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sábado, 8 de agosto de 2020

Los hilos invisibles

Uno de los pensamientos que más ansiedad me produce, porque al final son los pensamientos los que generan ansiedad, es la certidumbre de la soledad en la que nos hallamos todos: tú no tienes acceso a mi mundo interior, por más que yo intente dártelo a través de mi comunicación verbal y no verbal, y yo no tengo acceso al tuyo. Todo lo que pasa dentro de ti, que es mucho, es tuyo y tuyo sólo. Todo lo que pasa dentro de mí, que a veces raya lo-demasiado, es mío: yo me lo quedo. Nacemos solos, vivimos solos, morimos solos. Por mucho que deseemos acceder los unos a los otros, lo cierto es que estamos aislados y las relaciones humanas no son otra cosa que torpes intentos de atajar esa soledad. Pensarlo me pone ansiosa.

Pero no tengo que creerlo. Ahí está el antídoto: en decidir no creerlo. Pues si esa soledad es la que nos separa, luego están los hilos invisibles que nos unen. Los hilos invisibles también son objeto de creencia. ¿Recuerdas? "Lo esencial es invisible a los ojos". Pues estos hilos de los que hablo, aunque no se ven con la vista, ni se tocan con las manos, no obstante son susceptibles de sentirse. Incluso si no crees en ellos, puedes sentirlos si prestas atención. La ansiedad, en realidad, no es otra cosa que dudar de la existencia de esos hilos. 

Hay un hilo invisible, por ejemplo, de los ojos de Peter-padre a los ojos de UNA-madre. Ese hilo que es exclusivo nuestro me une a Peter porque sé que nadie salvo Peter siente por mis hijos lo que UNA siente por mis hijos. Sólo Peter. Este hilo se devana de los ojos de cualquier madre a cualquier padre. Cuando el hijo hace algo bello y los padres se miran con orgullo, no hace falta verbalizar. Cuando el hijo hace algo perverso pero divertido, los padres pueden reír la gracia a través del hilo invisible que une sus ojos mientras cumplen la obligación moral de explicarle al hijo que eso está mal, muy mal. Ese hilo invisible se tiñe de preocupación cuando alguna amenaza se cierne sobre la salud de los pequeños mientras el lenguaje- corporal o no- sabe que tiene que disimular para que el miedo no salpique a las criaturas. 

En la pareja, el hilo invisible te avisa cómplice cuando el-otro te desea, o cuando necesita que no invadas su burbuja de espacio personal y te alejes un rato. Es el hilo que se ilusiona con los planes comunes, el hilo que admira las cualidades de el-otro que maduran como el vino, y el mismo hilo que reconoce las danzas ya familiares en los conflictos y los acorta en aras de los valores compartidos: ya sé cómo va acabar esta discusión porque nos conozco, son ya muchos hilos, y decido dejarla estar, dejarla ir. Es el hilo que está plagado de palabras y frases, de gestos y muecas, que no significan nada para el-ajeno y todo para la-pareja.

Hay un hilo invisible entre madre e hijo. Ese hilo invisible que sentiste la primera vez que notaste a tu bichín moverse en el embarazo y no sabías si eran gases o era una mariposa. Es el mismo hilo invisible que reposa en tu regazo cuando tu bebé duerme encima de tu pecho y su respiración se sincroniza con la tuya. Cuando tu pequeño se cae y se hace daño, y un beso tuyo encima de la herida la cura milagrosamente: el hilo invisible entre tu hijo y tú está lleno de besos que curan, manos que se entrelazan haciendo prodigios, susurros que levantan telones de acero. Es el hilo que se regocija cuando tu chico hace surf y coge una ola, o mete un gol, o inventa y crea y brilla, e inmediatamente mira en tu dirección para ver si lo has visto, para asegurarse de que no te lo has perdido. Es el hilo que se tensa cuando, nada más ver a tu hijo, tú ya sabes que algo le pasa sin necesidad de que te lo cuente. Es el hilo invisible que sientes debilitarse y temes se rompa en la adolescencia de tu grande, pero sabes sigue ahí pendiente, colgado, temblando.

Desde que empecé a escribir este blog, han pasado muchas cosas bonitas. Me han escrito personas, sobre todo mujeres, sobre todo madres, expresándome el alivio que les ha producido el poderoso hilo del yo-también. Yo-también estoy harta. Yo-también grito. Yo-también lloro en el cuarto de baño. Yo-también me siento mala-madre. Yo-también quiero salir corriendo. Yo-también estoy enamorada de mi hijo y yo-también quiero estrellarlo. Yo-también siento el desasosiego que me produce el paso del tiempo. A mí-también me revuelve el vértigo que me produce la incertidumbre. Yo-también pienso que no doy la talla, que no estoy a la altura, que salgo perdiendo en la comparación. Yo-también dudo. Yo-también me arrepiento. 

El yo-también es un hilo invisible férreo que nos une: yo no puedo acceder a tu mundo interior y, sin embargo, sé por lo que estás pasando, sé lo que estás sintiendo, porque UNA ha estado o está ahí. Claro, hay que haber estado o estar ahí. El hilo invisible requiere presencia.

Poco antes de morir mi padre, murió el padre de una amiga. UNA creyó que entendía. Cuando murió mi padre, sin embargo, y sentí en primera persona el desgarro que supone la orfandad de el-referente, UNA le pidió disculpas a su amiga. Le dije: 

- Lo siento. No supe estar ahí para ti. Porque no entendía. Ahora entiendo. 

La muerte de mi padre tejió un hilo invisible entre UNA y ella, entre UNA y todo el que ha perdido a el-referente.

Así es la vida mundana. Sí, naces solo. Pero a medida que vas creciendo, por fuera y por dentro, vas tejiendo hilos invisibles, como esas frases que subrayas al leer un libro porque ponen voz a tu mundo interior. Al final, con los hilos invisibles, tejes una red. 

Quiero creer que es esa red la que te mece a la salida de una vida mundana.


