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sábado, 4 de diciembre de 2021

Comparar

He sacado la mejor nota de toda la claseHe sacado mejor nota que Fulano (Fulano siendo "niño admirable por excelencia") son boletines de calificaciones habituales por parte de alguno de mis hijos al volver del cole. UNA, que es de letras, los analiza sintácticamente:

La mejor nota = Superlativo

....mejor nota que Fulano...  = Comparativo de superioridad

- ¿Y? 

Quiero decir: A UNA le importa tu nota, no la del resto de la clase, y ciertamente a UNA se la trae al fresco la nota de Fulano (Fulano, no te lo tomes de manera personal, que no es contigo). Intento explicarle a mi hijo la diferencia entre valor absoluto y valor relativo. El valor absoluto, pongo por ejemplo, es que mamá grite: eso es MUY molesto. El valor relativo es que papá grita más que mamá. ¿Hace eso menos molesto el grito de mamá? 

Menos molesto que = Comparativo de inferioridad

¡No, ¿verdad?! Los gritos de mamá son igual de molestos y dañinos. Pues eso, que tu nota no es buena porque sea "la mejor".

Lo que intento hacerles ver es que comparar es un hábito mental que, además de ser una quimera porque pretende restarle o añadirle importancia a la verdad absoluta de las cosas, es altamente perjudicial. Comparar está en la base de muchas de las pequeñas mierdas diarias que empañan el bienestar. Comparison is the thief of happiness, dijo Brené Brown.

El juicio, sin ir más lejos, es un comparativo de igualdad en negativo: enjuicias a el-otro-que-no-eres-tú o bien porque no es como tú, o bien porque no hace las cosas como tú. Esa es básicamente la única razón por la que el otro merece tu juicio, porque al compararlo en igualdad está en negativo: no piensa como tú, no viste como tú, no actúa como tú crees que actuarías en sus circunstancias o como tú crees que debiera actuar. En realidad, el juicio no es un comparativo de igualdad, sino de superioridad: no es otra cosa que un "yo-soy-mejor-que-tú" disfrazado de "yo-llevo-la-razón". Si me creo con derecho a juzgarte, es porque estoy comparándome contigo y me creo superior. El racismo, el machismo o la homofobia son todos comparativos de superioridad, fenómenos sociales harto complicados que al final se reducen al triste acto mental de comparar: "mi raza es mejor que tu raza", "los hombres son mejores que las mujeres" o "mi orientación sexual es mejor que la tuya". De 1º de Básico de Comparación.

La envidia es otro comparativo que, a su vez, hace un cambio de sentido para acabar disparándote a ti. No eres tan buena en tu trabajo como esta, eres mucho peor madre que aquella, por qué no puedo tener lo que tiene esa (su tipo o su piel o su edad o su relación de pareja o sus hijos o su sueldo o su casa). Comparar te roba la distancia que precisas para la gratitud, para apreciar lo que TÚ disfrutas en valor absoluto, millas antes de donde empieza la comparación con este, con aquella, con esa.

La nostalgia, con sus crestas de amargura y acidez, es una comparación con tus yos-pasados. Cualquier tiempo pasado fue mejor es un pensamiento que puede arruinarte envejecer y, desde luego, te evita estar presente en la vida de tu yo-ahora que, por cierto, irónicamente será objeto de tu nostalgia de mañana.

Si tratásemos de ver el valor absoluto de las cosas y, sobre todo, de las personas, haciéndonos conscientes para poder despojarnos del hábito mental de compararlo todo y a todos con nosotros, entre ellos, o con nuestras otras versiones, quizás - como dice Brené Brown- seríamos más felices. Por eso, cuando mi hijo me dice he sacado la segunda mejor nota de la clase, le hago ver que está comparando y que la comparación le resta valor a su nota. Y mi hijo pone los ojos en blanco. Y UNA, aburrida de UNA misma, piensa: 

-Antes no le cargaba como le cargo ahora. 😓

Comparativo de nostalgia por el yo-no-adolescente de mi hijo.


