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jueves, 17 de marzo de 2022

¡Pues no haberme tenido!

La entrada que hoy me ocupa viene inspirada desde otro blog que no puedo dejar de recomendar, El artista del alambre. El post al que me refiero se llama Estaciones. Os lo enlazo AQUÍ. Daos el gustazo.

Su lectura me conmovió y me trajo de vuelta una confesión de la que fui testigo en un grupo privado de Facebook: Una mujer aseguraba no haber sentido la llamada de la maternidad y, sin embargo, estaba preocupada pues "se le pasaba el arroz" (probablemente una de las expresiones idiomáticas que más afean nuestra lengua). En concreto, preguntaba si las mujeres con hijos del grupo se arrepentían de haber sido madres. La pregunta tiene el tonillo de una de las frases más trilladas de mi suegra cuando andaba detrás de otro nieto que versa así: "No te arrepientes de los hijos que has tenido sino de los que NO has tenido". 

El caso es que, independientemente del espanto que de primeras me produjo que esta chica llevara a consulta pública una decisión tan aparentemente personal, UNA mesmerizada se quedó a leer a una retahíla de madres con derecho a poesía que alababan las beldades de la maternidad al tiempo que a contemplar con cierto deleite desde la distancia ese rasgo tan femenino de te-arrastro-al-pozo-porque-yo-ya-estoy-dentro. Es como cuando una se corta el pelo y no le queda bien pero la otra le suelta un qué-bien-te-queda para que en la comparación la que halaga luzca más. No son el mismo espectro los de estos dos ejemplos, pero ambas sombras de mujer se mueven en el mismo infierno. 

Vuelta al foro: Un par de osadas fortuitas manifestaron sin tapujos en la cadena de respuestas que ellas se arrepentían de haber tenido hijos. Podían igualmente haber publicado sendas fotos de ellas mismas desnudas con un cinturón de bombas a punto de inmolarse pues la reacción de la audiencia fue un tanto similar a si lo hubieran hecho. 

Las lincharon.

Las madres nos hacemos flaco favor con este linchamiento, pensé: Las que están fuera se hacen una idealización garrapiñada del universo dentro y se sienten, como dice en palabras más bellas que las mías El artista del alambre, desertoras "del glorioso ejército de la humanidad", desterradas "del mundo de los vivos"Por otro lado, las que desde dentro de la maternidad sentimos su ambigüedad, sus dobleces y sus sombras, nos creemos aisladas y nos apiñamos bajo el epígrafe culpable de mala-madre y el síndrome de la impostora. Recuerdo a una amiga que se había sometido durante años a un tratamiento caro y penoso de fertilidad y, cuando ya estaba siendo azotada por las olas maternales, me confesaba que a veces se sorprendía pensando: ¿Tanto he luchado y sufrido y llorado para ESTO?

A nadie quiero más en el mundo que a Paul hijo1, a Gusi hijo2 y a Dolfete hijo3. A nadie: Ni de la generación que me precede ni de mi coetánea. Ellos son la razón por la que sigo intentándolo cada día. Ellos, la razón por la que decicí trabajarme para ser mejor modelo de persona. Ahora bien, tengo la certeza de que UNA-sin-hijos habría encontrado otras razones, igualmente válidas, para trabajarse y para seguir intentándolo. La UNA-antes-de-mis-hijos también tuvo una vida plena. Desde luego, no cargo a mis hijos con la responsabilidad de proporcionar sentido a mi vida.

