es que la gente no cuenta y guarda en secreto, o la gente realmente tiene vidas más normales. UNA se pregunta. Y fíjate a dónde me llevan estos pensamientos, a plantearme si UNA no es normal, si los míos no son normales, si mi vida no es normal. Me llevan a lo que Brené Brown, otra de mis autoras, llama shame, que hasta ella se resiste a traducir como "vergüenza" en español, porque no es exactamente eso, sino más bien el sentimiento de sentir que no das la talla. Como madre o como lo que sea.

Hasta con esta amiga mía con la que intercambio audios, hablamos de cómo nos sentimos, del desencanto, de lo duro que está siendo esto; compartimos el duelo por el hijo que tuvimos y que ya no conseguimos ver detrás de la capa de extravagancias-adolescentes; pero rara vez nos relatamos el detalle. Nunca llegamos a contarnos lo que nuestro hijo ha hecho. Nos da vergüenza o pudor o miedo a que nos juzguen o juzguen a nuestro hijo. No sé por qué no lo hacemos. Somos capaces de desenrrollar los sentimientos y ponerlos desnudos y vulnerables sobre la mesa a la vista de la otra, pero seguimos manteniendo en secreto qué ha pasado realmente en casa para provocar ese sentimiento.

A UNA le gustaría pensar que ; que efectivamente todas guardan secretos, porque así se sentiría menos mal con los suyos propios. Pero aun llegando a esta conclusión, UNA siempre piensa que los míos propios son peores. Y de nuevo a UNA le gustaría pensar que todos los que guardan secretos es porque piensan que los suyos propios son peores. Lo que UNA sabe es que ha habido entradas en este blog donde he soltado alguna perla, he desvelado algún secreto de mi particular desastre doméstico y, curiosamente, ésas han sido las entradas que se han recibido con más calor, sobre todo por parte de lectoras que son madres.

Eso me hace pensar que, como madres, además de la tarea ya de por sí tremendamente complicada de la maternidad, nos hacemos el flaco favor de enterrarnos bajo el yugo de nuestros secretos.

Photo by Kristina Flour on Unsplash


Por eso algunas buscamos la terapia. Pero fíjate que hasta hace poco hasta la terapia también se guardaba en secreto. Ir al psicólogo era poco más o menos que tabú. Llevar al psicólogo a tu hijo era innombrable. Poco a poco lo vamos normalizando, en algunas esferas más que en otras. Vamos al psicólogo a contar nuestros secretos porque pesan mucho y necesitamos aligerar que la vida ya es harto difícil tal y como es. Cuando te atreves a decirlo en voz alta, es que estoy yendo a terapia porque toqué fondo en mi noche oscura del alma, de repente surge un puñado de yo-tambiénes a tu alrededor de quien menos te lo esperas, de aquella que nunca pensaste guardaría secretos porque su apariencia perfecta de madre perfecta te había engañado y hecho sentir peor contigo misma por ese hábito dañino que tienes de comparar y que vas a tener que soltar en terapia también.

Usamos el silencio ajeno como prueba de que los demás no tienen secretos que guardar,
pero sobre todo como garantía de la validez de nuestra propia vergüenza.

UNA vuelve a preguntarse, como ya hice en La cara vista, qué pasaría si nos sentáramos todas en una mesa redonda y fuésemos desvelando secretos. No me refiero a cotilleos del tipo me cae mal mi hijo o rencillas con la suegra o infidelidades de pensamiento o que hace semanas que no limpias y que además te la suda; y que le riñes a tu hijo por decir que "se la suda", pero tú lo dices en cuanto se da la vuelta, y a veces sin que se la dé.

Me refiero a decir la verdad sobre las mentiras que te auto-cuentas, pues revelar secretos pasaría por la aduana de una ingente cantidad de honestidad con una misma; me refiero a contar todo aquello que de pequeña aprendiste enseguida que no se podía contar fuera de casa; me refiero a las incoherencias: a escribir una entrada sobre todos los motivos para no tomar un bote de pastillas y a necesitar recurrir a ellas para poder atravesar la ansiedad que ha teñido mi noche oscura del alma; a escribir un post sobre la autofidelidad y en breve serle infiel a algunas de mis creencias más apuntaladas; y a la ardua tarea de ser capaz de perdonarme después pues lo hice en aras del autocuidado por el que también aboga el hilo que hilvana Una Vida Mundana.