Photo by Kseniia Samoylenko on Unsplash




miércoles, 7 de abril de 2021

LA VOZ

Si te quitaran un sentido, ¿cuál preferirías que te quitaran? Es decir, si tuvieras que quedarte mudo, o sordo, o ciego, ¿qué elegirías? Esta pregunta, que les gusta tanto hacer a los niños, suele ser respondida con un abrumado "¡ciego no!", pues pareciera que el sentido de la vista es el que nos ata al mundo a modo de cordón umbilical. Sin embargo, a medida que UNA va creciendo por dentro y envejeciendo por fuera, la posibilidad de ser sordomuda casi que aterra más, porque la voz a estas alturas ya ha revelado sus poderes y secretos.

Del poder de la palabra ya hablé en otra entrada. Pero la voz, de entre todas las cosas que no se dejan ver ni tocar, puede ser ser tan potente como la mirada. Para empezar, la voz revela las emociones. La voz no miente. Un simple hola al coger el teléfono de una persona cercana, cuyos vericuetos de voz conoces bien, te viene a relatar en cuatro letras cómo anda hoy.

Que nos lo cuenten a las madres de adolescentes. Tu hijo te contesta mal. En realidad, no te ha contestado mal, o eso argumentará él: 

- ¿¡Pero qué te he dicho!? 

Probablemente lo que te haya dicho no sea grave. Las palabras pueden perfectamente ser inocuas: Un "vale, vale" o un "sí, sí" no faltan al respeto en sí mismas. El matiz lo añade la voz, el cómo lo haya dicho. 

Las palabras, sin el envoltorio azucarado de la voz, a menudo son causa de malentendidos. ¿Quién no tiene experiencia de esto por whatsapp? La cagaste al enviar o al recibir un mensaje. Esto no pasa si el mensaje es de voz. Y es que la voz viene a vestir a la palabra, le da sentido. Sin voz, la palabra está desnuda.


La voz, como arma de doble filo, tiene capacidad para cargarse todo el valor educativo de un discurso y convertirlo en una poción de sapos y culebras sin necesidad de cambiar ni un ápice los términos, tan sólo modificando el tono y el volumen, en un día de esos a grito pelado. La voz a voces, un mal vicio del que toda madre adicta quisiera desengancharse. De hecho, a veces UNA ha llegado a pensar que el secreto de ser buena madre no es otro que el de modular la voz, esa voz que dicen se transforma en la voz interior de tus hijos... 

¿La voz a ti debida?
¿La voz. A ti. De vida?






La voz tiene igualmente el poder de despertar instintos en instantes. ¿Has conocido alguna vez a un hombre apuesto que, en cuanto abre la boca, su voz le echa a perder el atractivo? O, por el contrario, ¿has descubierto a un hombre "incómodo-de-mirar" que con su voz de radio te encandila? La voz tiene ese poder de seducción. Y ¿qué hay de una voz que canta bien? Reviste al dueño de un halo de encanto. 


La voz hecha susurro calma. Cuando Paul hijo1 y Gusi hijo2 eran todavía muy pequeños, UNA tenía horario de tarde y llegaba a casa a las diez, cuando ya estaban dormidos, perdiéndose la-hora-del-cuento, así que UNA les grabó unos CDs con sus cuentos favoritos para que Peter se los pusiera religiosamente antes de dormir. Como una oración, la voz de una madre recitando es el mejor somnífero.


La voz también revela edades. Viendo vídeos estos días de cuando los niños eran chicos, lo que más llama la atención son sus voces. ¡Han cambiado tanto! Es una de las cosas que UNA echa más de menos de su primera infancia.


Y es que la voz envejece contigo. Recuerdo un momento de mi abuelo Papabis hace ya muchas décadas. Mi padre había adquirido una cámara de vídeo y pasábamos días en familia inventando grabaciones que ahora se han convertido en reliquias. Un día vinieron los abuelos a casa y las pequeñas les hicimos una entrevista. Luego la vimos por televisión. Mi abuelo se quedó callado un rato, tristón. Luego dijo: 

- No sabía que tuviera voz de viejo. 

Creo que nunca antes de oírse había sido tan consciente de su edad.


Que sonemos por fuera distinto de cómo nos oímos por dentro es uno de los descubrimientos infantiles que más aturde. Recuerdo cuando mi sensible Paul hijo1 se percató de esta diferencia al escucharse grabado por vez primera. ¡No daba crédito! Me repetía: 

- ¡Mamá, pero es que yo no me oigo así!