UNA siempre supo que quería tener hijos. Siempre. Sin sopesarlo: UNA, que es tremendamente mental, no lo sopesó, lo cual me hace sospechar que sea una decisión más animal que otra cosa, biológicamente condicionada, que escapa a nuestro control aunque queramos vestirla de seda, palabras y ritos. En cualquier caso, lo que particularmente creo es que ninguna decisión se toma al cien por cien. Ninguna. Ni la de casarse. Ni la de tener hijos. Ni la de no tenerlos. La vida no es en blanco y negro. Hacerse consciente de esto puede resultar aliviante en una cultura que es muy de empeñarse en hacerte creer que hay un solo itinerario. Se vende la unicidad: tu media naranja, tu alma gemela, el trabajo de tu vida, la carrera de tus sueños, como si hubiera un único destino aguardándote y en el preciso momento en el que tomas una decisión "equivocada" y te desvías de el-camino, tus posibilidades de felicidad quedan para siempre arruinadas. Esta cultura de un-solo-itinerario es la causante de no pocas ansiedades.

UNA no cambiaría a Paul hijo1, ni a Gusi hijo2, ni a Dolfete hijo3 por nada en el mundo. Me lo he pasado muy bien criando hombres-en-construcción. Me he reído mucho pero también me he teñido de canas. Me he enamorado de ellos muchas veces, lo cual no ha evitado que a veces me haya desenamorado o que en ocasiones me haya planteado qué habría hecho en mis vidas alternativas, no con las obviedades del dinero y el tiempo, sino sobre todo con la dedicación que mis hijos chupan y la energía que succionan.

Ellos mismos vienen a recordarme mis vidas alternativas. Dolfete, el pequeño hijo-de-su-madre, cuando le hacemos un comentario que revela nuestra posible necesidad de espacio o tiempo, nos suelta sin pestañear un "pues no haberme tenido"Peter, que es menos como UNA y más como Peter, le dice directamente: -¡Ay! Si lo llego a saber... Los hombres, queridas, no parecen tener el reparo que tenemos las mujeres para abrazar la ambigüedad. En cualquier caso, cuando tu hijo alcanza la adolescencia, se empeña en recordarte repetidamente que él no eligió nacer y que arrases con las consecuencias. 

De los tres tatuajes que acampan en mi cuerpo, en el empeine de mi pie luce uno que me hice en mis años veinte. Tuve una oferta de trabajo desde una ONG para irme a la India. Lo estuve seriamente valorando. Finalmente, de manera consciente rechacé la oferta y me tatué la decisión para que no se me olvidara que estaba eligiendo renunciar a esa vida alternativa, a esa vida-sin-hijos que también hubiera estado dotada de sentido y me hubiera proporcionado motivos igualmente poderosos para crecer. A veces, cuando las tardes son largas y están llenas de ruido y palabros y peleas, y la palabra mamá repiquetea con eco martilleante, o cuando me inunda el desencanto, pienso en la India y en todas las otras indias a las que he ido renunciando. Y me permito abrazar la ambigüedad, joder, porque UNA transita por esta vida pero hay muchas otras vidas por las que pudiera haber transitado. Ninguna es perfecta. Ni ésta que transito ni las otras. Ninguna, sobre todo, es la única posible.

Eso no significa que no quiera a mis hijos. Así que vamos a no lincharnos. Seamos un poco más honestas, al menos con nosotras mismas.

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miércoles, 26 de enero de 2022

Los secretos

UNA se pregunta a menudo si los-otros-que-no-son-UNA también tienen secretos.

Mi reflexión sobre los secretos prendió mecha con una muy buena amiga, madre de un adolescente de la edad de Paul hijo1, con la que mantengo una relación especial: cuando Paul hijo1 comete lo que he decidido nombrar (por mi propia paz mental) una extravagancia-adolescente, y UNA necesita un desahogo ajeno (es decir, con alguien que no esté como Peter involucrado emocionalmente), le mando a mi amiga un whatsapp de audio kilométrico, de esos que se te hacen largos aunque los escuches a x2. Y viceversa. Cuando su hijo adolescente comete una extravagancia-adolescente, ella me lo manda a mí. Luego nos aseguramos de borrarlos para que no vayan a caer en oídos fisgones. Ella planteó la pregunta: ¿Y todas esas madres que nos rodean cuyos hijos ya pasaron la adolescencia y que nunca nos mencionaron nada de estas extravagancias-adolescentes, es que sus hijos eran normales y los nuestros no lo son? UNA desconoce la respuesta a esta pregunta. UNA no sabe si es que la gente no cuenta y guarda en secreto, o la gente realmente tiene vidas más normales. UNA se pregunta. Y fíjate a dónde me llevan estos pensamientos, a plantearme si UNA no es normal, si los míos no son normales, si mi vida no es normal. Me llevan a lo que Brené Brown, otra de mis autoras, llama shame, que hasta ella se resiste a traducir como "vergüenza" en español, porque no es exactamente eso, sino más bien el sentimiento de sentir que no das la talla. Como madre o como lo que sea.