A veces el problema está en que, cuando el-otro-que-no-eres-tú te desvela un secreto, no sabemos qué decir y el silencio aterra. Pensamos que para sostener es necesario decir algo. No lo es. Sólo es necesario escuchar y entrar en el mundo interno del otro para saber qué cristales están llorando. Sólo es necesario estar. Estar presente.

Otra amiga me contaba que esta navidad no había recibido ningún regalo. Ninguno. Contar esto es un momento vulnerable como pocos. Sentí el terror del silencio. ¿Qué digo ahora? Sentí el terror de no hacer nada: Inmediatamente me inundó la tentación de ir, comprarle un regalo, envólverselo, escribirle una tarjeta. Finalmente decidí no hacer nada. No decir nada. Mi amiga me había contado el secreto porque se sentía sola, increíblemente sola, y además sospecho tenga miedo de que esa soledad se acentúe con el tiempo. Mi amiga me había contado su secreto porque tenemos esa relación especial que nos permite contar secretos sin que la otra juzgue ni haga nada con el secreto. No haciendo nada, no diciendo nada, simplemente sosteniendo desde mi alma su secreto, quería que mi amiga sintiera que no está sola, que tiene esta relación especial en la que volcar secretos.


Porque para eso desvelamos los secretos aquellas de nosotras que guardamos secretos. Para aligerar la carga de llevarlos solas. Y para no sentir vergüenza en el sentido de shame. Si tú no guardas secretos, entonces esta entrada no era para ti. Tendré que pedirte que olvides los que UNA te contó entre sus líneas porque, si tú no tienes secretos, no serás capaz de entenderlos sin juzgarlos.


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jueves, 18 de noviembre de 2021

La cara vista

Ahora que ya llevamos más de dos meses buscando vivienda y visitados entre 20 y 30 inmuebles, me he familiarizado con el lenguaje decorativo, por no decir engañoso, de los anuncios inmobiliarios. Os traduzco:
Allá donde diga "cocina coqueta" puedes esperarte una cocina realmente pequeña, cuando no diminuta. Olvídate de llevarte la Thermomix. No cabe.
Si el piso anuncia 4 "habitaciones" (y no especifica "dormitorios"), cuando llegues, encontrarás que una de las habitaciones es en realidad un mini-office adherido a la cocina (¡sorpresa!), o bien que la supuesta cuarta habitación ha sido incorporada al salón (¡tárá!¡magia!), o bien que se trata de una mini-celda en la que apenas cabe una mesa de despacho de canto.
Si el anuncio comienza con la palabra "magnífico" piso o "fantástica" casa, tú no te conmuevas porque estos vocablos insertados en un anuncio inmobiliario significan literalmente NADA: hemos visto auténticos cutreríos calificados como "fantásticos". Magníficos cutreríos eran.
Si el piso se anuncia como "amueblado", prepárate para la nostalgia: verás los muebles del piso de tu tatarabuela aderezados, eso sí, con alguna chuchería del IKEA.
Donde diga "salón muy luminoso", puedes ciertamente esperarte que el resto de las estancias sean interiores y oscuras. Llévate linterna a la visita.
Los metros cuadrados expresados en anuncio siempre corresponderán con los construidos. Los útiles ya son otro cantar.
Si especifica que "se admiten mascotas", asegúrate de echarle un buen vistazo al suelo, pues con toda seguridad la propiedad ya no apuesta por él.
Si el piso necesitara “una pequeña reforma”, te aconsejo que ni te molestes en ir a verlo. Está en ruinas. Escenario post-bélico.
Donde diga “rodeado de todo tipo de comercios y zonas de ocio”, comprueba que las ventanas tengan doble acristalamiento pues la zona viene amenizada con ruido de fondo.
Si está “a 10 minutos del centro”, arranca el coche o ve sacándote el bonobús.

En cuanto a las fotografías que incluyen los anuncios, cualquier parecido con la realidad es pura coincidencia. Los verdaderos héroes de esta historia son los fotógrafos que, merecedores de un Óscar, terminan perdiéndose en el anonimato.

Sígueme para más consejos. 

En fin, lo que concluyo es que, poco más o menos, los anuncios inmobiliarios son para las viviendas una metáfora de lo que las redes sociales son para las personas. ¿O no? Publicamos "la cara vista del anuncio de Signal" de la canción de Mecano: UNA no publica en Facebook una foto del día que no salió de su pijama y acabó llorando en el suelo del cuarto de baño; de hecho, ese día no hubo selfie que valga. UNA publica la foto del día que subió 3000 metros de montaña y estaba radiante tras su hazaña. UNA no publica la foto del día que odiaba a todo el mundo y toda la gente; UNA publica la foto del día que salió perfectamente maquillada y peinada (que puede que coincida, de hecho, con el único día que salió). Así somos. Así nos vendemos.

