lunes, 2 de agosto de 2021

Rebobinar

Cuando los niños eran más pequeños (curioso como de un tiempo acá esta frase se ha vuelto melancólicamente asidua en mi discurso), cada septiembre les daba la fiebre de los trompos. Bajaban de la estantería su caja de trompos del otoño anterior y rescataban las peonzas con sus cuerdas guardadas totalmente enmarañadas. Nos íbamos al parque, donde había otros niños con fiebre de trompos, y UNA se sentaba en un banco con la caja en el regazo y desenredaba uno a uno los nudos de sus cuerdas hasta que volvían a ser utilizables. Lejos de resultarme una tarea tediosa, recuerdo que me relajaba seguir la cuerda, desenmarañarla, deshacer nudos, hasta poder deslizarla entre mis dedos y sentirla lisa, lista para poder bailar el trompo. Los niños esperaban impacientes mientras UNA se concentraba en la tarea, que siempre me recordaba a cuando de chica, mi madre, que entonces tejía punto y era brutalmente exquisita en la labor, decidía deshacer lo que llevaba ya hecho del jersey para empezarlo de nuevo, y mi abuela le ayudaba a volver a liar la madeja de lana con el hilo que mi madre iba desbrozando de proyecto frustrado. Estos días de verano me han traído de vuelta estos recuerdos de sendas infancias, la de mis hijos y la de UNA, cuando muy de mañana veo a los pescadores en la orilla ocupados en limpiar las redes tras la faena. El sosiego con el que cada mañana los hombres se esmeran en limpiar y ordenar sus redes y mallas tras la pesca me recuerda al afán de las mujeres re-ovillando lana o al celo de UNA desembrollando trompos: todas ellas tareas delicadas que requieren de dedicación y cuidado.



Igualmente, cuando los niños eran más pequeños, cuando todavía interaccionaban más conmigo que con sus pantallas y de repente acudían a mí con un comentario desprevenido, que no tenía nada que ver con nada, o una pregunta totalmente imprevisible, UNA indagaba para ver dónde, en qué mundo interior se habría engendrado ese pensamiento. A Dolfete hijo3 le encantaba el juego de seguirle el rastro al pensamiento:

¿En qué estabas pensando justo antes?

Íbamos hilvanando pensamiento tras pensamiento -¿en qué estabas pensando justo antes de antes?- hasta que al final lográbamos lucir un collar ensartado de perlas-pensadas que habían llevado al pequeño a producir ese comentario que, si bien a oídos ajenos al devenir de su pensamiento pudiera parecer un sin-sentido espontáneo acaecido de-sopetón, no obstante era casi siempre posible unir los puntos del trazado lógico en su cabeza, como en aquellos pasatiempos numerados. Haz la prueba: cuando te pilles pensando, trata de rebobinar y sigue la cuerda, une los puntos, ve deshaciendo nudos en la red hasta poder delinear el curso de pensamientos que te ha llevado al presente. Rebobinar así requiere mucha conciencia pero es, cuando menos, entretenido.


Photo by Markus Spiske on Unsplash

Rebobinar puede hacerse también en la vida, no sólo en la cabeza. Recuerdo ahora una bella reflexión de una gran amiga cuando tuvimos casi simultáneamente a nuestro primer hijo. Me dijo: 

- Es como si ahora todo cobrara sentido... 

Al tener a su bebé recién nacido entre sus brazos, tuvo la lucidez de rebobinar y ver cómo t-o-d-o lo que había sucedido en su vida anterior a ese bebé rosado que olía a nieve recién caída, la había ido empujando hacia ese momento en el que, de repente, como en un puzzle, t-o-d-o encajaba en su sitio. Realmente, así es. Cuando oigo la tan manida oración de la-vida-da-muchas-vueltas, siempre pienso en los trompos de Gusi hijo2. Sí, efectivamente, da muchas vueltas, pero no son vueltas aisladas: un nudo lleva a otro nudo. Lo que estás haciendo hoy, donde estás y cómo te presentas, se debe a todas las cuentas que encontrarás ensartadas en tu collar si rebobinas. Rebobinar puede suponer escalar de vuelta la cadena de la gratitud: gracias a que todos sus intentos de relación anterior fallaron, conoció a su actual pareja; gracias a que apostó por una relación con su actual pareja, emprendió un proyecto de vida en común; gracias a ese proyecto, sostuvo entre sus brazos a la criatura que vino a dotar de sentido su bobina. Quince años más tarde, la adolescencia de ese mismo bebé vuelve a enmarañarlo todo. Cuando el hilo se te enreda, sólo cabe la paciencia de esperar. Confiar en que la vida vaya desenredando.

Rebobinar es también el antídoto por excelencia contra el juicio. Cuando haya una reacción ajena que te resulte incomprensible, un comportamiento de el-otro-que-no-eres-tú que por críptico te azuce el juicio, recuerda que detrás se yergue toda una bobina. Si fuésemos conscientes de que los nudos de la cuerda de cada trompo que giramos explican en qué dirección se mueve el trompo o cuándo se detiene, seríamos mucho menos adeptos a emitir veredictos. Muchas veces no somos siquiera capaces de detectar los nudos propios: eso, al fin y al cabo, es un proceso terapéutico valiente, largo, probablemente duro. ¿Cómo vamos a ser capaces, pues, de seguirle el curso a los nudos ajenos?
Nadie hace nada de-sopetón.
No hay sin-sentidos.
Quizás carezca de sentido para ti, pero lo tendría en la madeja de el-otro-que-no-eres-tú si te parases a rebobinar.

Se me ha ido el hilo.


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1 comentario:

  1. Quizás se te haya ido el hilo, pero lo he seguido perfectamente ;)

    Deberíamos hacerlo más a menudo, lo de rebobinar, es verdad. Parece que todo debe ser correr hacía delante, hacer cosas, tomar decisiones y no preguntarse nunca los motivos ni el camino recorrido. Perdemos nuestro cable a tierra, nos volvemos un poco menos humanos y más autómatas que saltan y se mueven con cada decisión.

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