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miércoles, 8 de julio de 2020

Los inventarios fútiles

Los inventarios fútiles es el nombre más apropiado que he encontrado para una técnica del victimismo que suele destilarse en la diarrea mental de la maternidad, aunque no es exclusiva de ésta. Puede ser dinámica común en las relaciones de pareja o hacer acto de presencia en el trabajo o la amistad y, en general, en cualquier relación viciada en la que uno de los componentes haga el papel de Ms Victim, personaje que ya os identifiqué en otra entrada [La bomba de UNA (o mi templo de dos horas)].
Hacer un inventario fútil consiste en hacer una lista, a menudo mental, en ocasiones verbal, de todas esas cosas que haces que merecerían reconocimiento y que, más a menudo que no, no lo obtienen. 
Te pongo una ejemplo a ver si reconoces la técnica (aunque si rebobinas mi blog seguro que te topas con alguno):

Es el cumpleaños de tu hijo que estrena adolescencia y la compañía telefónica no ha activado la tarjeta de móvil que habría de ser su regalo de cumpleaños. Tu hijo, que esperaba la tarjeta con avidez, está seriamente decepcionado y te lo expresa con una retahíla de quejas y lamentos que, a medida que van ganando en intensidad, van aumentando en ti la dosis de victimismo. Comienza el inventario fútil que, dependiendo de tus niveles de paciencia para la validación ese día, puede ser mental (es decir, no llegas a verbalizar) o puede ser verbal (pudiendo alcanzar en un momento dado altos niveles de decibelios): 
Me he pasado toda la semana ocupándome de tu p*** cumpleaños (nótese que si es mental no hacen falta los asteriscos), te he preparado una fiesta con amigos, he comprado Y preparado la merienda, te he encargado la tarta de tu sabor favorito, te he compuesto un vídeo con las fotos más pizpiretas de tu cándida infancia, toda la familia me ha encargado tus regalos así que he recorrido las tiendas en busca de los objetos que más pudieran deleitarte... ¿¡y a cambio lo que recibo son tus quejas y lamentos porque no puedes estrenar línea de móvil justo hoy!? 
El inventario fútil suele ir precedido del "encima de que". Tu pareja se olvida de tu aniversario de bodas.
Encima de que te he preparado una celebración romántica por sorpresa. 
Encima de que he conseguido que mi hermana se quede con los niños. 
Encima de que me fijé hace semanas en aquel escaparate que admirabas y volví a por ello para poder regalártelo hoy. 
Encima de que llevo aguantándote toda la vida...
¡Encima!, se te olvida nuestro aniversario.
Cabe destacar que en esta segunda interacción el susodicho no era siquiera consciente de todos los supuestos de los que estaba encima

El caso es que los inventarios fútiles -atenta a esto- sólo son interesantes para Ms Victim, que es la que los elabora. Son un proceso creativo en sí mismo. Cuantas más vueltas le das al inventario, cuanto más se lo relatas a amigas y hermanas, más cosas encuentras para añadir a la lista. ¿Cómo pudiste dejar atrás en la primera ronda de la lista aquello TAN sacrificado que también hiciste por el-otro? 

Para el resto del mundo, sin embargo, los inventarios fútiles son muy pero que muy aburridos. 
Agotan. 
Desesperan. 
Exasperan. 

Para empezar, conviene reflexionar sobre cómo uno de estos inventarios hace sentir al recipiente. La pregunta obvia que salta a la vista es: 
¿Acaso yo te he pedido que hagas todas esas cosas por mí? 
La respuesta obvia seguramente sea que no.
Si no te lo he pedido, ¿por qué habría de estarte agradecido? 
Lo cierto es que salió de ti hacer todas esas cosas de tu lista soporífera. Fueron iniciativa tuya. 
¿Por qué me exiges ahora reconocimiento por algo que nadie te ha pedido?
Contra esta lógica aplastante, no hay argumento alguno redentor.

Los inventarios fútiles alcanzan un nivel absurdo en la maternidad, especialmente en etapas adolescentes, cuando el 
"pues no haberme tenido" 
y el
"yo no pedí venir al mundo"
van ganando terreno. 
Es decir, la madre-del-adolescente ha de estar preparada para la ingratitud. El conflicto, cree UNA, es la generación que estamos protagonizando a caballo entre dos mundos: por un lado, tenemos de modelo a una generación de madres sacrificadas que, como la mía, daban por los hijos el tiempo, la energía y la vida propia sin planteárselo, sin cuestionárselo, con la aceptación de ese papel como única bandera. 
Por otro lado, estamos nosotras, con la incómoda tarea de poner a cada cual en el sitio que le corresponde, empezando por el padre, y continuando por la defensa de nuestro derecho a trabajar fuera y a no trabajarlo todo dentro. Pero la maternidad sigue exigiendo sacrificio y en ese afán por ir recolocando el-todo, el sacrificio no nos sale tan natural como a nuestras madres, o por lo menos no a todas, o por lo menos no a UNA, y empezamos a exigir que se nos reconozca a través de los inventarios de las distintas facetas de nuestro sacrificio. Lo que antes se daba por sentado ahora nos negamos a que se dé por sentado porque simplemente no era justo que se diera por sentado.
Pero, como vengo a decirte, estos inventarios son fútiles para el que los escucha. Resultan inútiles. Como ya te conté en El último invento, el reconocimiento auténtico habrá de brotar de dentro.