Hasta con esta amiga mía con la que intercambio audios, hablamos de cómo nos sentimos, del desencanto, de lo duro que está siendo esto; compartimos el duelo por el hijo que tuvimos y que ya no conseguimos ver detrás de la capa de extravagancias-adolescentes; pero rara vez nos relatamos el detalle. Nunca llegamos a contarnos lo que nuestro hijo ha hecho. Nos da vergüenza o pudor o miedo a que nos juzguen o juzguen a nuestro hijo. No sé por qué no lo hacemos. Somos capaces de desenrrollar los sentimientos y ponerlos desnudos y vulnerables sobre la mesa a la vista de la otra, pero seguimos manteniendo en secreto qué ha pasado realmente en casa para provocar ese sentimiento.

A UNA le gustaría pensar que ; que efectivamente todas guardan secretos, porque así se sentiría menos mal con los suyos propios. Pero aun llegando a esta conclusión, UNA siempre piensa que los míos propios son peores. Y de nuevo a UNA le gustaría pensar que todos los que guardan secretos es porque piensan que los suyos propios son peores. Lo que UNA sabe es que ha habido entradas en este blog donde he soltado alguna perla, he desvelado algún secreto de mi particular desastre doméstico y, curiosamente, ésas han sido las entradas que se han recibido con más calor, sobre todo por parte de lectoras que son madres.

Eso me hace pensar que, como madres, además de la tarea ya de por sí tremendamente complicada de la maternidad, nos hacemos el flaco favor de enterrarnos bajo el yugo de nuestros secretos.

Photo by Kristina Flour on Unsplash


Por eso algunas buscamos la terapia. Pero fíjate que hasta hace poco hasta la terapia también se guardaba en secreto. Ir al psicólogo era poco más o menos que tabú. Llevar al psicólogo a tu hijo era innombrable. Poco a poco lo vamos normalizando, en algunas esferas más que en otras. Vamos al psicólogo a contar nuestros secretos porque pesan mucho y necesitamos aligerar que la vida ya es harto difícil tal y como es. Cuando te atreves a decirlo en voz alta, es que estoy yendo a terapia porque toqué fondo en mi noche oscura del alma, de repente surge un puñado de yo-tambiénes a tu alrededor de quien menos te lo esperas, de aquella que nunca pensaste guardaría secretos porque su apariencia perfecta de madre perfecta te había engañado y hecho sentir peor contigo misma por ese hábito dañino que tienes de comparar y que vas a tener que soltar en terapia también.

Usamos el silencio ajeno como prueba de que los demás no tienen secretos que guardar,
pero sobre todo como garantía de la validez de nuestra propia vergüenza.

UNA vuelve a preguntarse, como ya hice en La cara vista, qué pasaría si nos sentáramos todas en una mesa redonda y fuésemos desvelando secretos. No me refiero a cotilleos del tipo me cae mal mi hijo o rencillas con la suegra o infidelidades de pensamiento o que hace semanas que no limpias y que además te la suda; y que le riñes a tu hijo por decir que "se la suda", pero tú lo dices en cuanto se da la vuelta, y a veces sin que se la dé.

