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martes, 24 de agosto de 2021

Linking

Nuestra descendencia no conoce la vida-sin-internet. Ni la conoce ni probablemente la concibe. Es como para nosotros, por ejemplo, la democracia: nacimos con ella y, por mucho que nos hablen nuestros mayores de la dictadura, no somos capaces de concebir una sociedad en la que UNA tuviera que contar con la firma y autorización de Peter para poder viajar. Pues, igualmente, en la realidad mental de nuestros chicos y chicas, no hay cabida para un mundo en el que "míralo en el móvil" equivalía a "busca el tomo correspondiente por índice alfabético de la enciclopedia Salvat (cuando llegues a casa) y a ver si, con suerte, viene".

UNA recuerda con nitidez los comienzos de internet. Mi padre era un fanático de las entonces-muy-nuevas tecnologías y en casa vivíamos estos cambios con conciencia y premura. Recuerdo concretamente el concepto de "enlace", que ahora ni nos planteamos. 
-Tú pinchas y te lleva a otra página- me explicaba mi padre. 
En la cabeza pequeña y curiosa de UNA, no quedaba claro por qué en medio de la lectura de un artículo, quisieras marcharte a otra página antes de terminar de leerlo. ¿Para qué? ¡Te dejabas el artículo a la mitad! 
-Puedes volver si quieres... 
Sí, ¿pero vuelves? ¿O la nueva página tiene un enlace que te lleva a otra página? ¡¿Entonces el recorrido es infinito?! La idea era abrumadora. La idea de hecho, si la tomas desnuda, sin la normalización que le ha aportado el tiempo y la intensidad de uso, es abrumadora. El recorrido, efectivamente, es infinito. Internet es infinito.

Así, de hecho, funciona la mente: un enlace te lleva a otro enlace, y al final te encuentras pensando en vete-tú-a-saber-qué que parece no estar relacionado en absoluto con tu pensamiento original y, sin embargo, has llegado aquí siguiendo trabazones, como ya reflexioné en Rebobinar (ahí va un enlace).

UNA desconoce la teoría que habrá detrás de las modificaciones que la cultura-del-enlace ha tenido que necesariamente provocar en nuestra materia cerebral. Lo que UNA opina es que a la mente humana, de naturaleza ya dispersa, enconarle el hábito de enlazar ha tenido que agravarle su diseminación, esa predisposición innata a desparramarse por el reguero de los pensamientos. Sufrimos todos de déficit-de-atención. No es sólo que este síndrome se haya cebado con niños y adolescentes en las últimas generaciones, sino que en general a todos la concentración nos cuesta sudores porque la tendencia es a desperdigarnos por los enlaces.

Es por eso también que no escuchamos, como lamentaba en Todo oídos (ahí va otro enlace).
Es por eso también que se ha puesto de moda la meditación. La meditación no es otra cosa que un antídoto anti-links: te hace tomar conciencia de que te vas, de que te estás yendo a otra página nueva (o manida, es igual), y te trae de vuelta gentilmente a la página principal.

La clave está en ese hacerte consciente de que te vas.

UNA se tejió un mantra:
Esto es lo que estoy haciendo ahora
UNA trata de aferrarse al mantra para no perderse por enlaces incoherentes que no casan con lo que intencionalmente estoy haciendo ahora. Es más fácil contarlo que practicarlo. Una de las mayores causas de irritabilidad es precisamente la fuerza imantada de los enlaces: imagínate que estás ayudando a tu hijo con las tareas (esto es lo que estás haciendo ahora), pero tienes la mente en que hay que tender la lavadora, hay que preparar la cena y estás deseando sentarte a descansar (éstos son los enlaces imantados). Si dejas que la mente se te agarre a los imanes, con toda probabilidad te irritas, porque no estás en lo que estás.
La serenidad exige presencia
Esta conciencia la gané muy pronto en mi carrera maternal. El problema es que nuestro entorno, sobre todo el virtual que tanto tiempo laboral y de ocio nos ocupa, está empeñado en entrenarnos para irnos, para dejarnos arrastrar por el imán, para salirnos de la página principal y seguir el enlace apremiante. Explícale a un adolescente que esta cultura-del-enlace es la razón por la que no consigue mantener la atención más de un par de minutos: explícaselo cuando no conoce otra realidad que la de irradiarse por la red.