Restan dos opciones: una, es hacer el sacrificio sin esperar el reconocimiento. Sin esperar, fíjate, siquiera que se den cuenta, que lo vean: recuerda que estás en el ángulo muerto. Quizás estés creando un recuerdo que un día genere cierta gratitud, pero desde luego no la esperes ahora. También te digo que existe un placer indescriptible en hacer las cosas por el mero hecho de hacerlas, sin retroalimentación alguna. Existe la paz con UNA misma que se desprende de la coherencia y la simplicidad del lo-hago-porque-te-quiero. Quizás ése era el secreto del sacrificio bienhumorado de nuestras madres, aunque más bien lo achaco a la conformidad con la distribución de roles entonces imperante.
La otra opción consiste en reducir al mínimo, simplificar el inventario, el número de cosas que haces. Tachar los ítemes en la lista de cosas por hacer que no sean imprescindibles para la salud mental del personal involucrado, incluida la tuya. Sobre todo la tuya.
Yo creo que la clave está en no decantarse por ninguna de estas dos opciones de modo tajante, sino en ir combinándolas según tus niveles de energía y de humor, sin olvidar nunca el derecho al descanso de UNA para que Ms Victim no nos aburra ni nos enerve pues, al final, los inventarios fútiles no hacen otra cosa sino añadir argumentos a la lista ya larga de razones que tiene una madre para sentirse víctima en la ingrata tarea de la maternidad, especialmente en un mundo familiar machista y un mundo laboral no conciliador. Los inventarios fútiles son un hábito mental que echa leña al fuego, a tu fuego. No te hagas ese flaco favor. Remueve cosas de la lista o bien abraza el altruismo, que campa a sus anchas una vez liberado por la ingratitud. 
Las sorpresas revelan mucho del que sorprende, poco del sorprendido. 

Deja que lo que hagas hable de ti y no le restes valor inventariándolo. 





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lunes, 23 de marzo de 2020

Que no se nos olvide ganar el tiempo


Las "nuevas" tecnologías (con comillas a estas alturas) están muy bien: Nos permiten estar en contacto con el mundo en un momento en el que lo que prima es guardar la distancia social, aliviando así el aislamiento del confinamiento. Pero, como casi todo en esta vida, son un arma de doble filo pues, en cuestión de días, las hemos puesto a nuestro servicio para calcar e imitar a pies juntillas el estrés que veníamos arrastrando antes del parón. UNA lo llama el-parón; pero, realmente, ¿lo está siendo?


Te llega una clase de yoga por email. Tu profe de pilates te ha colgado dos entrenamientos en youtube. Tu fisioterapeuta te manda por whatsapp unas rutinas de estiramientos. Has decidido empezar a meditar porque no duermes bien así que te has unido a un grupo de facebook que queda live dos veces al día. Te has apuntado a un curso online de batch cooking que siempre quisiste hacer pero no te podías permitir y ¡ahora es gratis! Has quedado el sábado a la una para hacer un zoom con tus amigas y reproducir la caña del mediodía. A las siete te has puesto un recordatorio en tu google calendar de que Rosa Montero va a dar una charla de escritura creativa en instagram. Esta noche veremos esa serie que llevábamos tiempo queriendo ver ¿en qué plataforma? No me acuerdo ahora si era netflix o hbo o amazon prime, la verdad, luego lo miro en cuanto termine de leer los 184 mensajes de grupos de whatsapp que me he encontrado en el smartphone cuando he abierto los ojos después de meditar. Hay un concierto en streaming de uno de mis grupos favoritos pero resulta que coincide con el hangouts del curso de fotografía disponible de forma gratuita desde ayer.


¿¡HOLA!?

Podríamos seguir unos cuantos párrafos más en la misma línea y sólo llevamos una semana de confinamiento.

¿¡HOLA!?

¿De verdad esto es lo que vamos a hacer? ¿Es que no vamos a aprender la lección-vital de el-parón? ¿La eLECCIÓN de el-parón? Fue Einstein quien dijo que si haces lo que siempre hiciste, obtendrás lo que siempre obtuviste.

UNA está agradecida. De verdad. UNA está conmovida porque la solidaridad, uno de los #valores que despega a lo bestia estos días y viene a domar el surrealismo de la situación, haya puesto a nuestra disposición cientos y miles de recursos. UNA está agradecida a todos esos imperios que, a pesar de la conciencia de la crisis económica que se nos viene encima, han hecho imperar el altruismo sobre el beneficio (aunque se trate de una mera estrategia más de marketing que de solidaridad en algunos casos).
Pero que no se nos olvide. Que no se nos olvide por qué estamos aquí. Que no se nos olvide para qué estamos aquí. Si nos colgamos a todo lo que esas pantallas nos ofrecen, si nos estresamos con las nuevas (sin comillas) listas de cosas por hacer, si la ansiedad nos la provoca el cómo priorizar entre las múltiples ofertas, entonces estamos clonando los patrones exactos que dictaban nuestra vida antes de el-parón. ¿Por qué, si no, son las ciudades las bombas y, sin embargo, los campos con sus ritmos apaciguados se están enterando sólo de refilón de lo que está pasando?
Las prisas, los semáforos, las carreras, la irritabilidad, las alarmas, el contrarreloj, las fechas de entrega, el nudo en el estómago, el insomnio, el extenuamiento físico y mental, las agendas.... Todo lo que teñía -que no se nos olvide- de gris nuestras vidas antes de el-parón, ha sido sacudido de la alfombra. Se nos ha puesto sobre el suelo un nuevo lienzo. ¿Y qué hacemos? Utilizamos la excusa que las "nuevas" tecnologías ponen a nuestro alcance para volver a llenar ese canvas de prisas y listas. 

Y mirarás atrás, cuando esto pase, y pensarás: ¿Por qué no paré cuando el-parón me dio permiso para hacerlo? ¿Por qué hice tanto ruido en la oportunidad del silencio? ¿Por qué llené el vacío? ¿Por qué lo hacemos? ¿Es el miedo?