Me refiero a decir la verdad sobre las mentiras que te auto-cuentas, pues revelar secretos pasaría por la aduana de una ingente cantidad de honestidad con una misma; me refiero a contar todo aquello que de pequeña aprendiste enseguida que no se podía contar fuera de casa; me refiero a las incoherencias: a escribir una entrada sobre todos los motivos para no tomar un bote de pastillas y a necesitar recurrir a ellas para poder atravesar la ansiedad que ha teñido mi noche oscura del alma; a escribir un post sobre la autofidelidad y en breve serle infiel a algunas de mis creencias más apuntaladas; y a la ardua tarea de ser capaz de perdonarme después pues lo hice en aras del autocuidado por el que también aboga el hilo que hilvana Una Vida Mundana.

A veces el problema está en que, cuando el-otro-que-no-eres-tú te desvela un secreto, no sabemos qué decir y el silencio aterra. Pensamos que para sostener es necesario decir algo. No lo es. Sólo es necesario escuchar y entrar en el mundo interno del otro para saber qué cristales están llorando. Sólo es necesario estar. Estar presente.

Otra amiga me contaba que esta navidad no había recibido ningún regalo. Ninguno. Contar esto es un momento vulnerable como pocos. Sentí el terror del silencio. ¿Qué digo ahora? Sentí el terror de no hacer nada: Inmediatamente me inundó la tentación de ir, comprarle un regalo, envólverselo, escribirle una tarjeta. Finalmente decidí no hacer nada. No decir nada. Mi amiga me había contado el secreto porque se sentía sola, increíblemente sola, y además sospecho tenga miedo de que esa soledad se acentúe con el tiempo. Mi amiga me había contado su secreto porque tenemos esa relación especial que nos permite contar secretos sin que la otra juzgue ni haga nada con el secreto. No haciendo nada, no diciendo nada, simplemente sosteniendo desde mi alma su secreto, quería que mi amiga sintiera que no está sola, que tiene esta relación especial en la que volcar secretos.


Porque para eso desvelamos los secretos aquellas de nosotras que guardamos secretos. Para aligerar la carga de llevarlos solas. Y para no sentir vergüenza en el sentido de shame. Si tú no guardas secretos, entonces esta entrada no era para ti. Tendré que pedirte que olvides los que UNA te contó entre sus líneas porque, si tú no tienes secretos, no serás capaz de entenderlos sin juzgarlos.


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sábado, 4 de diciembre de 2021

Comparar

He sacado la mejor nota de toda la claseHe sacado mejor nota que Fulano (Fulano siendo "niño admirable por excelencia") son boletines de calificaciones habituales por parte de alguno de mis hijos al volver del cole. UNA, que es de letras, los analiza sintácticamente:

La mejor nota = Superlativo

....mejor nota que Fulano...  = Comparativo de superioridad

- ¿Y? 

Quiero decir: A UNA le importa tu nota, no la del resto de la clase, y ciertamente a UNA se la trae al fresco la nota de Fulano (Fulano, no te lo tomes de manera personal, que no es contigo). Intento explicarle a mi hijo la diferencia entre valor absoluto y valor relativo. El valor absoluto, pongo por ejemplo, es que mamá grite: eso es MUY molesto. El valor relativo es que papá grita más que mamá. ¿Hace eso menos molesto el grito de mamá? 

Menos molesto que = Comparativo de inferioridad

¡No, ¿verdad?! Los gritos de mamá son igual de molestos y dañinos. Pues eso, que tu nota no es buena porque sea "la mejor".

Lo que intento hacerles ver es que comparar es un hábito mental que, además de ser una quimera porque pretende restarle o añadirle importancia a la verdad absoluta de las cosas, es altamente perjudicial. Comparar está en la base de muchas de las pequeñas mierdas diarias que empañan el bienestar. Comparison is the thief of happiness, dijo Brené Brown.

