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sábado, 9 de julio de 2022

#Carpe-Fucking-Diem

Te voy a contar cuál es uno de los generadores de culpa maternal por excelencia.

Dolfete hijo3 estaba aburrido. Era su 12 cumpleaños. Nos pillaba de vacaciones pero no podíamos ir a la playa porque hacía viento fuerte y levantaba la arena, así que estábamos decidiendo qué hacer. Adolfo estaba frustrado. ¡Qué mala suerte tengo! ¡Todo me sale mal! Así que UNA se puso su sombrero de entretenedora-oficial y empezó a listar sugerencias de actividades para una tarde gris estival. Por supuesto, todas eran encontradas con una negación rotunda por parte de la frustración de Dolfete hasta que se me ocurrió que podíamos ver vídeos de cuando era pequeño que sé que es una de sus actividades favoritas y, ¡ojo!, además es tiempo-de-pantalla. Las pantallas nunca fallan a las madres en apuros (aunque pueden ser otro generador-de-culpa pues no gozan de buena fama). 

Le puse en el ordenador una recopilación de vídeos y fotografías que le había confeccionado 2 años antes, cuando cumplía 10. Para cuando terminamos de ver el vídeo, UNA no podía seguir reprimiendo las lágrimas y rompió a llorar invadida por la nostalgia. Comparaba el pasado de mis criaturas, que eran tan ricas y tan monas, que me habían necesitado tanto y querido tanto, con el presente de mis dos adolescentes desgarbados más un pre-adolescente, que no hacen otra cosa que quejarse y llamarme pesada. “Cualquier tiempo pasado fue mejor” vino a cambiar el viento de la tarde por desazón y melancolía.

Mientras lloraba, había una parte de UNA que consiguió distanciarse y que me observaba con un poquillo de sorna. Peter, que suele complementar mi dramatismo con dosis de bajada-a-tierra, me miraba un poco obtuso:

- ¿No te da pena?- le preguntaba UNA. 

- Me da morriña- decía él- pero vamos…

- Pero vamos ¿qué?

- Que no todo sale en los vídeos y las fotos, que lo que sale es una selección de los momentos buenos… Que eran muy monos, sí, pero que no se nos olviden las tardes en urgencias, las noches sin dormir, las papillas de frutas, el cansancio…


Ahí identifiqué a esa parte de UNA que me observaba con sorna. La etapa infantil es muy bonita pero también no lo es (como casi todas las etapas en la vida). De eso no se chivan las fotos ni los vídeos que recopilamos, pues esto es como Instagram: no vas a colgar una foto de una pelea con tu pareja, lo que cuelgas es el beso en la puesta de sol. ¿O no? Nadie quiere ser testigo de tus miserias, ni siquiera tú misma.


Cuando ya ha pasado la vorágine, cuando te encuentras en otra etapa de la vida, el recuerdo es inmensamente depurativo y te trae como regalo llenarte la memoria de momentazos y de buenos-pequeños-momentos, pero trata de dejar al margen las pequeñas miserias de la vida diaria de aquella época que ya pasó.

Esto mismo que hacen las estampas visuales y recordatorios fílmicos lo hacían la mayoría de las lecturas a las que UNA dedicó tiempo en su afán incansable de aprender a ser mejor madre durante la infancia de mis hijos. Recuerdo concretamente una de esas lecturas. La autora se llama Rachel Macy Stafford y tiene varios libros. Creo que llegué a leer dos. Hands free Mama y Only Love Today. Probablemente no los terminé. En esa época no me daba tiempo a terminar los libros. Su movimiento se llama The Hands Free Revolution y básicamente te insta a disfrutar del momento de estar con tus hijos mientras dure, y te recuerda una y otra vez que ese momento no va a durar. Es decir, la nostalgia te la mete por todos los poros de tu cuerpo MIENTRAS estás inmersa en la propia época de la vida por la que vas a sentir nostalgia. UNA cayó en sus redes. La autora escribe muy bonito y es difícil no dejarse embaucar. 


El algoritmo de las redes sociales detectó pronto que UNA había sido apresada por esta nostalgia-prematura y empezaron a aparecerme memes del tipo: "Solamente tienes 18 veranos con tus hijos".


UNA tardó varios libros y un montón de memes más en darse cuenta de que estas lecturas no me estaban aportando otra cosa que una conciencia exacerbada del paso del tiempo, que ya de por sí suele estar presente en personas hipersensibles como UNA. Esta exacerbación tiene dos consecuencias tan inmediatas como implacables:

La primera es que provoca el efecto totalmente contrario. En vez de estar en el aquí y el ahora, tu cuerpo sigue aquí, en la vorágine, mientras tu mente anda anticipando la nostalgia que sentirás cuando tus hijos sean adolescentes y no hagan otra cosa que quejarse y llamarte pesada.

Además, y sobre todo, la exacerbación de la conciencia del paso del tiempo se convierte en un generador-de-culpa por excelencia. Cuando estás cansada o harta o deseando que los niños se acuesten o enfadada o histérica, ¿sabes lo que esta conciencia viene a posar en tu mente? Un buen puñado de deberías. 


Deberías estar disfrutando de esta época con tus hijos pues no dura.

Deberías estar feliz ahora que tus hijos son pequeños y comestibles y manejables y monos.

Deberías CARPE DIEM como las autoras de estos libros y estos memes.

 

Lo que más perpleja me dejaba, no obstante, es que las autoras de estos libros que te instan a aprovechar el momento con tus hijos tenían niños de esas edades y, sin embargo, encontraban tiempo también para escribir libros, posar perfectamente peinadas en redes sociales Y hacernos sentir fatal a las madres que no teníamos tiempo ni para terminar sus libros. 


Está bien. Está bien ser consciente del paso del tiempo como en El club de los poetas muertos para que el tiempo no te pase sin conciencia. Lo que UNA cree que no está bien es que esa conciencia esté tan presente que te robe el presente. Así que cada vez que no estés disfrutando del tiempo con tus hijos, que serán muchas las veces (porque ¡sorpresa! somos humanas y los conflictos familiares que no se ven en las fotos ni en los vídeos ni en los Instagrams existen); cada vez que te venga a visitar la culpa con sus deberías y sus carpe-diem-only-love-today y sus buenismos, regálale el mantra que UNA se elaboró como antídoto a esta culpa-de-nostalgia-anticipada:


Carpe-Fucking-Diem





Ya de paso, guardémonos todas de dar este consejo de disfrutar-el- momento-antes-de-que-el-momento-pase a las madres jóvenes y agobiadas, que ya van suficientemente agobiadas. Ya habrá tiempo para la nostalgia.