Ayer una amiga, precisamente en una videocall (apréciese sin tapujos la incoherencia de UNA), me decía que lo que más rabia le da del coronavirus es que "¡nos está haciendo perder el tiempo!". La frase resonó conmigo como si fuera una cicatriz antigua. Eso es lo que estamos haciendo, pensé: Tratar de no perder el tiempo en el-parón. Vamos con este ritmo desbocado, saltando de un recurso a otro, de una aplicación a otra, de un mensaje a un meme, por no perder el tiempo. No nos estamos dando cuenta de que lo que deberíamos estar haciendo no es perderlo: Es ganarlo.
Ganar el tiempo es cambiar patrones, dejar ratos para el vacío, para la nada, sentir el vértigo de la incertidumbre, escuchar los pájaros y la lluvia. No hacer nada es la oportunidad que nos está dando el-parón y la estamos desaprovechando haciéndolo todo por no perder el tiempo.
Que no se nos olvide parar en este parón.
Que no se nos olvide ganar el tiempo.
Que no se nos olvide mirar a este lado de la pantalla, donde está lo que verdaderamente importa.

domingo, 15 de marzo de 2020

Mensaje en un virus

Cuando, hace ahora diez marzos, mi padre agonizaba, mi hermAna pensó en voz alta:
¡Menos mal que vamos para el verano! 
Recuerdo la cita como si fuera ayer.



Cuando estos días atrás se empezó a vislumbrar el cariz que iba a tomar la cosa, la cita me volvió a la mente como si de una convulsión se tratara:

¡Menos mal que vamos para el verano!

¡Oh, los veranos!

Viene un mensaje encerrado en este virus. Para cada uno de nosotros, el mensaje ha de ser necesariamente diferente. Vamos a tener tiempo de descifrarlo, creéme. Tiempo es precisamente lo que nos va a sobrar. Vamos a escuchar entonar por dentro y por fuera el yo-mea-burro: yo-pipí-caballito. El aburrimiento es el mejor de los canvas, sobre todo si viene acompañado de la serenidad, que no está siendo el caso. Así que el primer mensaje que UNA recibe es el de que lo que toca ahora es estar serena. Esto es lo que hay. Soltar el control de un fenómeno que escapa a nuestra voluntad y limitarnos a lo que sí queda a nuestro alcance: 

Ser la vacuna.

#yosoylavacuna
#yomequedoencasa
#yomelavolasmanos 
#yonometocolacara

El mensaje en el virus es una lección vital. 
La eLECCIÓN es nuestra.



Como madre, UNA siente ya la presión de convertir el confinamiento en un parque de atracciones. Por whatsapp y redes sociales, nos han llegado estos días muchas ideas para organizar la cuarentena con sugerencias de actividades, juegos e ideas creativas para entretener a los niños sin cole. La tendencia, parece, es convertir el salón en un campamento de verano. 

Pues bien, el segundo mensaje que a UNA le llega encerrado en el virus, es el siguiente: La vida-antes-del-virus era estresante. De hecho, el virus nos encuentra con las defensas bajas por el estrés. No convirtamos, pues, la vida-durante-el-virus en un estrés añadido; en una carrera por ver a qué mamá se le ocurren las ideas más creativas, más estimulantes y menos perjudiciales para los vecinos; en un maratón de fotos en instagram que haga sentir inadecuadas a las miles de madres que estos días luchamos simplemente por sobrevivir. ¡Sobrevivir! De eso se trata. No es éste el momento de la rigidez, sino de la flexibilidad. Tiene que haber tiempos muertos. Horas de pipí-caballito. Tiempo para no hacer nada. 

Si no ahora, ¿cuándo? 

Me refiero a que el miedo al vacío puede hacernos caer en la tentación de pasarnos la cuarentena rellenando huecos con listas de cosas por hacer. ¡Esto ya lo veníamos haciendo: Hagamos algo diferente! La desazón del aburrimiento puede llevarnos también a colgarnos de las redes sociales y del whatsapp que van a más velocidad que el virus. Quizás sea el momento de rescatar todas esas ideas que tenías en la trastienda de tu mente y que dijiste que algún día materializarías. O quizás no. 
Un día. 
Después otro día. 
Este virus viene a recordarnos que la vida es ahora: no hagamos planes a medio o largo plazo, porque no se sabe. Abrazar la incertidumbre, que se deja abrazar a modo de cactus, es lo único que nos queda.



El otro mensaje que me grita alto y claro el virus es que, cuando las cosas se dan por sentado, se pierde la gratitud. Y cuando se pierde la gratitud, se pierde la alegría. 

A UNA el comienzo de esta historia no la pilló precisamente en un buen momento. La creatividad es siempre un buen termómetro del estado de ánimo, y este blog el barómetro de mi creatividad. El que me siga, pues, sabría que UNA no estaba del todo bien ya en su vida-antes-del-virus. El virus me trae encerrado el diagnóstico: Cuando no hay razones para la alegría es porque no hemos hecho sitio a la gratitud. Cuando no hay gratitud, es porque estábamos dando por sentadas las rutinas. 

¡Oh, las rutinas!


¿Te acuerdas cuando dejabas a los niños en el cole y te ibas a tu clase de yoga? Lo dabas por sentado y probablemente no apreciabas el lujo que era: Pues ahora ya no puedes. ¿Te acuerdas cuando llevabas a los niños a fútbol y te ibas a tomar un té tranquila y a leer mientras ellos entrenaban? Nunca te paraste a apreciar el placer que el momento producía en tu cuerpo: Pues ahora ya no puedes. ¿Te acuerdas cuando un miércoles cualquiera le anunciabas a los niños que hoy, en vez de tareas, os ibáis al cine? ¿¡Con palomitas!? ¡Sí, con palomitas! Ya no puedes. ¿Te acuerdas cuando una amiga estaba mal y, mientras te lo contaba, rompía a llorar, y tú la abrazabas y sentías que el abrazo os proporcionaba consuelo a ambas? Pues ahora ya no puedes. Ahora tienes que confesarle desde lejos que, como en la canción de Víctor Manuel, no sabes adónde irá ese abrazo que no pudiste darle.



Este virus nos está sacudiendo por los hombros y nos está diciendo a gritos:

¡La alegría exige apreciar lo que tienes y apreciar lo que tienes exige no darlo por sentado! 