El juicio, sin ir más lejos, es un comparativo de igualdad en negativo: enjuicias a el-otro-que-no-eres-tú o bien porque no es como tú, o bien porque no hace las cosas como tú. Esa es básicamente la única razón por la que el otro merece tu juicio, porque al compararlo en igualdad está en negativo: no piensa como tú, no viste como tú, no actúa como tú crees que actuarías en sus circunstancias o como tú crees que debiera actuar. En realidad, el juicio no es un comparativo de igualdad, sino de superioridad: no es otra cosa que un "yo-soy-mejor-que-tú" disfrazado de "yo-llevo-la-razón". Si me creo con derecho a juzgarte, es porque estoy comparándome contigo y me creo superior. El racismo, el machismo o la homofobia son todos comparativos de superioridad, fenómenos sociales harto complicados que al final se reducen al triste acto mental de comparar: "mi raza es mejor que tu raza", "los hombres son mejores que las mujeres" o "mi orientación sexual es mejor que la tuya". De 1º de Básico de Comparación.

La envidia es otro comparativo que, a su vez, hace un cambio de sentido para acabar disparándote a ti. No eres tan buena en tu trabajo como esta, eres mucho peor madre que aquella, por qué no puedo tener lo que tiene esa (su tipo o su piel o su edad o su relación de pareja o sus hijos o su sueldo o su casa). Comparar te roba la distancia que precisas para la gratitud, para apreciar lo que TÚ disfrutas en valor absoluto, millas antes de donde empieza la comparación con este, con aquella, con esa.

La nostalgia, con sus crestas de amargura y acidez, es una comparación con tus yos-pasados. Cualquier tiempo pasado fue mejor es un pensamiento que puede arruinarte envejecer y, desde luego, te evita estar presente en la vida de tu yo-ahora que, por cierto, irónicamente será objeto de tu nostalgia de mañana.

Si tratásemos de ver el valor absoluto de las cosas y, sobre todo, de las personas, haciéndonos conscientes para poder despojarnos del hábito mental de compararlo todo y a todos con nosotros, entre ellos, o con nuestras otras versiones, quizás - como dice Brené Brown- seríamos más felices. Por eso, cuando mi hijo me dice he sacado la segunda mejor nota de la clase, le hago ver que está comparando y que la comparación le resta valor a su nota. Y mi hijo pone los ojos en blanco. Y UNA, aburrida de UNA misma, piensa: 

-Antes no le cargaba como le cargo ahora. 😓

Comparativo de nostalgia por el yo-no-adolescente de mi hijo.


Photo by Kseniia Samoylenko on Unsplash




lunes, 2 de agosto de 2021

Rebobinar

Cuando los niños eran más pequeños (curioso como de un tiempo acá esta frase se ha vuelto melancólicamente asidua en mi discurso), cada septiembre les daba la fiebre de los trompos. Bajaban de la estantería su caja de trompos del otoño anterior y rescataban las peonzas con sus cuerdas guardadas totalmente enmarañadas. Nos íbamos al parque, donde había otros niños con fiebre de trompos, y UNA se sentaba en un banco con la caja en el regazo y desenredaba uno a uno los nudos de sus cuerdas hasta que volvían a ser utilizables. Lejos de resultarme una tarea tediosa, recuerdo que me relajaba seguir la cuerda, desenmarañarla, deshacer nudos, hasta poder deslizarla entre mis dedos y sentirla lisa, lista para poder bailar el trompo. Los niños esperaban impacientes mientras UNA se concentraba en la tarea, que siempre me recordaba a cuando de chica, mi madre, que entonces tejía punto y era brutalmente exquisita en la labor, decidía deshacer lo que llevaba ya hecho del jersey para empezarlo de nuevo, y mi abuela le ayudaba a volver a liar la madeja de lana con el hilo que mi madre iba desbrozando de proyecto frustrado. Estos días de verano me han traído de vuelta estos recuerdos de sendas infancias, la de mis hijos y la de UNA, cuando muy de mañana veo a los pescadores en la orilla ocupados en limpiar las redes tras la faena. El sosiego con el que cada mañana los hombres se esmeran en limpiar y ordenar sus redes y mallas tras la pesca me recuerda al afán de las mujeres re-ovillando lana o al celo de UNA desembrollando trompos: todas ellas tareas delicadas que requieren de dedicación y cuidado.