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miércoles, 15 de junio de 2022

Verano sin pantallas

Resulta que, en Bachillerato, el curso acaba el día 10 de junio. ¿Tú lo sabías? ¡UNA no! A partir de esa fecha, el estudiante al que no le ha quedado ninguna, ya no va al instituto y lo tienes en casa hasta finales de septiembre. El que hizo esta ley obviamente no era madre, ni preguntó a una madre su opinión. No estoy aquí para dar la mía aunque podéis sospecharla. En mi mes más duro de trabajo, tengo a un ni-ni en casa, que no sólo ni estudia ni trabaja, sino que consume, preocupa y opina (porque los profes tenemos muchas vacaciones pero ¡los adolescentes más!). Casi que nos van a hacer desear a los padres que los hijos suspendan para tenerles unos cuantos días más ocupados. El problema no es que estén ociosos, el problema es en qué ocupan ese tiempo de ocio.

Le reprocho frecuentemente a Paul hijo1 la cantidad de tiempo-de-pantalla que dedica al día, una media de nueve horas, es decir, ¡un trabajo a tiempo completo echando horas extras! Él, por supuesto, forcejea ante esta contabilidad que lleva UNA del tiempo de su móvil acusándome de control. Pero va más allá. Ya os he contado en Contrato de permanencia esa facilidad que tiene Paul hijo1 para encontrar el hilo invisible que existe entre lo que le sucede en su vida personal y UNA, de modo que al final UNA, consciente o inconscientemente, resulta ser la culpable de todo lo malo que pudiera acontecerle. Esto no va a ser excepción. Por lo visto, su adicción al móvil es culpa de UNA pues parece ser que UNA no le ha ofrecido a Paul sugerencias alternativas de qué hacer con su tiempo si no lo dedica a las pantallas. ¡Manda huevos!

Total que UNA, encendida su creatividad por la indignación de esta acusación injusta, en tándem con mi hermana -tía y mentora del susodicho- diseñamos una lista de posibles actividades que el chiquillo podría hacer para reducir el tiempo-de-pantalla en verano. Se la he imprimido y pegado en la pared de su cuarto para que pueda tomarse la molestia de descartarlas todas una a una, pero no pueda acusarme de no habérselas ofrecido. Os la comparto por si hubiera alguna otra mala-madre despechada por ahí que se atreviera a planteárselas a su hijo. Si se os ocurriera alguna más, os pediría que la compartierais en comentarios, que UNA va a empapelar la pared del cuarto del adolescente-víctima-de-adicción-por-culpa-de-su-mala-madre.

Por cierto, os recomiendo que vayáis al cine a ver LIVE IS LIFE #liveislife que, además de destilar belleza y naturaleza en imágenes, os regala la nostalgia de un verano de los de antes, cuando el demonio del móvil aún no nos había llevado a su infierno. Fui con Gusi hijo2, quien también la disfrutó, y se lo conté: -Así eran los veranos antes, cuando no había pantallas.

Ideas de la mala-madre y la mala-tía para que reducir el tiempo-de-pantalla del buen-hijo este verano

 

1. ¡LEER!
2. Tocar la guitarra.
3. ¿Tienes bici? Pues ciclismo.
4. Aprender mecánica para arreglar tu bici.
5. Ser voluntario en alguna ONG para ayudar a los demás.
6. Ordenar la habitación 🤣 incluidos los cajones por dentro a fondo, que no sabes ni lo que tienes.
7. Buscarte un trabajillo para por las tardes.
8. Aprender otro idioma (francés, alemán, chino ..) o estudiar más inglés.
9. Hacer un puzzle de algo que te guste. Luego lo puedes enmarcar y usarlo para decorar tu cuarto.
10. Hacer una maqueta: las hay muy chulas.
11. Ir a ver a la abuela, pasear con ella.
12. Escribir un diario o un relato o una novela o poesía o ensayo.
13. Dibujar/Pintar.
14. Escribir canciones y componerlas con la guitarra.
15. Aprender a cocinar alguna receta (y así ayudarme).
16. Salir a andar al campo.
17. Aprender otros deportes: natación, escalada, … (hay cursos de natación ahora en muchas piscinas).
18. Sacarte el título de socorrista.
19. Ayudar a estudiar a los amigos que han suspendido.
20. Dar clases particulares a niños.
21. Ir a perreras a ayudar con los perros. 
22. Ir al cine.
23. Decorar el cuarto.
24. ¡Estudiar! Para entrar con mejor nivel el curso que viene ¿Un par de cuadernos de vacaciones?
25. Meditar.
26. Hacer un mosaico que luego también puedes usar para decorar tu cuarto.
27. Hacer un mural-collage que sea una visión de futuro (esto lo hice yo en un curso y es muy chulo).
28. Jugar a un juego de mesa como las cartas, el trivial, etc. con tus amigos, tus hermanos o conmigo.
29. Aprovechar para visitar varios de los museos de la ciudad.
30. Aprender las capitales del mundo 😅 y dónde están los países.
31. Criar vencejos que se están cayendo de los nidos.
32. Ayudar más en casa que este mes es mi peor mes de trabajo y me vendría bien la ayuda.
 
Y, sobre todo, recordar que no es lo mismo usar una pantalla para hacer algo creativo (como puede ser escribir un blog😉) que para ver una ristra de memes y un tik tok detrás de otro.

 

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viernes, 8 de abril de 2022

Mudar la piel

Como una serpiente, ser madre exige necesariamente saber mudar la piel. No te preocupes si no sabes: sabrás. No te quedará otra. Pero hacerlo con gracia... ¿¡eso!? Eso es lo verdaderamente difícil de ser madre.

Durante los días que huelen a bebé rosado, tu primera piel de madre te camufla. Toca perder protagonismo y dárselo todo al recién nacido. Los otros ya no te ven a ti, sólo ven al bebé. Recuerdo a una amiga, madre recién estrenada, que se enojaba porque todas las conversaciones que la rodeaban trataban sobre el bebé:

-He desaparecido como persona- me decía-, la gente ya sólo me ve como madre y ya sólo me hablan de la niña. 

También puede pasarte que disfrutes tanto de tu camuflaje, que seas tú misma la que te olvides de que eres algo más que madre. Me asalta el recuerdo de otra amiga, no-madre todavía entonces, que cuando UNA empezaba a serlo me reprochaba saberlo ella todo sobre la lactancia, pues probablemente UNA no cesara de abordar el tema en nuestras conversaciones.

Cuando ya empiezas a recuperar cierta sensación de rutina, cuando las noches dejan de ser tan largas, cuando ya tienes los brazos moldeados de tanto bebé, toca mudar la piel para hacerte madre-de-niño-pequeño. Es en esa muda en la que muchas nos embarcamos en la aventura de tener a nuestro siguiente hijo, pues todo cambio engendra resistencia, y nos aferramos animalmente a la piel de mamá-de-bebé.