No es momento ahora de hacer política. No es momento ahora de reprochar, de culpar, de lamentarnos. Es momento de no cometer el mismo error que veníamos cometiendo: El de dar las cosas por sentado. Es el momento de la gratitud. Si tienes que quedarte en casa, agradece que tienes una casa donde quedarte. Si todos los que se quedan en casa contigo están bien, agradece porque hay muchos -cada vez más- que están mal. Si estás leyendo este post que UNA ha escrito en Una_Vida_hoy_no_tan_Mundana, agradece porque eso significa que cuentas con conexión a internet. Si tienes la nevera y la despensa llena, agradece. Si tienes la suerte de que tu trabajo no vaya a verse afectado por esta crisis como va a pasar con el de tantos y tantas, agradece. Ya que tienes la suerte de vivir en un país con un sistema sanitario digno de reconocimiento, sal a ese balcón a aplaudir cada noche y agradece. 
Como dice el maestro Thich Nhat Hanh, se nos olvida cómo sería la vida con dolor de muelas: La felicidad es darnos cuenta de que no nos duelen las muelas hoy. 
Las cosas siempre pueden ir peor. 
Agradece que no vayan.

Móntate un cine en casa.
Y agradece, sobre todo, que vamos para el verano. 

jueves, 22 de agosto de 2019

Postureo

Supongo que en generaciones pasadas las preocupaciones eran otras más urgentes. En tiempos de guerra, en tiempos de hambre, los valores habrían de ceder a las necesidades más acuciantes.

Nuestra generación lo tuvo fácil, o eso creo. Eran buenos tiempos para crecer, para vivir.

La generación de nuestros hijos, sin embargo, tiene preocupaciones nuevas a las que hacer frente. La mayor: El medio ambiente. Como dice mi hermanAura, 
Si no hay mundo, no hay nada 
Es inútil preocuparse de cualquier cosa si nos extinguimos y a veces parece que la única solución viable para el mundo pasa precisamente por nuestra extinción. Mientras escribo esto, arde el Amazonas.

Pero un mundo que agoniza aparte, lo que preocupa a UNA de la inmediatez del ambiente en el que se mueven los hijos es la inversión de los valores
No es que no tengan valores, es que los valores se han invertido.
UNA se siente vieja haciendo estas declaraciones: Los mayores despotricando de los menores es la historia de la vida. Pero las nuevas generaciones cuentan con un factor ausente en previas entregas: Las tecnologías (que ya no son nuevas pero están en continua renovación consumista) y, en concreto, las redes sociales. La inversión de valores a la que me refiero aquí, estoy segura, procede directamente de la incorporación de estas redes al escenario de la existencia mundana.


La popularidad es el valor por excelencia. 

Es complicado explicarle a un niño que lo que importa realmente es ser amable; valores como la constancia, la tolerancia o la generosidad parecen haberse quedado anticuados y perder brillo en comparación con la glamurosa popularidad.

Los pre-adolescentes y adolescentes cuelgan fotos en Instagram con un outfit pre-diseñado, fotos que ellos mismos denominan "de postureo", sin sonreír por supuesto, posando con los dedos haciendo la señal de victoria así o poniendo los cuernos asáy lo que de verdad importa es el número de likes (quién le ha dado a me gusta) y el número de followers (quién sigue mi cuenta). Eso es lo único que de verdad importa. Lo curioso es que todos saben que la foto no es auténtica, que es puro postureo. Pero por algún motivo que -confieso- se me escapa, da igual: lo que realmente importa es la popularidad. Cuántos más likes y cuántos más seguidores, más popularidad. Y eso es lo guay estos días, ser popular.


Popularidad = likes + followers


¿¡Hola!? 

¿¡Hay alguien ahí?! 

¿Qué tipo de adicción química o emocional o ambas han creado estas redes en nuestros adolescentes? En nuestros tiempos, se tenía pánico a la heroína y a la cocaína. La droga era la sombra negra que quitaba el sueño a nuestros padres, pero sólo se ahogaban en esas arenas movedizas los caballos descarriados. 
La adicción a las redes sociales, no obstante, alcanza a todos, no deja títere con cabeza. Por la alfombra roja de Instagram desfilan las generaciones adolescentes sin darse cuenta de que la vida es otra cosa de lo que retratan en sus (a veces patéticas, a veces absurdas) historias.

A las madres de estas generaciones nos ha tocado una tarea nada fácil. Primero, limitar el tiempo de pantalla. UNA es muy estricta en esto y envidia en parte a aquellas familias que han tomado la decisión de no limitarlo porque en serio que es una tarea nada placentera. Pero si UNA no limitara el tiempo de pantalla de los niños en casa, te aseguro que la adicción es tal que estarían 24/7 pegados a la tablet. Cuando pasa el ratito de usarla, primero hay que oír el 
- 5 minutos más, por favor, mamá, 
con esa voz melosa que se les pone cuando te piden algo. 
- Ya han pasado los 5 minutos. 
Y tus hijos que parecen rallados: 
- 5 minutos más, por favor, mamá, que tengo que acabar esta partida.
El botón de snooze del despertador eres tú y tus hijos venga a darle al botón, 
y venga a darle al botón, 
y venga a darle al botón. 
Cuando tú, despertadora, te plantas y dices que 
- ya está
que 
- ya no hay más tiempo de descuentos
entonces, la voz melosa se transforma en esa voz monstruosa que todos los días sin tregua tiene que recordarte que 
- a mis amigos les dejan la tablet todo el día
porque 
- estamos en verano

- son vacaciones

- no hay derecho

- eres tan injusta
Te dan unas ganas incontrolables de volverles a dar la tablet para que se callen otro ratito. Ganas incontrolables que te tienes que controlar.

Nos ha tocado también la tarea de estar presentes. Cuando Paul hijo1 se abrió una cuenta de Instagram, después de un forcejeo emocional curioso que nos mantuvo alerta varias semanas, UNA se hizo activa en Instagram también:
 HAY QUE ESTAR.