¿Qué pasaría si hablásemos abiertamente del día del pijama en el suelo del baño o el día en que nos sentimos agraviadas por todos? ¿Cómo sería el mundo si osáramos a ser vulnerables, a mostrar de cuando en cuando la cara oculta del anuncio?

Nosotros tuvimos una adolescencia más auténtica. Lo que UNA teme es que mis hijos, que atraviesan su adolescencia entre Instagram y Tiktok, lleguen a creerse la cara vista del anuncio de Signal y piensen que la cara oculta sólo habita en la-casa-de-UNA o en la familia-de-5 y lleguen a sentirse peores o diferentes por ello. Y como mis hijos, los tuyos.

Enseñémosles a leer entre líneas: que cuando vean la "coqueta" foto de su "magnífica" amiga de mirada "luminosa" con su "fantástica mascota", rodeada de likes y followers, nuestros adolescentes tengan la cabeza suficientemente bien amueblada como para discernir que es pura "decoración"; que tantos followers son "construidos" y no "útiles"; que muchos de los likes son mero "ruido de fondo"; y que magnífica y fantástica, en fotos sociales, no significan NADA. 

Antes de decidirse a alquilar, hay que visitar la cara oculta del anuncio.



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lunes, 29 de marzo de 2021

La montaña infinita

UNA acaba de subir a Strava las fotos primaverales de la ruta de hoy: 
"A Cerro Muriano con los niños"



¡Qué bonito, ¿verdad?!
Precioso

Desde que acabaron los confinamientos, UNA trata de salir todos los domingos por la mañana al campo. Como normalmente voy con amigos y echo unas cuantas horas, UNA no puede evitar sentirse un poco culpable por robarle esas horas de dedicación todos los fines de semana a Peter y a los niños, así que aprovechando estos días de vacaciones, UNA tuvo la brillante idea de proponer que fuéramos al campo en familia. 

Al-campo
En-familia
Idílico

Si eres madre y ves mis fotos en Strava, quizás no puedas evitar un poco de erosión envidiosa cuando nos veas en-el-campo en-familia mientras tú te desgañitas pidiéndole a tus hijos que suelten la play y ellos insisten en que esperes a que los maten.

El caso es que, una vez enviada la foto primaveral familiar al Strava, UNA ha decidido confesarse para evitarte esa erosión innecesaria. Este post es la confesión.
 
En cuanto hice la propuesta de ir al-campo en-familia, Paul hijo1 -15 años- inventó un super-mega-plan que le ocuparía todo el día y debido al cual le iba a resultar imposible ¡imposible! venir con nosotros. Así que finalmente fue la familia menguada la que se dispuso a hacer la ruta esta mañana después de conseguir a duras penas despertar a Gusi hijo2 y Dolfete hijo3. Gusi -13 años- por supuesto no tenía qué ponerse para ir al-campo. Ninguno de sus pares de zapatos deportivos le parecían apropiados y esto consecuentemente demoró la salida, pero finalmente accedió a vestir un par de mala gana y salimos ya de casa con el gesto torcido.

A medida que fuimos avanzando por la ruta, mi adolescente en ciernes se fue poniendo progresivamente de peor humor, retroalimentándose a sí mismo. 
- Pero ¿qué sentido tiene andar por andar? 
Porque en el fútbol, por lo menos te diviertes... 
Pero ¿andar por andar?
¿Ir al campo por ir al campo? 
Cada vez se quejaba más y más alto y con más ornamentación en forma de palabros. A mitad de ruta propuso decididamente que nos diéramos la vuelta. 
Peter, que tolera a diario en su trabajo a adolescentes, reserva pocas dosis de paciencia para los de casa, así que comenzó a enzarzarse dialécticamente con él, empeorando considerablemente la situación. La energía salpicada por los dardos que se prodigaban hijo-adolescente-que-se-queja y padre-que-no-soporta-que-el-hijo-se-queje terminó por contagiar a Dolfete hijo3 que hasta hacía un rato había caminado semi-feliz. Ahora, cansado e irritado, preguntaba cada medio minuto:
- ¿Cuántos kilómetros llevamos? 
¿Cuántos kilómetros quedan? 
¿Cuántas horas llevamos? 
¿Cuántas horas quedan? 
¡Esta montaña es infinita!