Photo by Fidias Cervantes on Unsplash

Cuando UNA era mamá joven, otra mamá con más años de experiencia me dijo: -Yo ya puedo leer en la playa. Envidié su verano y es que la piel versátil de la madre-de-niño-pequeño es la multi-piel:

- Mamá, ¿qué hora es? UNA-reloj
- Mamá, ¿qué día es hoy? UNA-calendario
- Mamá, ¿va a llover? UNA-pronóstico-del-tiempo
- Mamá, ¿qué me pongo? UNA-estilista
- Mamá, me duele aquí UNA-doctora
- Mamá, me pica allí UNA-solucionario

A medida que ellos van creciendo, tú te vas especializando:
- Mamá, ¿me das dinero? UNA-entidad-bancaria
- Mamá, ¡no lo encuentro! UNA-objetos-perdidos
- Mamá, ¿qué hay de comer? UNA-menú-del-día
- Mamá, esto no va... UNA-técnico

Luego está UNA-nihilista:
- ¡Mamááá!
- ¿Quéeeee?
- ¡Nadaaaa!
 O UNA-sorda-por-saturación:
- ¡Mamááá! ¡Mamááá!
- ...
- ¡Mamááá!!!

Volverás a leer en la playa mucho antes de lo que imaginas, así que no reniegues del vértigo de esos veranos en los que no puedes. O reniega si te da la gana. Todo pasa y todo llega. Cuando te encuentras teniendo la charla del póntelo-pónselo, del traquitongueando como dice Dolefe hijo3, te preguntas adónde se fueron los días largos y cómo fueron los años tan cortos. Te preguntas adónde se fue tu chiquitín, aquel que quería casarse contigo y ahora no puede soportar sentirte respirar cerca. Literalmente no lo puede soportar. Cuando estas preguntas te asaltan la mente en modo escalofrío, inevitablemente te das cuenta de que ya va siendo hora de mudar de nuevo la piel. 

Esta nueva muda, mariposa, te arrancará un poquito la piel a tiras. Mudar la piel escuece porque las madres llevamos a los hijos tatuados en esa piel que muda. Hay pieles que van cayendo como caen las estaciones, con el paso natural del tiempo, cediendo el protagonismo a otras pieles, a otras estaciones. La vida te va llevando. Pero hay pieles más adheridas, que se hacen costra antes de caerse y cuesta más soltar. Está bien, mariposa. No te fustigues por eso, mariposa.

Planeaste tener hijos pensando en la primera piel, no reparaste en las mudas dolorosas que vendrían después. Cuando el niño de la sonrisa perenne no es que olvide darte los buenos días, es que simplemente ya no te ve, duele; cuando aquel pequeño que te apabullaba camino al cole con entusiasmo aderezado, se vuelve enigma indescifrable que se cierra como resorte en tu presencia, duele; cuando aquella lapa de afecto, de besos y caricias, ahora apenas intercambia contigo enfurruñados reproches, duele. 

Tómate el tiempo de doler. No hagas como si nada. Déjate doler como te dejaste querer un día. La mitad de las veces que te enfadas con tu hijo es el dolor que grita porque no le has dado voz. Hay que conectar con ese dolor para no andar enfadada todo el rato. Dejarse doler mudará la piel. 

Mas no te quedes anclada en el dolor. En esta muda, te hallarás a ti misma otra vez. Habrás necesariamente de reencontrarte con las promesas que UNA le hizo a UNA antes de ser madre. Quizás sea hora de retomarlas, de retomarte, mariposa; de tu metamorfosis. Hazte una reverencia y déjate pasar de vuelta a escena. Ahí estás. Te veo. Con el foco en tu piel, volverás a brillar, mariposa.


A modo de posdata añadiré que UNA es consciente de lo deshilvanado de esta entrada. Esta época me pilla entre dos pieles. Sólo confío en que haya madres ahí fuera hoy doliendo que sepan qué hacer con los hilvanes. Al fin y al cabo, la muda periódica de piel es síntoma de la salud de una serpiente

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sábado, 26 de marzo de 2022

Acostumbrarse

Coloqué en el estado de whatsapp una foto de las vistas desde mi casa nueva al atardecer, y me escribió una compañera: 

- No hay nada mejor que poder ver el amanecer y el atardecer todos los días. 

- Que no me acostumbre es lo que quiero, le dije. 

- ¿Por qué?, ella no entendió. 

Porque dejas de verlo. Eso es lo que pasa cuando te acostumbras, que dejas de verlo. Dejas de vivir en awe, como se dice en inglés, en admiración, con la boca abierta ante las maravillas que suceden delante nuestra a diario. 

Amanece. Amanece siempre y atardece siempre, y nos acostumbramos. A pesar de la conciencia que UNA le pone, esto pasa. Los primeros días en mi casa nueva salía todos los días a ese balcón a admirar las vistas, el sol amaneciendo a través de las columnas romanas que tengo la suerte de tener cerca, como si una civilización siglos atrás las hubiera construido sólo para que UNA tuviera bellas vistas. Que no se me olvide, pensaba, la suerte que tengo de ver esto a diario. Que no se me olvide. En breve, aparecieron las prisas. Hicieron acto de presencia las rutinas. Ya apenas me asomo. La costumbre me va privando de ese regalo que me ofrece mi calle a diario.

Contaba en un comentario en otro blog que, cuando estaba buscando piso, andaba por la calle mirando hacia arriba, escaneando los edificios por encontrar algún cartel de Se Alquila. Estos paseos mirando hacia arriba me trajeron de vuelta la belleza de una ciudad que, de tanto vivir en ella, ya daba por sentado. Me trajeron de vuelta la mirada de el-turista, la mirada de el-viaje.

Una semana de rutinas, una semana como otra cualquiera, apenas dura un suspiro, pues no es sino una ristra de momentos de costumbre. Pero cuando te vas de viaje a un sitio nuevo, que desconoces, una semana dura mucho más. El tiempo se estira en el-viaje, porque lo obaservamos todo con mente-de-principiante, no con la mente costumbrista y apresurada que conduce una semana de las habituales. La mente-de-principiante te permite la admiración, hace que tus sentidos -todos- conecten con la experiencia, te baja al cuerpo. Si viviéramos así el día a día, la vida sería mucho más larga y mucho más sabrosa.

Los años corren tan rápido por costumbre. La vida pasa más lentamente en la infancia y más ágilmente en la madurez -UNA cree- porque para un crío, T-O-D-O es nuevo. Va descubriendo la vida por vez primera. Es esa mirada de descubrimiento, de novedad, la que ralentiza su tiempo. Un adulto no es otra cosa que un ser acostumbrado, el peor de los aburguesamientos que, sin embargo, nos contagia a todos. Nos acostubramos a la vida y ésta, que ya no se siente admirada, como una mujer despechada, se venga cogiendo carrerilla.