Igualmente, cuando los niños eran más pequeños, cuando todavía interaccionaban más conmigo que con sus pantallas y de repente acudían a mí con un comentario desprevenido, que no tenía nada que ver con nada, o una pregunta totalmente imprevisible, UNA indagaba para ver dónde, en qué mundo interior se habría engendrado ese pensamiento. A Dolfete hijo3 le encantaba el juego de seguirle el rastro al pensamiento:

¿En qué estabas pensando justo antes?

Íbamos hilvanando pensamiento tras pensamiento -¿en qué estabas pensando justo antes de antes?- hasta que al final lográbamos lucir un collar ensartado de perlas-pensadas que habían llevado al pequeño a producir ese comentario que, si bien a oídos ajenos al devenir de su pensamiento pudiera parecer un sin-sentido espontáneo acaecido de-sopetón, no obstante era casi siempre posible unir los puntos del trazado lógico en su cabeza, como en aquellos pasatiempos numerados. Haz la prueba: cuando te pilles pensando, trata de rebobinar y sigue la cuerda, une los puntos, ve deshaciendo nudos en la red hasta poder delinear el curso de pensamientos que te ha llevado al presente. Rebobinar así requiere mucha conciencia pero es, cuando menos, entretenido.


Photo by Markus Spiske on Unsplash

Rebobinar puede hacerse también en la vida, no sólo en la cabeza. Recuerdo ahora una bella reflexión de una gran amiga cuando tuvimos casi simultáneamente a nuestro primer hijo. Me dijo: 

- Es como si ahora todo cobrara sentido... 

Al tener a su bebé recién nacido entre sus brazos, tuvo la lucidez de rebobinar y ver cómo t-o-d-o lo que había sucedido en su vida anterior a ese bebé rosado que olía a nieve recién caída, la había ido empujando hacia ese momento en el que, de repente, como en un puzzle, t-o-d-o encajaba en su sitio. Realmente, así es. Cuando oigo la tan manida oración de la-vida-da-muchas-vueltas, siempre pienso en los trompos de Gusi hijo2. Sí, efectivamente, da muchas vueltas, pero no son vueltas aisladas: un nudo lleva a otro nudo. Lo que estás haciendo hoy, donde estás y cómo te presentas, se debe a todas las cuentas que encontrarás ensartadas en tu collar si rebobinas. Rebobinar puede suponer escalar de vuelta la cadena de la gratitud: gracias a que todos sus intentos de relación anterior fallaron, conoció a su actual pareja; gracias a que apostó por una relación con su actual pareja, emprendió un proyecto de vida en común; gracias a ese proyecto, sostuvo entre sus brazos a la criatura que vino a dotar de sentido su bobina. Quince años más tarde, la adolescencia de ese mismo bebé vuelve a enmarañarlo todo. Cuando el hilo se te enreda, sólo cabe la paciencia de esperar. Confiar en que la vida vaya desenredando.

Rebobinar es también el antídoto por excelencia contra el juicio. Cuando haya una reacción ajena que te resulte incomprensible, un comportamiento de el-otro-que-no-eres-tú que por críptico te azuce el juicio, recuerda que detrás se yergue toda una bobina. Si fuésemos conscientes de que los nudos de la cuerda de cada trompo que giramos explican en qué dirección se mueve el trompo o cuándo se detiene, seríamos mucho menos adeptos a emitir veredictos. Muchas veces no somos siquiera capaces de detectar los nudos propios: eso, al fin y al cabo, es un proceso terapéutico valiente, largo, probablemente duro. ¿Cómo vamos a ser capaces, pues, de seguirle el curso a los nudos ajenos?
Nadie hace nada de-sopetón.
No hay sin-sentidos.
Quizás carezca de sentido para ti, pero lo tendría en la madeja de el-otro-que-no-eres-tú si te parases a rebobinar.