UNA, acostumbrada a sus domingos en el campo, hacía de testigo de esta reyerta familiar como si no fuera con UNA; de hecho, como si ésta no fuera la familia de UNA. Les miraba y pensaba, 
- Mira éstos la que están liando en el campo...
Pobre madre...

El tiempo pasaba espacio, los kilómetros parecían millas. UNA ya no sabía qué inventar para distraer a Dolfete, empeñándome en desviar su atención precisamente de la caminata por el-campo
- Dime la lista de tu clase completa, ¿te la sabes?

Cuéntame la película que viste ayer... 
Llegamos arriba una hora más tarde de lo previsto. UNA cruzaba los dedos para que hubiera sitio en la terraza en la que íbamos a comer, pues a esa hora, sinceramente, ya me caían todos mal y no sabía cuántas crisis más iba a poder testificar sin intervenir. Comenzaba a preguntarme por qué demonios se siente UNA culpable los domingos cuando me voy tan ricamente al campo sin ellos. 

Después de los 16 km de la subida, la bajada por supuesto no estaba sobre el tapete, así que el plan era coger el autobús de vuelta. Los nenes ya se frotaban las manos pensando en la play de vuelta en casa. Cuando llegamos a la parada y UNA escaneó el código QR para ver cuánto quedaba para el siguiente bus, apareció esto:



Se me desató la risa, no sé si de puro agotamiento o pura cobardía. Muuuuchos minutos más tarde, tras llegar a casa destrozada, subí las fotos a Strava: puro postureo, como puedes ver.


Si la memoria  de cualquiera depura los recuerdos, la de Peter los mete en lejía. Ya lo estoy escuchando dentro de un par de años, cuando ya sea del todo imposible arrastrar a los niños a nuestras excursiones, diciendo: 
- ¿Te acuerdas cuando llevábamos a los niños al campo? 
Luego suspirará:
- ¡Qué bien lo pasábamos!

Y UNA, por no despertarlo de su sopor melancólico y por no usar demasiadas subordinadas que le sacan de quicio, contestará:

-Estupendo. Estupendo. Estupendo.

Pero UNA sabe la verdad. Que UNA estuvo allí. 
Hoy os quedáis sin moraleja. Pero que sepáis que cuando veo vuestras fotos en-familia colgadas en Strava u otras redes sociales, y parecéis todos tan majos, desconfío.

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lunes, 31 de agosto de 2020

Sin filtros

Cada año, al final del verano, actualizo mi foto de perfil y mi foto de portada en Facebook. Y cada año, al hacerlo, UNA, que es fotogénica nivel-cero, elije del verano la mejor foto para ponerla de perfil. El año pasado, por ejemplo, subí la de una boda a la que fuimos en la que estaba perfectamente maquillada y estrenando vestido. 

Sacamos nuestra mejor cara en redes sociales.

Recientemente Gusi hijo2 me hizo un comentario sobre una amiga suya que en Instagram "parece modelo", me dijo, y luego la ves y "puff, no tiene nada que ver en la realidad". Experta en filtros, provoca la decepción de la verdad. El comentario me dejó pensando. Lo hacen los chavales de 13 años, pensé, puro postureo. Pero es que nosotros, rozando los 50, también lo hacemos. ¿Por qué?

Así que decidí probar a no hacerlo este año. Decidí elegir una foto en la que no estoy maquillada, se aprecian mis manchas y mis arrugas, la falta de la firmeza que el tiempo y el estrés le robaron a mi piel, el peso que he ido sumando. Decidí no usar ni un solo filtro de esos que vienen por defecto en las aplicaciones y que te arreglan de golpe unos cuantos años y algún que otro disgusto. Todos aquellos amigos que llevo tanto tiempo sin ver, pensé, ahora sabrán cómo envejezco realmente. Al pulsar "publicar", confieso, sentí un poco de vértigo. La tentación de borrar la foto, de seguir escondiendo el tiempo.

Nos avergonzamos de envejecer. Es curioso, ¿no? Nos avergonzamos de engordar, de cambiar, de acumular manchas y arrugas. ¿Por qué? Me viene a la memoria que mi padre nunca asistía a las reuniones-aniversario, ésas en las que llevas 25 años sin ver a los asistentes a los que aún recuerdas jóvenes, porque decía que a ellas se asistía para comparar. No sé si hablaba de comparar el propio proceso de envejecimiento con el ajeno, o comparar la versión existente en nuestros recuerdos con la versión actualizada.