Lo hacemos con las noticias. Esta semana ha hecho un mes -¡un mes!- que empezó la guerra en Ucrania y, al enterarme de ese mes-versario en las noticias, no pude dejar de reparar en cómo nos hemos acostumbrado a que el azul y el amarillo sean una sección más del noticiario, en cómo ya no empatizamos con la misma pasión que teñía los primeros días. Digo necesariamente porque quizás acostumbrarse a lo-malo, a lo-peor, sea una estrategia de defensa para no pulular por la vida con el alma hecha un puño. Recuerdo de muy joven tardes de piscina con una amiga recién enfermera. Cada vez que fallecía un paciente en su planta, un paciente de los que ella cuidaba, aparecía gris, con ojos húmedos; su susurro amargo hablándome de aquel que se había ido. Después ya no... Se acostumbró a la muerte en los pasillos: no queda otro remedio que hacerse callo, que endurecerse. Acostumbrarse.

Lo hacemos con la pareja. Pasan los años y nos acostumbramos a las danzas domésticas. Al principio, como cuando estás aprendiendo a conducir, tienes todos los sentidos puestos. Luego automatizamos. Es la repetición la que roba novedad a la mirada. Las películas empiezan a pasar a cámara rápida, como una versión corta de los antiguos celuloides en blanco y negro. Ponemos título a los conflictos, pues ya prevemos qué es lo siguiente que va a decir el-otro, cómo va a acabar esta discusión. Dejamos poco espacio a la sorpresa. Si no tenemos cuidado, la repetición se vuelve tedio; si no tenemos cuidado, el tedio se torna desidia. Por eso, con cierta regularidad, hay que salirse del ámbito doméstico, y admirar a el-otro fuera del mismo, recuperando el brillo aquel que te enamoró. No es que alguna vez lo perdiera. Es que las danzas domésticas cegaron tu mirada.

Lo hacemos con los hijos también. Nos acostumbramos a verlos y dejamos de notarlos. A medida que van creciendo, no sé exactamente en qué momento, aparcamos la curiosidad. Los encasillamos. Decidimos cómo son. Los etiquetamos. Quizás sea la cola de esas mismas etiquetas las que- como en mi poema- ahorcan sus sombras, ahogan sus truenos, les roban el fuego.

UNA ya hace tiempo que condenó la música que Paul hijo1 escucha: no tiene nada que ver con la música que a UNA le gusta; de hecho, no merece clasificarse como música sino como ruido ensordecedor poco creativo e insultante. Cada vez que el chiquillo conecta sus altavoces, UNA se tensa. Anoche le escuché en la cocina conectándolos mientras se hacía unos spaguetti. ¿Sabes lo que estaba escuchando? Jazz. ¡Jazz! Del que ponen de fondo en Zara home y que a UNA le encanta. ¿Sorprendida? Mucho. Encantada también. Jamás hubiera pensado que a Paul hijo1 le gustara el jazz, porque UNA ya había catalogado el tipo de música que le gusta. Quizás si mirásemos a nuestros adolescentes con la misma mirada-de-principiante con la que observábamos a nuestros bebés recién nacidos, quizás viviríamos más sorprendidas -despejando incógnitas- y menos enojadas. 

Amanece siempre. Pero cada amanecer es distinto.

Atardece siempre pero no hay dos atardeceres iguales.

No se nos olvide. No nos acostumbremos demasiado.


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jueves, 17 de marzo de 2022

¡Pues no haberme tenido!

La entrada que hoy me ocupa viene inspirada desde otro blog que no puedo dejar de recomendar, El artista del alambre. El post al que me refiero se llama Estaciones. Os lo enlazo AQUÍ. Daos el gustazo.

Su lectura me conmovió y me trajo de vuelta una confesión de la que fui testigo en un grupo privado de Facebook: Una mujer aseguraba no haber sentido la llamada de la maternidad y, sin embargo, estaba preocupada pues "se le pasaba el arroz" (probablemente una de las expresiones idiomáticas que más afean nuestra lengua). En concreto, preguntaba si las mujeres con hijos del grupo se arrepentían de haber sido madres. La pregunta tiene el tonillo de una de las frases más trilladas de mi suegra cuando andaba detrás de otro nieto que versa así: "No te arrepientes de los hijos que has tenido sino de los que NO has tenido". 

El caso es que, independientemente del espanto que de primeras me produjo que esta chica llevara a consulta pública una decisión tan aparentemente personal, UNA mesmerizada se quedó a leer a una retahíla de madres con derecho a poesía que alababan las beldades de la maternidad al tiempo que a contemplar con cierto deleite desde la distancia ese rasgo tan femenino de te-arrastro-al-pozo-porque-yo-ya-estoy-dentro. Es como cuando una se corta el pelo y no le queda bien pero la otra le suelta un qué-bien-te-queda para que en la comparación la que halaga luzca más. No son el mismo espectro los de estos dos ejemplos, pero ambas sombras de mujer se mueven en el mismo infierno. 

Vuelta al foro: Un par de osadas fortuitas manifestaron sin tapujos en la cadena de respuestas que ellas se arrepentían de haber tenido hijos. Podían igualmente haber publicado sendas fotos de ellas mismas desnudas con un cinturón de bombas a punto de inmolarse pues la reacción de la audiencia fue un tanto similar a si lo hubieran hecho. 

Las lincharon.

Las madres nos hacemos flaco favor con este linchamiento, pensé: Las que están fuera se hacen una idealización garrapiñada del universo dentro y se sienten, como dice en palabras más bellas que las mías El artista del alambre, desertoras "del glorioso ejército de la humanidad", desterradas "del mundo de los vivos"Por otro lado, las que desde dentro de la maternidad sentimos su ambigüedad, sus dobleces y sus sombras, nos creemos aisladas y nos apiñamos bajo el epígrafe culpable de mala-madre y el síndrome de la impostora. Recuerdo a una amiga que se había sometido durante años a un tratamiento caro y penoso de fertilidad y, cuando ya estaba siendo azotada por las olas maternales, me confesaba que a veces se sorprendía pensando: ¿Tanto he luchado y sufrido y llorado para ESTO?

A nadie quiero más en el mundo que a Paul hijo1, a Gusi hijo2 y a Dolfete hijo3. A nadie: Ni de la generación que me precede ni de mi coetánea. Ellos son la razón por la que sigo intentándolo cada día. Ellos, la razón por la que decicí trabajarme para ser mejor modelo de persona. Ahora bien, tengo la certeza de que UNA-sin-hijos habría encontrado otras razones, igualmente válidas, para trabajarse y para seguir intentándolo. La UNA-antes-de-mis-hijos también tuvo una vida plena. Desde luego, no cargo a mis hijos con la responsabilidad de proporcionar sentido a mi vida.