Y me pedía que le describiera una y otra vez cómo lo oía yo.
Describir una voz merece premio literario, por cierto.

Este post es mi homenaje a los poderes de la voz, un misterio que desde siempre me ha obsesionado. La voz que tiembla, que se alza o se baja, la voz de la conciencia (¡ay, tan bruja a veces!), la voz que se anuda, que se empaña, que se quiebra...
El hilo de voz que se apaga... 

"Lo que eres me distrae de lo que dices"
escribió Pedro Salinas en La voz a ti debida. Es cierto. Haz la prueba. No hay nada que te traiga de vuelta la energía de alguien que ya no está como oír de nuevo su voz en una grabación. Como si levantara la cabeza.
 

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lunes, 12 de octubre de 2020

Vecinos

Ya os conté que durante el confinamiento uno de los sonidos que me rescataba era el de los pájaros. Pues bien, en el devenir de la vida cotidiana, uno de los sonidos que más me relaja es el de mis vecinos. Me explico. Como UNA se pega los madrugones que se pega, no tiene más remedio que acostarse temprano. Pues bien, mi dormitorio da a un patio y a ese mismo patio da la cocina de mis vecinos de abajo: una madre con sus dos hijos, chico y chica, y la abuela a veces. Cuando UNA ya se está acostando, ellos a menudo aún están cenando o recogiendo la cocina. Y UNA los escucha hablar. Ese ruido, lejos de atormentar mis intentos por dormir, me relaja profundamente; me da cierta sensación de seguridad, de estabilidad, porque UNA comprueba que hay gente normal con vidas normales.

En esa cocina no hay gritos constantes ni peleas constantes como en la de UNA. Todos son corteses. Se piden las cosas por favor, no se amenazan, no insultan. Reina la paz sin que haga falta que nadie grite "¡tengamos la fiesta en paz!". Parece como si los estuvieran grabando. De hecho, ésa es una estrategia que UNA utiliza a menudo en casa para no perder la paciencia con tanta frecuencia como suele: la de actuar como si nos estuvieran grabando, como si hubiera algún testigo de la escena idílica familiar. Claro que mis hijos se dan cuenta enseguida y me aprietan con un "¿qué te pasa que pones esa voz zen?"; y no cesan hasta que se me pasa y pego un grito que es a lo que están más acostumbrados, recuperando así su tan ansiada normalidad.

A mis vecinos, no obstante, les sale natural. Se nota que no fingen. Las frases les salen sin palabros, las voces sin gritos. Parece no sólo que se quieren, sino también que se llevan bien. El otro día la chica le anunciaba a su madre que se iba a la cama y la madre le preguntaba con pena: "¡¿YA!? ¿Ya te vas a la cama? ¿No te quedas un ratito más con nosotros?". En cambio, UNA en casa parece estar siempre deseando que los niños se acuesten y les manda a la cama antes de lo convenido; y ellos protestan "¡¿YA!?", en un tono muy pero que muy distinto al de mi vecina.

El caso es que UNA -casi siempre- en la calle, en el trabajo, en los eventos sociales de los cuales cada vez hay menos, parece normal. UNA y la familia de UNA parecemos bastante normales. Pero tendrías que vernos en casa. El porcentaje de tiempo-de-conflicto supera en creces al porcentaje de tiempo-de-paz (tiempo-de-paz es el que impera en casa de mis vecinos) aunque, todo hay que decirlo, el tiempo-de-conflicto se ve sensiblemente disminuido de manera proporcional al aumento del tiempo-de-pantalla: es decir, si quieres parar las peleas, dales una tablet. El volumen es tan desorbitado como el caos y el desorden, así que imagino la cocina de mis vecinos tremendamente nítida y ordenada, como si Don Limpio pasara a ráfagas cada vez que a alguien le da por abrir la boca.

UNA se pregunta muchas veces por qué: por qué la familia de UNA no es normal, y a veces lo achaca a UNA, que ya ha confesado la debilidad de su salud mental en entradas anteriores; a veces lo achaca al número impar de los hijos, al sexo predominante por estos lares, a la escasa distancia entre sus edades; o a la peculiar danza en la relación entre Peter y UNA. A veces, UNA simplemente se consuela así: lo que ocurre en la familia de UNA es lo normal de la familia de UNA. Lo que no es normal es lo que ocurre en la casa de la pradera de abajo.