Lo cierto es que nos cuesta envejecer de cara al público. No hay halago más satisfactorio que el de "estás igual que siempre". Antes de una reunión-aniversario, nos ponemos a régimen o nos hacemos una limpieza de cutis como si perder dos kilos o un tratamiento de estética fueran a borrar de un plumazo 25 años de vida.

Lo que me llama poderosamente la atención, lo que despierta profundamente mi curiosidad, es por qué tapamos con filtros algo tan intrínsecamente natural como envejecer. Puedo entender que envejecer nos deprima porque es un proceso que nos acerca irremediablemente a la muerte, pero lo que se me escapa es por qué vivimos el proceso con vergüenza. Me parece un sentimiento tan infantil como la creencia que teníamos de pequeños de que el que nacía antes, se moría antes. ¿No deberíamos estar orgullosos de ir cumpliendo años? ¿No debería presumir UNA de que las arrugas de mi frente se fraguaron en las batallas que lidié educando a mis hijos? ¿No deberían ser las canas de UNA bandera de las preocupaciones que plagaron mis años-de-madre? ¿No debería existir belleza en las manchas que el sol de los veranos de UNA tatuaron en mi piel?

Debería. Pero lo cierto es que, sobre todo las mujeres (así de triste) usamos filtros contra el envejecimiento constantemente, no sólo en las redes sociales; usamos muchos filtros a diario que hemos normalizado: teñirse, maquillarse, las dietas, las cremas anti-edad, el relleno en el sujetador, depilarse. Nos disfrazamos para esconder lo inevitable, que el tiempo se lleva la juventud, y vivimos ese proceso con vergüenza, como si hubiéramos hecho algo terrible. 

Lo terrible, queridas, sería no envejecer. Todas conocemos a alguien que no envejeció, que siempre permanecerá joven en nuestra memoria. Estoy pensando en una amiga entrañable que murió muy pronto de diabetes, en mi primo que se lo llevó un cáncer antes de alcanzar los 40, en aquella compañera de cole que falleció súbitamente sin llegar a disfrutar de su hija. Todos guardamos alguna cara joven en el recuerdo. En honor a esos rostros, deberíamos mostrar nuestros casi 50 sin filtros.


Aquí UNA

Aquí UNA disculpándose por envejecer





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miércoles, 18 de diciembre de 2019

Hay que estar




UNA confiesa.
UNA un poquito harta sí que está.
De la presión.
De la responsabilidad.

UNA duda mucho que la generación anterior a la nuestra lo tuviera tan enredado.
El otro día lo comentaba con mi hermana.
Cuando éramos pequeñas, teníamos colegio por la mañana Y por la tarde.
Nos quedábamos a comer en el comedor.
Volvíamos a casa después de las seis como muy pronto en el autobús si es que no teníamos que ir al conservatorio.
Luego los deberes. Cada una los suyos.
No teníamos ni siquiera que ducharnos todos los días. En mi caso, los martes y los viernes (los viernes con pelo) y, ¡hala!, a cenar y a la cama.
Nada de tele entre semana, por supuesto; nada hasta el 1,2,3 del sábado por la noche o, con mucha suerte, Heidi o Mazinger Z el sábado a mediodía, después por supuesto de que mis padres vieran el telediario.

Las cosas han cambiado.
Ahora en el cole sólo te los mantienen vivos hasta las dos. No me estoy quejando, ¿eh? ¡Que conste! Ya me parece hazaña memorable meter a 25 de éstos en un aula y mantenerlos vivos. UNA tiene sólo 3 y lo consigue a duras penas.
Las madres, que antaño se quedaban en casa preparando croquetas para la cena, ahora tenemos que levantarnos al alba para dejar la comida hecha.
Salir corriendo al trabajo maquilladas para disimular una mala noche.
Descansar en el trabajo: “El trabajo es descanso” dice con toda la razón del mundo un amigo.
Volver corriendo del trabajo para recoger a las criaturas a las dos.
Lanzarles la comida a los perros hambrientos para que no muerdan.
Y bendita la tele de sobremesa porque si no, no sobreviviríamos.

Luego están las tardes.
Las tareas, supuestamente para niños, que en muchos casos sufrimos los padres.
Las extraescolares cuando las haya, al volante soltando y recogiendo niños.
Si es que no hay alguna tutoría, asamblea de clase, chocolatada escolar o alguna de estas delicias a las que acudimos porque hay que estar.