UNA siempre supo que quería tener hijos. Siempre. Sin sopesarlo: UNA, que es tremendamente mental, no lo sopesó, lo cual me hace sospechar que sea una decisión más animal que otra cosa, biológicamente condicionada, que escapa a nuestro control aunque queramos vestirla de seda, palabras y ritos. En cualquier caso, lo que particularmente creo es que ninguna decisión se toma al cien por cien. Ninguna. Ni la de casarse. Ni la de tener hijos. Ni la de no tenerlos. La vida no es en blanco y negro. Hacerse consciente de esto puede resultar aliviante en una cultura que es muy de empeñarse en hacerte creer que hay un solo itinerario. Se vende la unicidad: tu media naranja, tu alma gemela, el trabajo de tu vida, la carrera de tus sueños, como si hubiera un único destino aguardándote y en el preciso momento en el que tomas una decisión "equivocada" y te desvías de el-camino, tus posibilidades de felicidad quedan para siempre arruinadas. Esta cultura de un-solo-itinerario es la causante de no pocas ansiedades.

UNA no cambiaría a Paul hijo1, ni a Gusi hijo2, ni a Dolfete hijo3 por nada en el mundo. Me lo he pasado muy bien criando hombres-en-construcción. Me he reído mucho pero también me he teñido de canas. Me he enamorado de ellos muchas veces, lo cual no ha evitado que a veces me haya desenamorado o que en ocasiones me haya planteado qué habría hecho en mis vidas alternativas, no con las obviedades del dinero y el tiempo, sino sobre todo con la dedicación que mis hijos chupan y la energía que succionan.

Ellos mismos vienen a recordarme mis vidas alternativas. Dolfete, el pequeño hijo-de-su-madre, cuando le hacemos un comentario que revela nuestra posible necesidad de espacio o tiempo, nos suelta sin pestañear un "pues no haberme tenido"Peter, que es menos como UNA y más como Peter, le dice directamente: -¡Ay! Si lo llego a saber... Los hombres, queridas, no parecen tener el reparo que tenemos las mujeres para abrazar la ambigüedad. En cualquier caso, cuando tu hijo alcanza la adolescencia, se empeña en recordarte repetidamente que él no eligió nacer y que arrases con las consecuencias. 

De los tres tatuajes que acampan en mi cuerpo, en el empeine de mi pie luce uno que me hice en mis años veinte. Tuve una oferta de trabajo desde una ONG para irme a la India. Lo estuve seriamente valorando. Finalmente, de manera consciente rechacé la oferta y me tatué la decisión para que no se me olvidara que estaba eligiendo renunciar a esa vida alternativa, a esa vida-sin-hijos que también hubiera estado dotada de sentido y me hubiera proporcionado motivos igualmente poderosos para crecer. A veces, cuando las tardes son largas y están llenas de ruido y palabros y peleas, y la palabra mamá repiquetea con eco martilleante, o cuando me inunda el desencanto, pienso en la India y en todas las otras indias a las que he ido renunciando. Y me permito abrazar la ambigüedad, joder, porque UNA transita por esta vida pero hay muchas otras vidas por las que pudiera haber transitado. Ninguna es perfecta. Ni ésta que transito ni las otras. Ninguna, sobre todo, es la única posible.

Eso no significa que no quiera a mis hijos. Así que vamos a no lincharnos. Seamos un poco más honestas, al menos con nosotras mismas.

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miércoles, 26 de enero de 2022

Los secretos

UNA se pregunta a menudo si los-otros-que-no-son-UNA también tienen secretos.

Mi reflexión sobre los secretos prendió mecha con una muy buena amiga, madre de un adolescente de la edad de Paul hijo1, con la que mantengo una relación especial: cuando Paul hijo1 comete lo que he decidido nombrar (por mi propia paz mental) una extravagancia-adolescente, y UNA necesita un desahogo ajeno (es decir, con alguien que no esté como Peter involucrado emocionalmente), le mando a mi amiga un whatsapp de audio kilométrico, de esos que se te hacen largos aunque los escuches a x2. Y viceversa. Cuando su hijo adolescente comete una extravagancia-adolescente, ella me lo manda a mí. Luego nos aseguramos de borrarlos para que no vayan a caer en oídos fisgones. Ella planteó la pregunta: ¿Y todas esas madres que nos rodean cuyos hijos ya pasaron la adolescencia y que nunca nos mencionaron nada de estas extravagancias-adolescentes, es que sus hijos eran normales y los nuestros no lo son? UNA desconoce la respuesta a esta pregunta. UNA no sabe si es que la gente no cuenta y guarda en secreto, o la gente realmente tiene vidas más normales. UNA se pregunta. Y fíjate a dónde me llevan estos pensamientos, a plantearme si UNA no es normal, si los míos no son normales, si mi vida no es normal. Me llevan a lo que Brené Brown, otra de mis autoras, llama shame, que hasta ella se resiste a traducir como "vergüenza" en español, porque no es exactamente eso, sino más bien el sentimiento de sentir que no das la talla. Como madre o como lo que sea.

Hasta con esta amiga mía con la que intercambio audios, hablamos de cómo nos sentimos, del desencanto, de lo duro que está siendo esto; compartimos el duelo por el hijo que tuvimos y que ya no conseguimos ver detrás de la capa de extravagancias-adolescentes; pero rara vez nos relatamos el detalle. Nunca llegamos a contarnos lo que nuestro hijo ha hecho. Nos da vergüenza o pudor o miedo a que nos juzguen o juzguen a nuestro hijo. No sé por qué no lo hacemos. Somos capaces de desenrrollar los sentimientos y ponerlos desnudos y vulnerables sobre la mesa a la vista de la otra, pero seguimos manteniendo en secreto qué ha pasado realmente en casa para provocar ese sentimiento.

A UNA le gustaría pensar que ; que efectivamente todas guardan secretos, porque así se sentiría menos mal con los suyos propios. Pero aun llegando a esta conclusión, UNA siempre piensa que los míos propios son peores. Y de nuevo a UNA le gustaría pensar que todos los que guardan secretos es porque piensan que los suyos propios son peores. Lo que UNA sabe es que ha habido entradas en este blog donde he soltado alguna perla, he desvelado algún secreto de mi particular desastre doméstico y, curiosamente, ésas han sido las entradas que se han recibido con más calor, sobre todo por parte de lectoras que son madres.

Eso me hace pensar que, como madres, además de la tarea ya de por sí tremendamente complicada de la maternidad, nos hacemos el flaco favor de enterrarnos bajo el yugo de nuestros secretos.