Me dispuse a imprimirlo y enseguida me di cuenta de que la tinta flaqueaba y que necesitaba cambiar el cartucho. Eso me recordó que tenía que cambiar también la bombilla de la lámpara roja que lleva un par de días fundida. Fui a la cocina a coger la escalera pues guardamos las bombillas en alto, y vi que la carne que tenía horneando a la sal, ya estaba hecha, así que la saqué del horno y la dispuse encima de la tabla para limpiarla de sal. Fue entonces cuando recordé que tenía la escalera preparada para coger la bombilla, así que dejé la carne en espera y me fui a por la bombilla que estaba dentro de la caja de bombillas, justo detrás de la botella de cristal que se cayó estrepitosamente al suelo en mi forcejeo por sacar la caja de bombillas del fondo del armario. Resoplé y volví a por la escoba para barrer los cristales. Junto a la escoba, divisé la regadera y reparé en que desde el martes no había regado las plantas, así que me dispuse a hacerlo. Justo entonces me sobrevino la conciencia de la cadena de enlaces que me había conducido a esta agobiante multitarea de la que tanto alardeamos las mujeres, cuando en realidad la multitarea no existe: lo que existe es una tarea alternada con otras sucesivas y otras tantas interrumpidas a inmediatez de vértigo. La reflexión me hizo posar la regadera, volver al portátil y ponerme a escribir este post. 

El documento sin imprimir,
el cartucho sin cambiar,
la bombilla fundida,
la carne en salazón,
los cristales en el suelo
las plantas sedientas.
Mientras, UNA escribe este post:

Esto es lo que estoy haciendo ahora

Pues eso. Enlazando. Linking.


Enlaces relacionados (¡¿cómo no?!)
El síndrome de Demasiado
Rebobinar
Todo oídos

martes, 19 de marzo de 2019

El viaje

Peter y UNA tuvimos descendencia tarde. UNA tenía 34 años cuando tuvo a Paul hijo1 y 39 cuando tuvo a Dolfete hijo3. Entre las ventajas de retrasar la maternidad, para mí destaca sin lugar a dudas la oportunidad de viajar. Peter y UNA viajamos mucho, desde que nos conocimos hasta que nos asentamos, y esos viajes, que llenan nuestros álbumes entonces no digitales, son la intensa edad antigua de nuestra relación. Y digo intensa porque eso es lo que hace viajar:

Viajar intensifica la vida

¿Cómo lo logra? Para empezar, cuando uno viaja se estira el tiempo. Una semana de rutina diaria parece mucho MUCHO más corta que una semana viajando. El viaje hace que el tiempo parezca elástico, que dé mucho más de sí. Cuanto más pienso sobre esto, más me doy cuenta de que el motivo por el que el tiempo es maleable en el viaje es porque uno, al ver por primera vez un sitio, mira, presta atención. Los lugares, nuevos para el ojo, sorprenden, atraen. Al conocer por primera vez a una persona, uno se detiene. Toda esta focalización de la atención en el aquí hace que el tiempo se alargue en el ahora. Es casi mágico:

El viaje es magia

De hecho, en el viaje UNA siempre necesita escribir. En todos aquellos viajes de Peter y UNA siempre había un cuaderno de viajes donde escribíamos el mundo de sensaciones que los lugares nuevos que habíamos mirado y las personas nuevas con las que nos habíamos detenido habían provocado en nosotros. Cuando UNA relee esos cuadernos, vuelve a viajar. Es como teletransportarse. Es mágico. Los puse todos juntos y se los regalé a Peter en un libro que llamé TU MEMORIA, uno de los mejores regalos que UNA se ha hecho a sí misma.