Ésa es mi premisa. 
Antes había que estar en los cumpleaños, en los cines, en la puerta del cole. Ahora hay que estar en las redes en las que ellos están. Respetando su postureo, sin participar demasiado, pero siendo su follower number one, siguiendo a todos los que le dan like a sus fotos, vigilantes, porque no se sabe. No se sabe lo que pasa en las redes: oyes cosas, te cuentan cosas, vas a la escuela de padres del colegio, escuchas una charla de un guardia civil de la brigada de delitos cibernéticos y sales acongojada (por evitar usar otro palabro que defina con mayor precisión la sensación). Y la conclusión a la que llegas es que no puedes prohibir, pero tienes que estar. 
Prohibirle algo a un adolescente es como darle una invitación para asistir al mismísimo evento al que le has prohibido ir. Si no te dejan comer Panteras Rosas, en cuanto puedas te pegas un atracón de pastelitos. La paradoja de la ley seca. Pues eso, no puedes prohibir, pero hay que estar.

UNA no es anti-tecnologías ni anti-redes sociales: Sería una incoherencia hacer otra afirmación diferente desde este contexto. Mi padre fue líder en el uso de nuevas tecnologías y nos inculcó el amor por todas las aplicaciones que pudiera tener cada descubrimiento. Tuvimos un ordenador Apple en casa antes que nadie en nuestro entorno. Recuerdo que en Secundaria siempre me tocaba a mí pasar a limpio los trabajos de mi grupo de literatura en el colegio porque yo era la única que podía hacerlo desde casa, la única con un PC y una impresora. De hecho, cuando más echo de menos a mi padre es cuando descubro una nueva app, un nuevo programa, un nuevo sitio web, que a él le hubieran indudablemente entusiasmado.

Fue él quien me explicó lo que era un blog y aquí está UNA. 

Esto es lo que quisiera transmitirles a mis hijos también (tarea difícil): Que las redes, que las tecnologías, pueden usarse con un valor mucho más valioso que el mero postureo, que es la creatividad. Veo chicos de la edad de los míos haciendo cosas ya grandes con su tiempo de pantalla: desde vídeos creativos hasta composiciones pasando por transmisión de información de otra manera desapercibida. Las posibilidades son infinitas una vez que se da rienda suelta a la creatividad. La adolescencia es de por sí una etapa esencialmente creativa. Mis chicos todavía no han encontrado su ventana pero trato de estar atenta para fomentar la tan preciada creatividad en el momento que asome su cabecita y reconducir el uso de la pantalla de un mero postureo a un ejercicio de creación en toda regla.


No quiero alargar demasiado el post aunque el tema da para rato, y cada vez lamentablemente para más rato. Sólo rogar que no quememos etapas antes de tiempo. Desde el sistema educativo ya les han robado a nuestros hijos dos años de su infancia, adelantando la Secundaria y acortando la Primaria. La transición adelantada ha acelerado los cambios. Pero no los aceleremos desde casa. El otro día en un foro una madre contaba agobiada que no sabía cómo afrontar una situación que tenía planteada: una niña había mandado a su hijo de nueve años una foto de su pecho desnudo. Las respuestas eran variadas. La madre estaba muy angustiada y no quise apabullarla más con juicios (una madre angustiada lo que menos necesita es juicios, por favor, recuerda), pero la respuesta que no podía evitar se formulara en mi mente era: 

- ¡Disculpa, ¿qué hace un niño de nueve años con móvil?!

El problema es que estamos estrenando un terreno por el que nadie ha pisado antes. No sabemos cuáles son las edades apropiadas para cada paso. Estamos desconcertadas educando a una generación que tiene a su disposición medios que ni nosotras tuvimos ni tampoco dominamos.

Sólo se me ocurre decir: 
¡Suerte!
E información.
Y paciencia. 
Mucha paciencia:
Otro de los valores que no profesan las nuevas generaciones.





viernes, 2 de agosto de 2019

Marionetas

Hay un tipo de madre con la que a UNA le cuesta más empatizar.

Así pasó. Así lo cuento.
Estábamos en nuestro lugar habitual de vacaciones. La familiade5, la abuelAna, la TitAura. 
Paul hijo1 estaba disfrutando especialmente esos días porque, a sus 13 años, por vez primera se había hecho una pandilla con otros veraneantes y se iba a la playa con ellos durante el día y de paseo o a tomarse una porción de pizza por el pueblo al llegar la tarde. Se sentía mayor, podía aflojar el vínculo con la familiade5 y, sobre todo, se lo estaba pasando pipa.
Entonces aterrizó dos casas más allá el vecino alemán, un niño de la edad de Paul hijo1 que había jugado con él al fútbol en el césped de enfrente otros veranos. Su madre española tiene una bebé pequeña también alemana y encontrar a alguien con quien el chiquillo se entretuviera esos días que pasan en España cada temporada estival había sido comprensiblemente un alivio.
Nos los encontramos. Paul hijo1 estuvo encantador. Saludó al niño, saludó a la madre. Unas palabras de cortesía, con el salero y don que Paul sabe desplegar en estas breves interacciones. Entonces la madre, impaciente por que retomaran esas tardes de fútbol, intervino animándoles a quedar a los chiquillos para el día siguiente. Paul hijo1 explicó incómodo que ahora tenía una nueva pandilla y que había quedado con ellos por la mañana para ir a una urbanización vecina. La madre no vio inconveniente alguno para que Paul hijo1 y su nueva pandilla se llevaran al niño alemán con ellos en su excursión matutina. UNA miraba este intercambio como la que mira un partido de tenis, entretenida con la curiosidad de la reacción ajena. Paul se vio forzado, creo, a acceder y quedó con el niño alemán en recogerlo al día siguiente a las doce y media en su casa. Lo hizo con elegancia y gracia que le fueron reconocidas. A todo esto el niño alemán no había abierto prácticamente la boca.
Llegó el día siguiente. A las doce menos cuarto dos de los nuevos amigos de Paul vinieron a buscarle y se fue. UNA le recordó su cita con el alemán. Poco más tarde de las doce y media, el niño alemán vino a casa a buscar a Paul. Paul no se había presentado, lo había dejado plantado. Cuando Paul volvió a casa más tarde, UNA y la tribu de UNA hablamos con él: 
Que eso no está bonito, que de hecho está mal; que cuando se adquiere un compromiso, se cumple; que no se le hace a otros lo que no queremos que nos hagan a nosotros; que debiera disculparse con el niño alemán... 
Él traía a su vez un elenco de excusas adolescentes.
Pero la historia no acaba aquí. Esa tarde salíamos de casa los demás, la abuelAna, la TitAura, Peter, Gusi hijo2, Dolfete hijo3 y UNA cuando, por el camino vecinal, vimos al niño alemán con su madre. El niño alemán saludó adecuadamente y se metió en su casa. Pero la madre no iba a dejar las cosas así. La madre venía con una actitud de brazos en jarras hacia nosotros. No había escapatoria. Paul hijo1 no estaba ni siquiera con nosotros en ese momento pero a ella le dio igual: nos echó la bronca a todos. 
Que el niño se había quedado esperando, que eso no se hace, que está mal, que a ella personalmente le había dolido más que al propio niño ver al niño plantado... 
En fin, todos callados aguantando el bochorno mientras ella nos culpaba de algo de lo que no éramos directamente responsables. 
¿Ves? 
Es a este tipo de madre al que me refiero cuando confieso que me cuesta empatizar porque, si no eres madre, puedo entender que no te des del todo cuenta pero, si eres madre, tú conoces la verdad fundamental: 
Los hijos NO son marionetas que la madre maneje con hilos. 