Photo by Kristina Flour on Unsplash


Por eso algunas buscamos la terapia. Pero fíjate que hasta hace poco hasta la terapia también se guardaba en secreto. Ir al psicólogo era poco más o menos que tabú. Llevar al psicólogo a tu hijo era innombrable. Poco a poco lo vamos normalizando, en algunas esferas más que en otras. Vamos al psicólogo a contar nuestros secretos porque pesan mucho y necesitamos aligerar que la vida ya es harto difícil tal y como es. Cuando te atreves a decirlo en voz alta, es que estoy yendo a terapia porque toqué fondo en mi noche oscura del alma, de repente surge un puñado de yo-tambiénes a tu alrededor de quien menos te lo esperas, de aquella que nunca pensaste guardaría secretos porque su apariencia perfecta de madre perfecta te había engañado y hecho sentir peor contigo misma por ese hábito dañino que tienes de comparar y que vas a tener que soltar en terapia también.

Usamos el silencio ajeno como prueba de que los demás no tienen secretos que guardar,
pero sobre todo como garantía de la validez de nuestra propia vergüenza.

UNA vuelve a preguntarse, como ya hice en La cara vista, qué pasaría si nos sentáramos todas en una mesa redonda y fuésemos desvelando secretos. No me refiero a cotilleos del tipo me cae mal mi hijo o rencillas con la suegra o infidelidades de pensamiento o que hace semanas que no limpias y que además te la suda; y que le riñes a tu hijo por decir que "se la suda", pero tú lo dices en cuanto se da la vuelta, y a veces sin que se la dé.

Me refiero a decir la verdad sobre las mentiras que te auto-cuentas, pues revelar secretos pasaría por la aduana de una ingente cantidad de honestidad con una misma; me refiero a contar todo aquello que de pequeña aprendiste enseguida que no se podía contar fuera de casa; me refiero a las incoherencias: a escribir una entrada sobre todos los motivos para no tomar un bote de pastillas y a necesitar recurrir a ellas para poder atravesar la ansiedad que ha teñido mi noche oscura del alma; a escribir un post sobre la autofidelidad y en breve serle infiel a algunas de mis creencias más apuntaladas; y a la ardua tarea de ser capaz de perdonarme después pues lo hice en aras del autocuidado por el que también aboga el hilo que hilvana Una Vida Mundana.

A veces el problema está en que, cuando el-otro-que-no-eres-tú te desvela un secreto, no sabemos qué decir y el silencio aterra. Pensamos que para sostener es necesario decir algo. No lo es. Sólo es necesario escuchar y entrar en el mundo interno del otro para saber qué cristales están llorando. Sólo es necesario estar. Estar presente.

Otra amiga me contaba que esta navidad no había recibido ningún regalo. Ninguno. Contar esto es un momento vulnerable como pocos. Sentí el terror del silencio. ¿Qué digo ahora? Sentí el terror de no hacer nada: Inmediatamente me inundó la tentación de ir, comprarle un regalo, envólverselo, escribirle una tarjeta. Finalmente decidí no hacer nada. No decir nada. Mi amiga me había contado el secreto porque se sentía sola, increíblemente sola, y además sospecho tenga miedo de que esa soledad se acentúe con el tiempo. Mi amiga me había contado su secreto porque tenemos esa relación especial que nos permite contar secretos sin que la otra juzgue ni haga nada con el secreto. No haciendo nada, no diciendo nada, simplemente sosteniendo desde mi alma su secreto, quería que mi amiga sintiera que no está sola, que tiene esta relación especial en la que volcar secretos.


Porque para eso desvelamos los secretos aquellas de nosotras que guardamos secretos. Para aligerar la carga de llevarlos solas. Y para no sentir vergüenza en el sentido de shame. Si tú no guardas secretos, entonces esta entrada no era para ti. Tendré que pedirte que olvides los que UNA te contó entre sus líneas porque, si tú no tienes secretos, no serás capaz de entenderlos sin juzgarlos.


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domingo, 19 de septiembre de 2021

El desencanto

Estamos tan entretenidos con la vida que a menudo se nos olvida la muerte y tiene que venir la vida a recordárnosla.

Con la maternidad pasa igual. 
Estamos tan entretenidas siendo madres, criando, "educando", que se nos olvida el abandono que vendrá después. Cuando te planteas tener un hijo, en realidad lo que te estás planteando es tener un bebé: las imágenes que cruzan tu mente son las del bebé-de-anuncio, rosado, sonriente, oliendo a mustela, con manitas y piececitos perfectos. UNA duda mucho que la imagen que cruce tu mente cuando te estás planteando tener un hijo sea la de un adolescente encerrado en un cuarto fétido tumbado en la cama sin camiseta con el reflejo del móvil tatuado en su cara y toda tu vajilla sucia encima de su escritorio. Esto no te lo ves venir, porque estás entretenida criando, "educando". Pero esto llega y es la manera que tiene la vida de irte llevando hacia el abandono que vendrá después, como la enfermedad y la vejez son las maneras que tiene la vida de irte recordando la muerte.

La leyenda urbana dice que, gracias a que se nos olvidan los partos, tenemos más hijos. Pero UNA no se cansa de repetir estos días que, si la vida empezara con el-adolescente, en vez de con el-bebé, probablemente no tendríamos más hijos. 

Durante los años de crianza, me busqué un talismán para cada uno de mis hijos, una imagen que pudiera traer a mi mente cada vez que el chiquillo retara mi paciencia. La imagen de la foto era el talismán que elegí para Paul hijo1. Es probablemente la imagen que cruzó la mente de UNA cuando UNA se planteó tener un hijo: un bebé comestible apoyado en tu pecho, entregado incondicionalmente a ti y el amor más puro despegándose de ti para envolverlo y acunarlo.

Pocos te hablan de la indiferencia que vendrá después, de las malas contestaciones, de la preocupación por sus compañías y por sus ausencias, de las puertas cerradas, de que preferirá no estar contigo, de que sentirá vergüenza por ti. Nadie te habla de que todo esto dolerá hasta el punto de que te harás una coraza de rabia para evitar sentir el dolor de ese abandono insoportable y acabarás convirtiéndote en una máquina-de-reñir todo el día, en una pesada-pesada-pesada. UNA intenta ser consciente de que ésta es la manera ¿sabia? que tiene la vida de llevarme hacia el abandono que vendrá después. No por ello escuece menos el desencanto.

Mientras tanto, me devuelve el recuerdo todos los consejos que se me dieron siendo una madre joven: 
aprovecha el momento que luego vienen curvas, 
disfruta ahora que son pequeños y manejables, 
niños chicos-problemas chicos... 
UNA se acuerda con nitidez de que estos consejos no ayudaron sino a aumentar las dosis de culpa en aquellos días tan largos, tan físicos, con tres críos pequeños que parecía que no se acostaban nunca; aquellos días en que UNA-madre-joven, cansada, agotada, se flagelaba con estos consejos por no estar disfrutando ¡a tope! de los-mejores-días-de-mi-vida, por estar deseando que se fueran a la cama para poder ¡por fin! sentarme por primera vez en todo el día. 