Gusi hijo2 estaba clasificando a una pandilla que acababa de conocer y dividiendo a sus miembros entre "pijos" y "canis", y se refirió a uno en concreto diciendo: "ése no es ni pijo ni cani; ése es normal". Y Paul hijo1 le contestó: "¿pero qué es normal?".

Pues eso, ¿qué es normal? 

UNA no puede dejar de envidiar lo que tienen los vecinos de abajo, especialmente teniendo en cuenta lo que UNA se lo curra, al menos mentalmente, de lo cual -creo- da fe este blog de mi vida mundana. 

¿Sabes lo que UNA no envidia a los vecinos de abajo? El ruido que tienen que soportar de sus vecinos de arriba. Un día subió mi vecina a darme un paquete que le habían dejado en mi ausencia y le abrió Dolfete hijo3. Vestido de Spiderman. Creo que ése fue el día en el que definitivamente renuncié a mantener mi imagen social de "normal" frente a ella. Si me la encuentro en el ascensor, ya he aceptado que el concepto que tiene de UNA está totalmente deteriorado. Esa especie de rendición es muy liberadora. 

Dice Peter que los de abajo son los Flanders y nosotros somos los Simpson. Los Simpson con tres Bart.




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viernes, 12 de abril de 2019

Los días a grito pelado

Cuando los niños eran pequeños y sólo tenía dos, un día estábamos en un perol (que para los del norte es un día de campo y paella) y se me acercó mi amiga MMar con una pregunta:

- ¿Tú no les gritas a los niños?

La pregunta, al estar formulada de forma negativa, me sorprendió por la implicación de que gritar entra dentro de lo normal. Yo no les gritaba a los niños. Los niños, como digo, eran pequeños y sólo tenía dos. Pero nótese que digo -aba y, aunque no se note, lo digo con vergüenza.


Yo confieso, ante vosotras hermanas, que ahora grito.

Ya he hecho mención alguna vez al poder catártico de la confesión.

He llegado a la conclusión de que el mundo de las madres se divide en tres tipos: 
las que no tienen el grito dentro, 
las que tienen el grito dentro y aprueban sacarlo, 
y las que tienen el grito dentro y condenan sacarlo.

Las que no tienen el grito dentro son las madres que no gritan, que no sólo no conciben el grito como parte del repertorio de estrategias en la educación de los hijos sino que a ellas es que no les saldría gritar. Estos fenómenos de la naturaleza -ellas, poquitas, saben quiénes son- son a las que yo envidio. Tengo algunas amigas así, alguna hermana, madres a las que he visto en situaciones en las que yo indudablemente hubiera sacado el grito y ellas, sin embargo, han mantenido la templanza sin alterarse, con gracia y elegancia. Éstas son las que me inspiran una gran admiración.

Luego hay otro grupo, creo que tampoco demasiado numeroso, que tienen el grito dentro y lo sacan y se quedan tan panchas. Éstas gritan porque de hecho creen en el grito. Es un acto de coherencia. No quiero hacer demagogia fácil pero muchas de estas madres son los padres. Peter, si grita, normalmente es porque lo considera necesario, es decir, recurre al grito porque el grito forma parte de su manual de herramientas educativas, probablemente heredadas, y lo considera apropiado, cuando no imprescindible. Si Peter pega un grito, lo único que ha pegado es un grito. No hay más allá.