UNA lo hace lo mejor que puede, lo mejor que sabe y, si no sabe, UNA hace por aprender. UNA trata de modelar lo que predica (aunque no lo consiga siempre). UNA aconseja, riñe, increpa. Pero, al final, el hijo toma la decisión de cómo actuar. Y es que, 
¡Sorpresa!
 Los hijos son personas con voluntad propia. 

Es cierto que podría haber chantajeado a Paul hijo1 para que fuera a buscar al alemán o de hecho haberle castigado por no haber ido, pero chantajes y castigos son medidas a las que UNA ha recurrido en ocasiones de manera desesperada e inconsistente, y que nos han hecho sentir mal a ambas partes porque desconectan y no enseñan a actuar con valores. Al final, es de lo que se trata: de que Paul hijo1 vaya interiorizando que hay que comportarse de forma coherente con los valores que se profesan, y no motivados por miedos o incentivos. 

En toda esta historia la voz que nunca se ha oído es la del niño alemán. Y es que esa voz no necesita oírse porque su madre lo habla todo por él. Ella organiza, ella se ofende, ella resuelve. Ella es ventrílocua de su hijo. En sólo una anécdota, esa madre le quitó primero a su hijo la iniciativa de organizar su propia vida social para después quitarle la capacidad de resolución de su propio conflicto, ambas destrezas indispensables para la vida. 
No es la primera vez que me topo con este tipo de madre, probablemente tampoco será la última. Son muy comunes estos días. Son las madres que piden al profesor que le cambie la nota a su hijo o al árbitro que no se le ocurra anular un gol a su hijo en el partido de fútbol, como contaba con toda la gracia Carles Capdevila en su famoso podcast (Educa como puedas) que, si no has escuchado todavía, te animo a hacerlo en este enlace: echas un buen rato escuchando su retrato humorístico de una realidad patética. 
Al final, si UNA se para a pensarlo, se trata de un problema de control, ¡ay, el control!, de no saber soltar. Como de eso UNA entiende un rato, quizás empatizar no sea tan complicado como hubiera podido parecer en esa regañina incómoda que me pegó la madre española del niño alemán.

Al otro lado del espectro está la madre coherente con el valor que ya expresaba en otro post: 
Ésa es la madre que UNA aspira a ser. 

Hablaba con una amiga el otro día que, cada vez que me cuenta cosas de LAS niñas (porque ella no habla de SUS niñas), capta toda mi atención por el modo que tiene de hacerlo, y quise reflexionar sobre qué es lo que hace tan atractivo su discurso materno. Y entonces me dí cuenta: esta madre, cuando habla de sus hijas, no las trata como marionetas, se desvincula de los resultados. Habla de LAS niñas con nombre propio, con la curiosidad y la admiración de ver brotar a personas. No me cabe ninguna duda, porque la conozco desde antes de sus embarazos, de que ella lo ha hecho lo mejor que ha podido. Es decir, desvincularse de los resultados no te hace peor madre, sino todo lo contrario. Me contaba que su hija de 13 años ya tiene novio. A mí me sorprendió porque a Paul con la misma edad yo no lo veo ahí todavía. Ante mi sorpresa, ella sonrió: Marina siempre ha sido muy precoz, me dijo. Tan fácil. Tan fluida esa respuesta. Y esa respuesta fluye de dejarla ser. Mi amiga deja ser precoz a su hija porque resulta que su hija ES precoz. ¿Ves la diferencia? Lo que hace nuestra tarea de madres especialmente difícil es resistirnos a la persona que de hecho ES tu hijo. Es pelearnos. Porque, además, es ésta una lucha en vano. Tu resistencia es vida robada
Tu hijo ES. 
Y es como es. 
La educación consiste en hacer de modelo, en enseñar cómo he aprendido a hacerlo yo y cómo me gustaría que lo hicieras tú, cuáles son los valores que me gustaría heredases, y que la felicidad depende de la coherencia. Pero la maternidad también consiste en sorprenderse, en desvincularse de los resultados para poder dar ese paso atrás que te permite disfrutar de la belleza de esa persona que emerge desde el niño-más-manejable que tuviste en tu regazo un día. Esa persona emerge si tú sueltas el manejo.
Si te acercas demasiado a la puerta de una catedral, sólo ves la puerta, que podría a todos los efectos ser la puerta de una iglesia pequeña de aldea. Para poder ver la magnitud de la fachada hay que alejarse y mirar hacia arriba. Sólo entonces puedes ver la obra de arte.



Ahí estamos. 
En proceso. 
Aprendiendo a soltar el control. 
A dejar ser.








domingo, 23 de junio de 2019

Depende. ¿De qué depende? Del valor con que se mire, todo depende...