Aprovecha el momento, me decían. 
Disfruta ahora de tus niños chicos

¡Que sí, coño, que sí! Que disfruto, pero también estoy agotada. Déjame estar cansada que no soy la mamá del anuncio:
UNA lleva ojeras.

Ahora, tantos días-de-madre después, y sabiendo lo que viene, ¿sabes lo que UNA-madre-sabia le diría a esa UNA-madre-joven? 

Grita YO hasta la muerte: 
que la entrega a tus hijos nazca de tus valores y no de un espíritu de sacrificio heredado y ensalzado por una sociedad todavía muy machista;
que sigas manteniendo tus sueños vivos y coleando en el trasfondo que te permita el agotamiento físico, que es real, para retomarlos en cuanto haya oportunidad;
que nunca te abandones en la maternidad;
que ser madre sea sólo una faceta más, una de tus caras, nunca la única con la que te identifiques porque ese rol- tal como lo conoces- tiene los días contados;
que la maternidad está muy sobrevalorada y muy mal contada por el negocio que se ha montado detrás (a costa de la culpa de la madre) y que es el que muestran los anuncios.

Mientras lanzo estos consejos al infinito a ver si alguna madre-aún-joven los rescata y se teje una manta con ellos con la que consolarse en los días duros, UNA trata de traer al presente a UNA-adolescente para quizás así conseguir la difícil tarea de empatizar con la transformación sufrida por mi talismán; UNA trata de renovar la promesa del amor sin condiciones y ser compasiva con esa parte de UNA que a día de hoy quisiera imponer ciertas condiciones en ese amor; y UNA busca las maneras de hacer un cambio de sentido -grita YO hasta la muerte- rescatando con urgencia los sueños que guardé en mi trasfondo para no ahogarme en el dolor de este desencanto.

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Tus hijos no son tus hijos,
son hijos e hijas de la vida,
deseosa de sí misma.

No vienen de ti,
sino a través de ti,
y aunque estén contigo,
no te pertenecen.

Puedes darles tu amor,
pero no tus pensamientos,
pues ellos tienen sus propios pensamientos.

Puedes abrigar sus cuerpos,
pero no sus almas,
porque ellos
viven en la casa del mañana,
que no puedes visitar,
ni siquiera en sueños.

Puedes esforzarte en ser como ellos,
pero no procures hacerles semejantes a ti,
porque la vida no retrocede ni se detiene en el ayer.

Tú eres el arco del cual tus hijos,
como flechas vivas,
son lanzados.
Deja que la inclinación,
en tu mano de arquero,
sea para la felicidad.

Khalil Gibran


sábado, 8 de agosto de 2020

Los hilos invisibles

Uno de los pensamientos que más ansiedad me produce, porque al final son los pensamientos los que generan ansiedad, es la certidumbre de la soledad en la que nos hallamos todos: tú no tienes acceso a mi mundo interior, por más que yo intente dártelo a través de mi comunicación verbal y no verbal, y yo no tengo acceso al tuyo. Todo lo que pasa dentro de ti, que es mucho, es tuyo y tuyo sólo. Todo lo que pasa dentro de mí, que a veces raya lo-demasiado, es mío: yo me lo quedo. Nacemos solos, vivimos solos, morimos solos. Por mucho que deseemos acceder los unos a los otros, lo cierto es que estamos aislados y las relaciones humanas no son otra cosa que torpes intentos de atajar esa soledad. Pensarlo me pone ansiosa.

Pero no tengo que creerlo. Ahí está el antídoto: en decidir no creerlo. Pues si esa soledad es la que nos separa, luego están los hilos invisibles que nos unen. Los hilos invisibles también son objeto de creencia. ¿Recuerdas? "Lo esencial es invisible a los ojos". Pues estos hilos de los que hablo, aunque no se ven con la vista, ni se tocan con las manos, no obstante son susceptibles de sentirse. Incluso si no crees en ellos, puedes sentirlos si prestas atención. La ansiedad, en realidad, no es otra cosa que dudar de la existencia de esos hilos. 

Hay un hilo invisible, por ejemplo, de los ojos de Peter-padre a los ojos de UNA-madre. Ese hilo que es exclusivo nuestro me une a Peter porque sé que nadie salvo Peter siente por mis hijos lo que UNA siente por mis hijos. Sólo Peter. Este hilo se devana de los ojos de cualquier madre a cualquier padre. Cuando el hijo hace algo bello y los padres se miran con orgullo, no hace falta verbalizar. Cuando el hijo hace algo perverso pero divertido, los padres pueden reír la gracia a través del hilo invisible que une sus ojos mientras cumplen la obligación moral de explicarle al hijo que eso está mal, muy mal. Ese hilo invisible se tiñe de preocupación cuando alguna amenaza se cierne sobre la salud de los pequeños mientras el lenguaje- corporal o no- sabe que tiene que disimular para que el miedo no salpique a las criaturas. 

En la pareja, el hilo invisible te avisa cómplice cuando el-otro te desea, o cuando necesita que no invadas su burbuja de espacio personal y te alejes un rato. Es el hilo que se ilusiona con los planes comunes, el hilo que admira las cualidades de el-otro que maduran como el vino, y el mismo hilo que reconoce las danzas ya familiares en los conflictos y los acorta en aras de los valores compartidos: ya sé cómo va acabar esta discusión porque nos conozco, son ya muchos hilos, y decido dejarla estar, dejarla ir. Es el hilo que está plagado de palabras y frases, de gestos y muecas, que no significan nada para el-ajeno y todo para la-pareja.

Hay un hilo invisible entre madre e hijo. Ese hilo invisible que sentiste la primera vez que notaste a tu bichín moverse en el embarazo y no sabías si eran gases o era una mariposa. Es el mismo hilo invisible que reposa en tu regazo cuando tu bebé duerme encima de tu pecho y su respiración se sincroniza con la tuya. Cuando tu pequeño se cae y se hace daño, y un beso tuyo encima de la herida la cura milagrosamente: el hilo invisible entre tu hijo y tú está lleno de besos que curan, manos que se entrelazan haciendo prodigios, susurros que levantan telones de acero. Es el hilo que se regocija cuando tu chico hace surf y coge una ola, o mete un gol, o inventa y crea y brilla, e inmediatamente mira en tu dirección para ver si lo has visto, para asegurarse de que no te lo has perdido. Es el hilo que se tensa cuando, nada más ver a tu hijo, tú ya sabes que algo le pasa sin necesidad de que te lo cuente. Es el hilo invisible que sientes debilitarse y temes se rompa en la adolescencia de tu grande, pero sabes sigue ahí pendiente, colgado, temblando.