Se me ha ido el hilo.


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jueves, 16 de julio de 2020

Las infancias idílicas

Lo peor de las vacaciones en familia es, sin duda alguna, la familia. La de UNA no. La de UNA es la excepción que confirma la regla. Estoy hablando de la tuya.

Las madres y las suegras hace tiempo que se quitaron el puntito de la boca (si alguna vez lo tuvieron, que en ciertos casos es muy susceptible de duda) y decidieron otorgarse la libertad de decir lo que piensan sin importar. Sin importarles nada. Recuerda que estamos hablando de tu madre y tu suegra. La madre de UNA y la suegra de UNA no, ¿eh?, que son la excepción.
No importa lo que hagas: casi te puedo asegurar que está mal. Si riñes a los niños, es que te pasas el día riñéndoles. Si no les riñes, es que hacen lo que les da la gana. Si les quitas las máquinas, por dios, sé más flexible que estamos en vacaciones. Si no se las quitas, es que les permites estar todo el día pegados a una pantalla. Si tus hijos se pelean, los suyos nunca se peleaban. ¡Nunca! Sus hijos y sus hijas fueron los protagonistas de unas infancias idílicas. ¿Tú sabes que en la época en que nació tu madre y tu suegra los niños nacían ya con modales en la mesa? No había que decirles ponte derecho, ni coge bien el cubierto, ni cierra la boca al masticar, porque traían las buenas maneras ya puestas de fábrica. Los tuyos, sin embargo, se nota que están en el comedor, ¿eh? porque ¡vaya modales!
Los hijos, en su época, eran poco más o menos robots. Para que obedecieran, sólo tenías que mirarlos y ya está. Hacían lo que fuera que tú quisieras que hicieran. Era muy práctico. Tú no lo recuerdas así porque eras sólo una niña, pero tú a tu madre jamás le contestaste mal. Jamás. Vamos, es que no te lo hubiera permitido.
Los niños de las infancias idílicas siempre estaban contentos, nunca se quejaban, ni se enfadaban, ni estaban tristes, como los tuyos que son unos mimados y no aprecian y nunca están satisfechos. No sé cómo lo has hecho pero evidentemente mal.

El caso de las madres y las suegras que intervienen está, no obstante, en cierto grado justificado por la experiencia de la maternidad que, sin duda, es un grado. Ellas pretenden "ayudarte" (que no "ahogarte") en su afán por transmitir su bien labrada sabiduría. Peor es el caso de las no-madres que todo lo saben sobre la maternidad: las hermanas y cuñadas. Las tuyas. Las de UNA no. Las de UNA son la excepción. Existe un género entre hermanas, cuñadas y otras mujeres que nunca tuvieron hijos que se caracteriza por saber exactamente qué es lo que tienes que hacer para educar a tu hijo de otra manera muy diferente a la que lo estás educando, porque el niño te ha salido así como te ha salido por esa manera lamentable que tienes de educarlo.
En este caso, se trata de las infancias idílicas de los-hijos-que-nunca-tuvieron. 
- Anda, que si yo tuviera un hijo, iba a permitir que me contestara así. 
- Anda, que mis hijos iban a pasarse tanto rato con el móvil. 
- Anda, que los míos iban a tener así el cuarto. 
Anda, anda, anda... ¿¡Qué tuyos!? 
Lo cierto es que si te trasladas en la memoria a tus tiempos pre-madre puedes probablemente comprender todas estas teorías sobre la maternidad que abanderan las no-madres, porque hubo un tiempo en el que probablemente tú también las tenías. UNA las tenía, de hecho. Un montón de ellas. Un cuerpo entero de teorías bien trabadas sobre qué hacer y qué no hacer con los hijos para que los hijos sean esos seres idílicos que habías diseñado en tu imaginación. Luego, los propios hijos y los años-de-madre han ido desmontando una por una cada una de estas teorías, como vengo relatando en Una Vida Mundana, y me han regalado la siguiente conclusión (a la que creo llegan antes o después todas las madres- menos tu madre y tu suegra) y es que, como dice una muy buena amiga, madre-también-de-3:

S-E   H-A-C-E   L-O   Q-U-E   S-E   P-U-E-D-E

UNA escribe diarios y guarda en un baúl los cuadernos de etapas anteriores de su vida ("cuadernos de la muerte", los llama Peter). La relectura de los cuadernos de mis años-de-madre es un recorrido por la infancia de mis hijos que viene a confirmar irrefutablemente la sospecha de que no tengo ni idea de lo que estoy haciendo. Mira que UNA, de sensibilidad innata, le pone conciencia, como prueba este blog. Pero, aún así, U-N-A   H-A-C-E   L-O   Q-U-E   P-U-E-D-E.


Hay una crítica mucho más sutil que se reparte en las vacaciones-en-familia de las familias no tan críticas (o sutilmente críticas). Consiste en no decir nada pero, ¡ojo!, mirar a la madre. 
El niño monta una escena. Una escena por supuesto injustificada para el testigo familiar. La suegra, la madre, la cuñada, o la hermana, no dicen ni pío porque tienen una actitud "respetuosa", no quieren meterse, no desean intervenir, PERO desvían la mirada hacia la madre en espera de su reacción, a ver qué hace, a ver cómo maneja (ya te adelanto que va a manejar mal). Esto es casi peor que si manejaran la situación ellas mismas. La madre, en ese momento objeto de un juicio inevitable, lo que tiene ganas es de decir:
 
Perdona, ¿pero por qué c*ñ* me miras a mí si el que está montando el pollo es el niño de los c*j*n*s?

Algo común a todas las castas mencionadas hasta ahora en el artículo consiste en considerar a tus hijos como marionetas de las cuales tú tienes los hilos y puedes manejar a tu antojo, y en ese saco de las marionetas muchas coinciden en meter también a tu marido. En algún momento parece habérseles olvidado que se trata, no sólo de una persona con capacidad de comportamiento y decisión propia, sino además de un adulto. 
- Dile que no les grite así a los niños. 
- Dile que recoja eso. 
- Dile que llegue más pronto. 
En algún momento de la boda, no recuerdas cuándo (te lo dije, no debiste beber tanto), te nombraron oficialmente mediadora entre la familia y el marido. Tonta de ti al pensar que familia de adultos y marido adulto podrían comunicarse esos mensajes entre ellos.



El tema es el-clan. El-clan. Tú formabas parte de un clan, con sus normas, sus teorías, su método propio de comunicación. Luego tú formaste a su vez tu propio clan. Te llevaste contigo algunas de las normas, teorías y métodos del clan original, ¡claro!, pero también creaste tus propios códigos, códigos que elegiste en coherencia con los valores que decidiste para tu clan. En las intersecciones de tu nuevo clan, hay nuevas normas, nuevas teorías y nuevos métodos. ¿Y sabes lo que pasa? Tu clan original se tambalea ante la novedad; se desestabiliza; se resiste a que les cambies las reglas. Si es el caso que sus miembros tienen la mente crítica, el juicio fácil, entonces surge el conflicto, y éste se hace notar en las vacaciones en familia. Ni te preocupes ni te agobies. Todo está bien. Todo entra dentro de lo normal. Dicen que el Dalai Lama perdió todo su ZEN en unas vacaciones en familia.

Eso es todo lo que tengo que decir sobre este tema: que vas a necesitar unas vacaciones después de las vacaciones en familia para descansar de la familia. Tú, ¿eh? UNA no. Que la familia de UNA es la excepción.


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