Yo siempre he definido la felicidad como serenidad. La serenidad, a UNA, por la forma de ser y de estar en el mundo de UNA, es algo que se le escapa con facilidad. Por eso, cuando alcanzo a sospecharla, cuando la acaricio, cuando ocasionalmente logro sosegarme, me digo:
 Esto: ESTO es la felicidad. 
En breve me inunda el miedo de que no dure o, más que el miedo, la certeza de que no va a durar: Y ¡puf! esa certeza desvanece la serenidad. Fue bello mientras duró... 

El caso es que hace poco alguien de mi entorno ofreció una definición de la felicidad que alguien de su entorno le había ofrecido a ella: 
La felicidad es coherencia

Y esta cita me ha perseguido desde que la leí porque realmente ha dado en la diana. Esta definición no está reñida con la mía pues creo firmemente que la felicidad es serenidad pero la serenidad, en realidad, es coherencia. La falta de serenidad suele venir provocada por la falta de coherencia.

Pasa que no es tan fácil ser coherente porque, para ser coherente, es indispensable preguntarse:
¿Coherente con qué? 
¿Con qué valores he de ser coherente? 
Y los valores son palabras abstractas. 
Y las palabras abstractas a veces son complicadas de llevar al terreno de lo real.



Cuando profesas una religión, los valores te vienen dados por el catecismo al que te adhieres. Tienes un set de mandamientos en los que has decidido creer y haces de ellos tus valores. 
Pero cuando no eres religioso, cuando has decidido conscientemente desvincularte de la religión en la que te educaron, tienes que crearte tus propios mandamientos. Tienes que evaluar los valores que heredaste y decidir con los que te quedas y los que dejas marchar porque ya no te valen. Eso es la madurez.

Esto no es fácil. Ni siquiera es perenne. Es decir, no es algo que hagas una vez y ya te sirva de por vida. Es algo que requiere constante re-evaluación: cada vez que hay elecciones, cada vez que hay decisiones, cada vez que doblan las campanas y, sobre todo, de manera constante cuando estás educando. 
Requiere incluso volver a la primera vez, la primera vez que de niña oíste algo, y recordar lo que te gritó el instinto en ese momento. UNA recuerda perfectamente la primera vez que oyó decir que alguna gente considera a los negros inferiores a los blancos. Recuerda el ¡¿pero por qué?! indignado que se formó instintivamente en su cabeza. UNA recuerda la incredulidad desconcertante cuando oyó decir que alguna gente considera a las mujeres inferiores a los hombres.
 ¡¿PERO POR QUÉ?!  
😳 
AHÍ: En los primeros pero-por-qués reconocerás tus valores. 
Párate  a escuchar los primeros pero-por-qués de tus hijos. Te servirán de recordatorio porque en la inocencia está el valor que luego la educación pervierte.


Dos de los valores más lindos que quise hacer míos y desearía que heredaran mis hijos me los encontré en un libro(¡ay, los libros!):
Haz lo que debas lo mejor que puedas 
y 
sé amable.
Se los he recitado desde chicos.


Sé amable. Pero UNA  no es siempre amable. Peter lo sabe mejor que nadie. Mis hijos también lo saben (Paul hijo1 me lo devuelve con tonillo : "mamá, los valores: sé amable"). Lo sabe UNA porque UNA a veces no es amable con UNA misma. 
Y he ahí la infelicidad.
La serenidad alcantarilla abajo. Cuando UNA no es coherente con la amabilidad que adoptó como valor.

Haz lo que debas lo mejor que puedas. Yo le añadí una coletilla: Haz lo que debas lo mejor que puedas... y desvincúlate de los resultados. Y cuando no logro desvincularme de los resultados, cuando aparece la duda, la culpa, el control, cuando me autocuestiono, entonces también pierdo la serenidad. 

La coherencia en realidad lo es casi todo porque te dicta cómo has de sentirte sobre tus acciones. Este ejemplo ya lo hemos contado: Si tú no crees en gritar como herramienta educacional y gritas, te sientes mal. Si en cambio consideras gritar como un recurso válido en tu repertorio de estrategias educativas, no te sentirás mal. Quizás ni te plantees cómo te sientes. El caso es que el grito es el mismo. Lo que cambia es el valor. Depende. ¿De qué depende? del valor con que se mire, todo depende...

Y así con todo. Si la generosidad es tu valor, pero te cuesta la misma vida abrir la mano, andarás contraída. Las personas contraídas son fácilmente reconocibles.
Si el cariño está entre tus valores y hace mucho que no sientes la piel de nadie, estarás encogida hasta que des ese abrazo.
Si la igualdad es tu bandera y cometes una injusticia, un no-hay-derecho, te sentirás rabiosa contigo misma.
Si defiendes la creatividad pero le echas la bronca a tu hijo cada vez que se sale de los renglones de la escuela, sabrás que la incoherencia apesta.

De hecho, una de las armas arrojadizas más hirientes en una discusión es cuando alguien te echa en cara tus propias incoherencias. 
En yoga, para cada postura hay una contrapostura.
En religión, para cada pecado, hay una virtud. 
Pues en esto de los valores, contra la incoherencia, sólo resta la vulnerabilidad de la confesión: UNA confiesa que estos días anda un poco incoherente. Es fin de curso. UNA anda estresada. UNA anda cansada. Ser coherente requiere hacer el esfuerzo de tener presentes tus valores. Sinceramente UNA no siempre tiene ganas de hacer el esfuerzo: Hay días y días. UNA ve estos días su serenidad diluirse en el caos de los últimos coletazos del curso. 

Esto es todo lo que tengo que decir hoy. No es cualquier cosa:
¿Quieres ser feliz? Sé coherente. 

A modo de postdata añadiré que el problema aparece cuando nos pilla de sorpresa que los valores de los demás no coincidan con los nuestros. Y si el respeto no figura entre nuestros valores preferentes, entonces aparecen el sectarismo, la intolerancia, la discriminación y el odio. Pero eso da para otro post. Uno muy largo.