Si pusiéramos esa misma atención, ese mismo detenimiento en la vida diaria, el tiempo no pasaría tan rápido. El tiempo vuela porque pasamos los días como si fueran ítemes de la lista de cosas por hacer, esperando que llegue el viernes, esperando que lleguen las vacaciones. Si miráramos todo como nuevo, si diéramos una oportunidad a la rutina de sorprendernos, si no diéramos por sentada la magia que sucede a diario delante de nuestros ojos, esos milagros que ya ni siquiera vemos, entonces el tiempo no parpadearía en nuestras vidas como hace. Esto es más fácil escribirlo que hacerlo: prestar atención plena no es a lo que venimos estando acostumbrados, por eso el viaje sienta tan bien, porque te obliga a detenerte de manera gentil.

Cuando se tienen hijos, a veces el viaje se convierte en una pequeña odisea, sobre todo cuando son pequeños. Lo primero que pasa es que el equipaje no se multiplica por número de hijos, sino por infinito. UNA nunca había viajado ligero, pero cuando nacieron los niños, al equipaje se le añadió el apéndice de "por si": esto por si hace frío, esto por si hace calor, esto por si tiene hambre en el camino, esto por si se mancha, esto por si se pone malo, esto por si se aburre, esto por si coge una rabieta en mitad de una visita turística, esto por si se cansa, esto por si se duerme... En fin... UNA no es que sea muy apretada pero van pasando cosas y vas cogiendo experiencia de los imprevistos que pueden surgir cuando viajas con niños pequeños, porque al final es que un niño es efectivamente un imprevisto. Cuando antes te hagas a la idea, mejor. Menos sudas.

El caso es que con el equipaje más el innumerable número de porsis, empieza a darte pereza viajar. Uff... Y encima cada vez somos más y cada vez somos más grandes así que cada vez ocupamos más espacio lo que equivale a más gasto.

Y contra esta pereza, encontré un post precioso una vez en las redes sociales en el que a una madre con experiencia le preguntaban qué único consejo le daría a una madre sin experiencia y ella contestó sin dudarlo: 

Haz el viaje


Haz el viaje.
Contra la pereza del equipaje y los porsis, haz el viaje.
El mejor consejo que he seguido nunca. 
Cuando haces el viaje, para empezar estás enseñando a tus hijos lo mismo que has aprendido tú: a estirar el tiempo, a detenerse a mirar, a abrir la mente a nuevos horizontes, nuevos caminos. Estás creando nuevas conexiones neuronales: 
que no hay una única manera válida de hacer las cosas, 
que allí no es como aquí
Y sólo por esto vale la pena moverse.

Además, estás creando recuerdos. Coloreas recuerdos en el viaje. Recuerdos mágicos que serán la hermosa edad primitiva de tus hijos adultos.

Si no tienes dinero, no viajes tan lejos, no viajes tantos días, pero haz el viaje. 
Si no tienes las ganas, simplifica, pero haz el viaje. 
Simplifica: ponles tres días seguidos la misma ropa, ¡qué más da si se manchan!, total allí no te conoce nadie. Los duchas a la vuelta. Si tienen hambre, que coman cualquier cosa, ya les darás el brócoli a la vuelta. Si tienen una rabieta, haz como si no los conocieras. Si se cansan, que se duerman. Si se aburren, algo genial está probablemente esperándoles a la vuelta de la esquina.

Porque otra cosa que les espera a la vuelta, además de la ducha y el brócoli, es el recuerdo que les has creado y les acompañará de por vida, el cuaderno de viaje que te han visto escribir, y la rendija que los lugares que habéis mirado y las personas con las que os habéis detenido les han abierto en la mente.



Dedico este post a mi hermana Ana, que nos ha creado muchos recuerdos y abierto muchas rendijas.