Hay que estar

Las duchas ahora diarias.
Las cenas que no simplificamos pues tenemos tanta información sobre en qué consiste una dieta saludable que, o se hace el esfuerzo, o no se hace pero se toma de postre sentimiento de culpa.

Tenemos otra batalla que tampoco tenían nuestras madres.
La batalla de la pantalla.
Los móviles cada vez más tempranos, el whatsapp, los grupos del whatsapp, el postureo del instagram. La charla del cole sobre los peligros de las nuevas tecnologías. El miedo que se te mete en el cuerpo, que te hace sospechar, que te hace vigilar, que hay que estar.

Hay que estar. 

Hay que controlar el tiempo de pantalla. Hay que limitarlo. Hay que vigilarlo. Es ésta una tarea ardua, aburrida, pesada. Cualquier madre que no deja a su adolescente meterse en la cama con el móvil, puede confesártelo. Sobre todo, se trata de aguas que nadie ha nadado nunca antes. Estamos improvisando. Adivinando consecuencias. Ensayo y error pues nuestra infancia, nuestra adolescencia, fue necesariamente diferente.

La inversión de tiempo y energía, creo, es mayor en esta generación. Pero sobre todo lo es la inversión emocional. En aquellos tiempos, ¿existían las escuelas de padres? Lo dudo mucho. No creo que fuera algo que necesitaran aprender porque no creo que fuera tan complicado como lo es ahora, ni hubiera tanto en riesgo como ahora. No creo que existieran manuales ni cursos ni programas de “educación con respeto” o “disciplina positiva”. No creo que existiera tanta preocupación. Tanto modelo de madre. Tanta teoría sobre la maternidad. 



Ahora hay un mercado entero destinado a llenar el hueco, un hueco que ha sido escarbado por nuestra propia ansiedad. 

Por la ansiedad de ser buenas madres para unos hijos con una realidad muy distinta a la nuestra de entonces. Una realidad que engloba realidades nuevas, desconocidas, para las que ninguna estábamos preparadas, como la realidad de una madre que ha de multiplicarse y dividirse entre la familia y la carrera, operaciones matemáticas que no se les ha planteado tradicionalmente a los padres, o la realidad de unos hijos que viven con el reflejo de las pantallas en sus ojos.

Mi pregunta es: 
¿Por qué necesitamos ser buenas madres? 
¿Quién ha publicado este nuevo modelo de madre-perfecta en el momento justo en el que decidimos incorporarnos al mercado laboral?
UNA no entiende pero no creo que sea casualidad que se aproveche el hecho de que vamos sobrepasadas para que la culpa y la ansiedad en la maternidad abran un nuevo mercado.
Me pregunto si nuestras madres y nuestras suegras se planteaban lo buenas madres que eran. O hacían lo que podían, lo que buenamente sabían, medianamente bien: Sabían vivir "a media mierda", como oí decir en una ocasión.


La inversión de tiempo, energía y el vuelco emocional que destilamos en las nuevas relaciones que se establecen en casa han acortado necesariamente las distancias y, donde antes había el respeto de una autoridad sin colegueo, ahora hay una relación mucho más cercana, mucho más enriquecedora para ambas partes, mucho más responsable, mucho más consciente. Pero, por todo ello, mucho más conflictiva. Los hijos se permiten lujos con nosotros que nosotros no nos permitíamos con nuestros padres pues tampoco jugábamos con nuestros padres como jugamos con nuestros hijos, tampoco hablábamos con nuestros padres como hablamos con nuestros hijos, tampoco pasábamos con ellos tanto tiempo ni energía ni emociones como se pasan ahora. Esto no deja de ser un arma de doble filo.

Nos hemos complicado la vida un rato. Y la mayor parte del rato esto está bien. La mayor parte del rato es lo que queríamos, ha sido una elección consciente. Pero a veces UNA un poquito harta sí que está. De la presión por ser una buena madre y una buena-todo (una buena hija, una buena esposa Y una buena profesional). De la responsabilidad. Del hay que estar.

A veces un martes cualquiera a UNA le apetecería no estar. Y en realidad UNA puede hacerlo, pero a UNA le gustaría hacerlo sin la sensación de estar haciendo algo mal.

¿Tú me entiendes?

Abrir Facebook y que no me aparezca un post sobre las consecuencias fatales que mi despreocupación, descuido o desgana del martes cualquiera, en el que he fallado como madre-perfecta, van a tener sobre la autoestima de mis tres monstruos.

Perdón. 

De mis tres reyes.