Pero si UNA pega un grito, UNA ha cometido una incoherencia, porque UNA forma parte del tercer grupo. UNA grita pero UNA no cree en el grito. UNA es de las que tienen el grito dentro y lo sacan a pesar de que condenan severamente sacarlo. 
La condena está bien informada: UNA ha leído mucho. UNA ha reflexionado mucho sobre el tema.  UNA ha hecho cursos de educación respetuosa y de mindful parenting. UNA sabe el daño que el grito produce en la conexión con los hijos, cómo toxifica el ambiente en casa. UNA entiende que la obtención de la obediencia a base de gritos a largo plazo deteriora las expectativas de mutuo respeto. Incluso sin lecturas y sin cursos, UNA ha sentido mucho pues ha leído los ojos de sus hijos cuando grita. 
A las madres de este tercer grupo gritar no nos compensa porque luego viene el bicho que ya conocemos de otros posts: el [palabro] bicho de la culpa. ¡Ay, la culpa!
Entonces, ¿por qué se grita? ¿por qué grita UNA? Te lo cuento.
Las razones son dos y son muy poderosas: 
La primera, es de la que nos avisaba Fani, la peluquera del post sobre abrazar la ambigüedad: que los niños ponen muy nerviosa. Cuando UNA está nerviosa, el grito le sale de dentro, de la parte más reptiliana de su cerebro, de la más primitiva.
La segunda razón es que el grito funciona. ¡Sí! ¡funciona! Y el hecho de que funcione simplemente lo refuerza. Recuerdo un meme que vi en Facebook en el que una madre escribía algo parecido a esto: "Ahora que llega el buen tiempo y que dejamos las ventanas abiertas, quiero decirle al vecino que me está juzgando que, antes de gritar a mi hijo, se lo pedí cuatro veces por las buenas..."
Pues eso. Que cuando le dices a tu hijo que recoja el albornoz mojado del suelo del pasillo una vez por favor, y otra vez por favor, y una tercera más seria, y una cuarta irritada, y sigue sin hacerlo, UNA puede asegurarte por experiencia que, si a la quinta se lo dices gritando, lo recoge. Como éste, te podría poner mil y un ejemplos.
Está mal. UNA lo sabe. Sabe que está mal. Te estoy diciendo que UNA condena el grito pero grita. He ahí la incoherencia de la que te hablo. 


Está mal el grito pero está incluso peor la incoherencia.

¿Y sabes qué pasa, no? Que los hijos se van haciendo eco. Y, de repente un día, Gusi hijo2 le está explicando algo a Dolfete hijo3, y Dolfete no entiende, y Gusi se pone nervioso y es de cajón lo que va a hacer Gusi. Gusi le grita a Dolfete. 
Y UNA, en su línea de incoherencia, le riñe a Gusi que no se grita
O, peor escenario aún: Peter le grita a Gusi que no se grita y UNA le grita a Peter que no le grite a Gusi ¡que no se grita! 
¿Lo vas pillando? 
Que cada cierto tiempo tenemos que mudarnos porque los vecinos van necesitando treguas...

Hay una conclusión a la que he llegado después de muchos bichos de culpa, pues los bichos de culpa son los que al final la empujan a UNA a crecer y a retarse, y es ésta: 
Puede que el hecho de que el grito esté dentro o no lo esté dependa de la suerte: de tu genética, de tu carácter, de la manera en la que te educaron a ti, de tus creencias inconscientes, no lo sé; 
PERO que el grito salga o no salga no depende de lo que haga o no haga tu hijo. 
El hijo puede hacer algo venial, como derramar un vaso de agua encima de un plato recién servido, o algo no tan venial, como pegarle una patada a su hermano sobre una herida recién cosida y que acabéis en urgencias. 
Pero que el grito salga no depende de lo que haga tu hijo, depende enteramente de cómo estés tú, su madre. Si UNA está bien:

si UNA ha simplificado
si UNA ha priorizado el autocuidado (!)
si UNA ha bajado sus expectativas y exigencias con respecto a los hijos... y con respecto a una misma (!)
si UNA ha hecho por manejar sus niveles de estrés
si UNA se ha trabajado la conciencia de qué situaciones la ponen en el disparadero y ha tomado medidas para evitar esas situaciones o ha hecho planes sobre cómo responder para evitar la reacción automática en esas situaciones
si UNA practica la compasión por el hijo y por una misma (que esto es jodido y aquí sí me vais a permitir el palabro)
entonces UNA no grita.

Pero luego están los días a grito pelado. Los días en que UNA sobrevive. 

UNA sabe pedir perdón después de un día a grito pelado. Es sólo que es como pedir perdón a un plato roto: el plato ya está roto, por mucho que lo lamentes. 

UNA viene a este blog no sólo con la catarsis en mente sino con el propósito de enmienda: confieso que me sentiría tremendamente crecida si en el próximo perol mi amiga MMar me preguntara: 
-¿Tú no les gritas a los niños? 
y yo pudiera responderle, sin incoherencias: 
-No, YA no les grito. 
Eso es algo que hacía en los días a grito pelado y que nunca me compensó.