Desde que empecé a escribir este blog, han pasado muchas cosas bonitas. Me han escrito personas, sobre todo mujeres, sobre todo madres, expresándome el alivio que les ha producido el poderoso hilo del yo-también. Yo-también estoy harta. Yo-también grito. Yo-también lloro en el cuarto de baño. Yo-también me siento mala-madre. Yo-también quiero salir corriendo. Yo-también estoy enamorada de mi hijo y yo-también quiero estrellarlo. Yo-también siento el desasosiego que me produce el paso del tiempo. A mí-también me revuelve el vértigo que me produce la incertidumbre. Yo-también pienso que no doy la talla, que no estoy a la altura, que salgo perdiendo en la comparación. Yo-también dudo. Yo-también me arrepiento. 

El yo-también es un hilo invisible férreo que nos une: yo no puedo acceder a tu mundo interior y, sin embargo, sé por lo que estás pasando, sé lo que estás sintiendo, porque UNA ha estado o está ahí. Claro, hay que haber estado o estar ahí. El hilo invisible requiere presencia.

Poco antes de morir mi padre, murió el padre de una amiga. UNA creyó que entendía. Cuando murió mi padre, sin embargo, y sentí en primera persona el desgarro que supone la orfandad de el-referente, UNA le pidió disculpas a su amiga. Le dije: 

- Lo siento. No supe estar ahí para ti. Porque no entendía. Ahora entiendo. 

La muerte de mi padre tejió un hilo invisible entre UNA y ella, entre UNA y todo el que ha perdido a el-referente.

Así es la vida mundana. Sí, naces solo. Pero a medida que vas creciendo, por fuera y por dentro, vas tejiendo hilos invisibles, como esas frases que subrayas al leer un libro porque ponen voz a tu mundo interior. Al final, con los hilos invisibles, tejes una red. 

Quiero creer que es esa red la que te mece a la salida de una vida mundana.


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sábado, 25 de julio de 2020

Adolescencia programada


La adolescencia de Paul hijo1 ha sido sobrevenida. 
De repente ha empezado a salir, que no lo había hecho nunca antes, y ahora apenas entra, si acaso para comer, pedir dinero, ducharse y cambiarse de ropa.
De repente ha dejado de hablar. Un niño que era de una verborrea diarreica abrumadora ahora se queda mudo mirando al infinito. Mis conversaciones con él se han reducido en gran manera a una serie de intercambios de emojis vía whatsapp que él parece dejar caer de forma totalmente arbitraria y abandonada, así como para cubrir el expediente.
De repente es un chico a la pantalla de su móvil pegado. Sus amigos lo dejan en la puerta de casa y a los cinco minutos lo están llamando por teléfono. Y ahí sí que habla.

Érase una vez un niño que quería casarse con su mamá. El niño ahora ha mutado, como si de un transformer se tratara: UNA sabe que las piezas son las mismas pero están encajadas de manera completamente diferente. Se ha convertido en un ser ceñudo que se avergüenza de la misma mamá con la que un día quiso casarse. Su madre ahora es una "jipi": su madre hace y dice "jipiadas" (cito tal cual). 
Mi hijo, de hecho, ahora es un icono. Éste:


¿Lo reconoces? A lo mejor tienes uno en casa.
A veces también se parece a éste:
O a éste:


Si tuviera que dar un consejo a una futura madre sería que tuviera los hijos pronto porque, de lo contrario, su adolescencia coincide con tu perimenopausia y eso es un cóctel de hormonas muy explosivo. Peter, que trabaja con chicos de esta edad, viene estos días a poner un punto de cordura en este cóctel de p***s hormonas aportando la perspectiva de la normalidad:
- Es normal, me dice. 
Y UNA pasa a recitar el mantra de esta estación de la maternidad en la que estamos: 
Es lo que toca ahora.
Lidiar. 
Surfear las olas.

La palabra que tengo tatuada en la frente es DISPONIBLE. UNA se ha convertido en la-madre-disponible. 
Cuando Paul hijo1 quiere hablar, UNA está disponible: no quisiera dejar pasar ese momento de confidencia por nada del mundo, porque UNA no sabe cuánto tardará en llegar el siguiente. En la espera, UNA sabe que es mejor no presionar y dejarle estar con los silencios de la edad. 
Cuando Paul hijo1 quiere un abrazo, UNA abre los brazos. Pero el resto del tiempo "por favor, no sobar" y besar lo mínimo indispensable.

Las madres de adultos te dicen que esto también pasarátodo pasa y todo llega. Pero cuando me lo dicen, o cuando me acurruco en el es-normal de Peter, me viene a la cabeza el poema de Bécquer: 

 
Volverán las oscuras golondrinas en tu balcón sus nidos a colgar...
...pero aquellas que aprendieron nuestros nombres, esas no volverán. 
 




UNA es consciente de que la adolescencia es programada: de que este período pasará. Pero esta golondrina que era Paul hijo1 ya nunca volverá a adorarme mudo y absorto y de rodillas como se adora a dios ante su altar. Esta golondrina ha volado y no volverá.

La vida te va llevando de la mano a este momento. Carles Capdevila contaba muy acertadamente, en Educar con humor, que la idea de que algún día tu hijo de 7 años se irá de casa te parece INSOPORTABLE, pero cuando tiene 18, te parece... interesante, ¡incluso, URGENTE! Pues eso: quizás la adolescencia sea la manera que tiene la naturaleza de mutar en urgente una idea insoportable. En eso estamos: 
Mutando 
El niño-transformer muta a ser-ceñudo. 
La insoportabilidad a urgencia. 
La madre-novia muta a madre-jipi. 

Ahora, cuando Gusi hijo2 o Dolfete hijo3 me abrazan, me agarro a esos abrazos como a un clavo ardiendo, porque sé que vienen programados, con fecha de caducidad.

Estoy viendo la serie Little Fires Everywhere, y hay un pasaje que traduce lo que siento con más exactitud que las palabras de UNA:
"A veces doy cosas por hecho.
Que te querrán para siempre.
Que te querrán, sin más.
De pequeños, dependen de ti.
Te agarran, se enganchan y los abrazas.
Se me acurrucaba.
Yo era lo que más necesitaba del mundo.
Y luego crecen...
Y ya no puedes sujetarlos ni tocarlos así, no...
Aunque quieras.
Y es como aprender a amar el olor de una manzana cuando, en realidad, quieres agarrarla y sujetarla.
Devorarla.
Con pepitas y todo.
Y te das cuenta de que no te necesitaban ellos.
Los necesitabas tú."
Con pepitas y todo.


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Os dejo también aquí un par de versos mundanos que escribí el verano pasado. Mi hijo ahora mismo los calificaría de "jipiadas". Sin lugar a dudas, lo son. Espero, sin embargo, que algún día sepa leerlos desde el prisma del legado de la sensibilidad de UNA: