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sábado, 9 de julio de 2022

#Carpe-Fucking-Diem

Te voy a contar cuál es uno de los generadores de culpa maternal por excelencia.

Dolfete hijo3 estaba aburrido. Era su 12 cumpleaños. Nos pillaba de vacaciones pero no podíamos ir a la playa porque hacía viento fuerte y levantaba la arena, así que estábamos decidiendo qué hacer. Adolfo estaba frustrado. ¡Qué mala suerte tengo! ¡Todo me sale mal! Así que UNA se puso su sombrero de entretenedora-oficial y empezó a listar sugerencias de actividades para una tarde gris estival. Por supuesto, todas eran encontradas con una negación rotunda por parte de la frustración de Dolfete hasta que se me ocurrió que podíamos ver vídeos de cuando era pequeño que sé que es una de sus actividades favoritas y, ¡ojo!, además es tiempo-de-pantalla. Las pantallas nunca fallan a las madres en apuros (aunque pueden ser otro generador-de-culpa pues no gozan de buena fama). 

Le puse en el ordenador una recopilación de vídeos y fotografías que le había confeccionado 2 años antes, cuando cumplía 10. Para cuando terminamos de ver el vídeo, UNA no podía seguir reprimiendo las lágrimas y rompió a llorar invadida por la nostalgia. Comparaba el pasado de mis criaturas, que eran tan ricas y tan monas, que me habían necesitado tanto y querido tanto, con el presente de mis dos adolescentes desgarbados más un pre-adolescente, que no hacen otra cosa que quejarse y llamarme pesada. “Cualquier tiempo pasado fue mejor” vino a cambiar el viento de la tarde por desazón y melancolía.

Mientras lloraba, había una parte de UNA que consiguió distanciarse y que me observaba con un poquillo de sorna. Peter, que suele complementar mi dramatismo con dosis de bajada-a-tierra, me miraba un poco obtuso:

- ¿No te da pena?- le preguntaba UNA. 

- Me da morriña- decía él- pero vamos…

- Pero vamos ¿qué?

- Que no todo sale en los vídeos y las fotos, que lo que sale es una selección de los momentos buenos… Que eran muy monos, sí, pero que no se nos olviden las tardes en urgencias, las noches sin dormir, las papillas de frutas, el cansancio…


Ahí identifiqué a esa parte de UNA que me observaba con sorna. La etapa infantil es muy bonita pero también no lo es (como casi todas las etapas en la vida). De eso no se chivan las fotos ni los vídeos que recopilamos, pues esto es como Instagram: no vas a colgar una foto de una pelea con tu pareja, lo que cuelgas es el beso en la puesta de sol. ¿O no? Nadie quiere ser testigo de tus miserias, ni siquiera tú misma.


Cuando ya ha pasado la vorágine, cuando te encuentras en otra etapa de la vida, el recuerdo es inmensamente depurativo y te trae como regalo llenarte la memoria de momentazos y de buenos-pequeños-momentos, pero trata de dejar al margen las pequeñas miserias de la vida diaria de aquella época que ya pasó.

Esto mismo que hacen las estampas visuales y recordatorios fílmicos lo hacían la mayoría de las lecturas a las que UNA dedicó tiempo en su afán incansable de aprender a ser mejor madre durante la infancia de mis hijos. Recuerdo concretamente una de esas lecturas. La autora se llama Rachel Macy Stafford y tiene varios libros. Creo que llegué a leer dos. Hands free Mama y Only Love Today. Probablemente no los terminé. En esa época no me daba tiempo a terminar los libros. Su movimiento se llama The Hands Free Revolution y básicamente te insta a disfrutar del momento de estar con tus hijos mientras dure, y te recuerda una y otra vez que ese momento no va a durar. Es decir, la nostalgia te la mete por todos los poros de tu cuerpo MIENTRAS estás inmersa en la propia época de la vida por la que vas a sentir nostalgia. UNA cayó en sus redes. La autora escribe muy bonito y es difícil no dejarse embaucar. 


El algoritmo de las redes sociales detectó pronto que UNA había sido apresada por esta nostalgia-prematura y empezaron a aparecerme memes del tipo: "Solamente tienes 18 veranos con tus hijos".


UNA tardó varios libros y un montón de memes más en darse cuenta de que estas lecturas no me estaban aportando otra cosa que una conciencia exacerbada del paso del tiempo, que ya de por sí suele estar presente en personas hipersensibles como UNA. Esta exacerbación tiene dos consecuencias tan inmediatas como implacables:

La primera es que provoca el efecto totalmente contrario. En vez de estar en el aquí y el ahora, tu cuerpo sigue aquí, en la vorágine, mientras tu mente anda anticipando la nostalgia que sentirás cuando tus hijos sean adolescentes y no hagan otra cosa que quejarse y llamarte pesada.

Además, y sobre todo, la exacerbación de la conciencia del paso del tiempo se convierte en un generador-de-culpa por excelencia. Cuando estás cansada o harta o deseando que los niños se acuesten o enfadada o histérica, ¿sabes lo que esta conciencia viene a posar en tu mente? Un buen puñado de deberías. 


Deberías estar disfrutando de esta época con tus hijos pues no dura.

Deberías estar feliz ahora que tus hijos son pequeños y comestibles y manejables y monos.

Deberías CARPE DIEM como las autoras de estos libros y estos memes.

 

Lo que más perpleja me dejaba, no obstante, es que las autoras de estos libros que te instan a aprovechar el momento con tus hijos tenían niños de esas edades y, sin embargo, encontraban tiempo también para escribir libros, posar perfectamente peinadas en redes sociales Y hacernos sentir fatal a las madres que no teníamos tiempo ni para terminar sus libros. 


Está bien. Está bien ser consciente del paso del tiempo como en El club de los poetas muertos para que el tiempo no te pase sin conciencia. Lo que UNA cree que no está bien es que esa conciencia esté tan presente que te robe el presente. Así que cada vez que no estés disfrutando del tiempo con tus hijos, que serán muchas las veces (porque ¡sorpresa! somos humanas y los conflictos familiares que no se ven en las fotos ni en los vídeos ni en los Instagrams existen); cada vez que te venga a visitar la culpa con sus deberías y sus carpe-diem-only-love-today y sus buenismos, regálale el mantra que UNA se elaboró como antídoto a esta culpa-de-nostalgia-anticipada:


Carpe-Fucking-Diem





Ya de paso, guardémonos todas de dar este consejo de disfrutar-el- momento-antes-de-que-el-momento-pase a las madres jóvenes y agobiadas, que ya van suficientemente agobiadas. Ya habrá tiempo para la nostalgia.


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domingo, 18 de julio de 2021

La buena madre

La-buena-madre en tiempos de nuestras madres era la madre a la que sus hijos obedecían; era la madre cuyos hijos no dejaban nada en el plato, no interrumpían, no contestaban mal, no daban la nota. La-buena-madre era la que ponía a sus hijos por delante de ella, la que se sacrificaba. La-buena-madre era la que callaba, la que no discutía con su marido y acataba con tal de evitarle el mal rato a los hijos, la que aguantaba y se quedaba en el matrimonio por los niños.

Afortunadamente, el concepto de buena-madre no es inalterable; ha tenido que ir acomodándose a los cambios sociales, pues aquel concepto de buena-madre de tiempos de nuestras madres es simplemente inviable con la mujer incorporada al mundo laboral. No obstante, muchos de sus resquicios aún resuenan a modo de ecos mentales que dificultan considerablemente la conciliación a las madres, algo que nunca hicieron a los padres. Pero ése es otro tema del que ya he relatado en más de una ocasión (ver entradas relacionadas abajo).

Lo que a UNA le parece más sano es que hermanos de una misma madre no tengan una misma infancia porque el concepto de madre no sólo evoluciona entre saltos generacionales sino que crece también en la propia experiencia de la maternidad. Las que tienen varios hijos probablemente me entiendan. Repetimos hasta la saciedad la frase de "yo a mis hijos los he educado exactamente igual y no podían haber salido más diferentes", pero en el fondo sabemos que no los hemos educado igual. Cada hijo ha tenido un momento-madre diferente; a cada uno le hemos dedicado una versión distinta de nosotras; cada hijo ha resaltado distintas cualidades o debilidades. UNA, desde luego, no ha sido una sola madre.

UNA madre1, la engendrada por Paul hijo1 al nacer, era la madre más ilusionada. Primeriza, pagó la novatada de heredar muchas teorías sobre la maternidad de generaciones anteriores, de libros regalados, de madres, de suegras, de abuelas. Escuchó demasiado fuera y poco dentro. Se encontró de bruces con la preocupación, que no es otra cosa que la modalidad pija del miedo; con la co-dependencia que se establece entre el bebé que te necesita y tu incapacidad de soltar. La madre1 quería ser la mejor madre del mundo y para ello, hizo de su bebé el centro de su mundo.

La madre2, sobrepasada, se limitó a sobrevivir; aprendió rápido que no todos los bebés son iguales, que para estar presente y atender hace falta dormir y convirtió el sueño en obsesión: ponía toda su energía en evitar ruido ambiental para que no despertaran a sus chicos y, una vez espabilados, la ponía en estimularlos y mantenerlos despiertos para poder dormir luego. Siempre había un bebé entre sus brazos o en su regazo, o un carrito entre sus manos.

La madre3 se encontró de pronto con 3 tallas de pañal pero ya empezaba a sospechar que no todo importa tanto y que nada dura mucho; que, al final, lo que realmente funciona es que UNA esté bien; que la educación no es lo que digas sino lo que hagas, porque ellos no aprenden escuchándote, aprenden viéndote, por osmosis. La madre3 ya no aspiraba a ser la mejor madre del mundo, sino a ser una madre medianamente buena; incluso a veces pasable es suficiente. La maternidad de esta última madre tiene sólo tres mandamientos: estar disponible, saber pedir perdón y perdonar. El tercer mandamiento se divide en dos: perdonar siempre y perdonarse también a UNA.

Estas tres madres no se entienden del todo bien. UNA madre1 piensa que UNA madre3 es demasiado permisiva y UNA madre3 piensa a su vez que UNA madre1 es demasiado autoritaria. Ambas piensan que la otra comete aberraciones. Las madres1y2 llevan mucha más carga de culpa que la madre3 y acusan a la madre3 de pasotismo; la madre3 las mira con cierta compasión. En fin, algarabía interior.

Cada mañana de verano, temprano, muy temprano, salgo a pasear por la playa. Un placer. Este verano me encuentro a diario con una madre que pasea con su hijo. El hijo tiene la edad de Dolfete, calculo. El chiquillo cojea sensiblemente. Me fijé en sus piernas y tiene la derecha contrahecha y perceptiblemente más delgada que la izquierda, como si no hubiera nada entre hueso y piel. Es muy temprano, como cuento, y este crío que tiene tan complicado algo básico como andar, ya está andando por la playa con su madre. Cada vez que me cruzo con ellos se me llena la garganta de un agua tan azul como el que perfila la orilla por la que caminamos los tres: UNA en una dirección, ellos en otra. Me fijo en el semblante de la madre. Ella es la-buena-madre, pienso. La madre que madruga cada mañana de verano para llevar a su hijo a caminar por la playa; me figuro que el médico le habrá aconsejado esos paseos. La-buena-madre tiene el semblante afable, sonríe, charla. No sé nada de ella y, sin embargo, creo adivinarlo todo. Creo leer la preocupación y el miedo. Creo leer también un poquito de rabia de que su hijo no pueda levantarse tarde en verano e irse a la arena a darle patadas a un balón como Dolfete. Creo leer un atisbo de esperanza. Creo incluso leer la vergüenza de quizás sentir vergüenza: entre líneas se siente mala-madre por sentir -a veces, sólo a veces- la ambigüedad, por desear tener un niño perfectamente normal. Pero en negrita, a modo de título, leo sobre todo el amor por ese niño, el amor colándose entre el hueso y la piel de esa pierna escuálida.




Cuando ceden las comparaciones entre la-buena-madre y UNA, que camina sólo por el gustazo de hacerlo y no por prescripción facultativa, me permito pensar: al final, somos todas buenas-madres, ¿no?
La madre de UNA,
UNA,
la-buena-madre de la playa,
tú que lees esto.
Al final, lo que nos mueve y lo que nos conmueve a todas no es otra cosa que el amor que sentimos por nuestros saquitos de hueso y piel.
A veces lo hacemos peor: a veces sentimos rabia, mucha rabia; y vergüenza, mucha vergüenza; y ambigüedad, mucha ambigüedad.
Y a veces lo hacemos mejor; a veces incluso deslumbramos.
En cualquier caso, lo que nos mueve es el amor, las buenas intenciones: la intención de ser mejores personas para nuestros hijos y la intención de que nuestros hijos sean buenas personas.

Hay un padre muy ingenioso en el colegio de Dolfete. También tiene 3 hijos. Una mañana que me paré a hablar brevemente con él a la entrada del cole, me dijo entre jocoso y confeso:

- ¿Qué hora es? ¿Las 9? A esta hora se puede decir que hoy ya les he causado a mis hijos varios traumas.

Me reí por pura identificación. La vida no está hecha para tener a tres críos pequeños preparados-listos-ya, antes de las 9 de la mañana día tras día. La vida no está hecha para ADEMÁS estar UNA preparada-lista-ya, después de tener a tres críos pequeños preparados-listos-ya, antes de las 9 de la mañana. La vida tiene necesariamente que ser otra cosa.

Para UNA, a estas alturas, la-buena-madre supone abrazarlo todo, abrazar el proceso que te cambia desde ser madre1 hasta ser madre3. Cuando nace tu hijo, todo el mundo te dice que los niños vienen sin manual de instrucciones. Lo que nadie te dice es que es UNA la que tiene que escribir el manual de instrucciones y que, además, el manual no te vale para todos y cada uno de tus hijos ni sus edades; que tienes que escribir un manual por hijo y etapa; que tienes que estar constantemente revisándolo y re-editándolo; que incluso a veces vas a tener que romper el borrador y empezar de nuevo; que estará lleno de tachones y manchones; que a veces parecerá que estás improvisando líneas y otras veces parecerá que tienes el discurso bien trabado. Nadie te dice que la pifiarás con demasiada frecuencia y que les causarás a tus hijos varios traumas muchos días antes de las 9.

Pero también les rendirás amor a dosis y ese amor ahí se queda, de por vida, atrapado entre sus huesos y su piel.

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miércoles, 18 de diciembre de 2019

Hay que estar




UNA confiesa.
UNA un poquito harta sí que está.
De la presión.
De la responsabilidad.

UNA duda mucho que la generación anterior a la nuestra lo tuviera tan enredado.
El otro día lo comentaba con mi hermana.
Cuando éramos pequeñas, teníamos colegio por la mañana Y por la tarde.
Nos quedábamos a comer en el comedor.
Volvíamos a casa después de las seis como muy pronto en el autobús si es que no teníamos que ir al conservatorio.
Luego los deberes. Cada una los suyos.
No teníamos ni siquiera que ducharnos todos los días. En mi caso, los martes y los viernes (los viernes con pelo) y, ¡hala!, a cenar y a la cama.
Nada de tele entre semana, por supuesto; nada hasta el 1,2,3 del sábado por la noche o, con mucha suerte, Heidi o Mazinger Z el sábado a mediodía, después por supuesto de que mis padres vieran el telediario.

Las cosas han cambiado.
Ahora en el cole sólo te los mantienen vivos hasta las dos. No me estoy quejando, ¿eh? ¡Que conste! Ya me parece hazaña memorable meter a 25 de éstos en un aula y mantenerlos vivos. UNA tiene sólo 3 y lo consigue a duras penas.
Las madres, que antaño se quedaban en casa preparando croquetas para la cena, ahora tenemos que levantarnos al alba para dejar la comida hecha.
Salir corriendo al trabajo maquilladas para disimular una mala noche.
Descansar en el trabajo: “El trabajo es descanso” dice con toda la razón del mundo un amigo.
Volver corriendo del trabajo para recoger a las criaturas a las dos.
Lanzarles la comida a los perros hambrientos para que no muerdan.
Y bendita la tele de sobremesa porque si no, no sobreviviríamos.

Luego están las tardes.
Las tareas, supuestamente para niños, que en muchos casos sufrimos los padres.
Las extraescolares cuando las haya, al volante soltando y recogiendo niños.
Si es que no hay alguna tutoría, asamblea de clase, chocolatada escolar o alguna de estas delicias a las que acudimos porque hay que estar.

Hay que estar

Las duchas ahora diarias.
Las cenas que no simplificamos pues tenemos tanta información sobre en qué consiste una dieta saludable que, o se hace el esfuerzo, o no se hace pero se toma de postre sentimiento de culpa.

Tenemos otra batalla que tampoco tenían nuestras madres.
La batalla de la pantalla.
Los móviles cada vez más tempranos, el whatsapp, los grupos del whatsapp, el postureo del instagram. La charla del cole sobre los peligros de las nuevas tecnologías. El miedo que se te mete en el cuerpo, que te hace sospechar, que te hace vigilar, que hay que estar.

Hay que estar. 

Hay que controlar el tiempo de pantalla. Hay que limitarlo. Hay que vigilarlo. Es ésta una tarea ardua, aburrida, pesada. Cualquier madre que no deja a su adolescente meterse en la cama con el móvil, puede confesártelo. Sobre todo, se trata de aguas que nadie ha nadado nunca antes. Estamos improvisando. Adivinando consecuencias. Ensayo y error pues nuestra infancia, nuestra adolescencia, fue necesariamente diferente.

La inversión de tiempo y energía, creo, es mayor en esta generación. Pero sobre todo lo es la inversión emocional. En aquellos tiempos, ¿existían las escuelas de padres? Lo dudo mucho. No creo que fuera algo que necesitaran aprender porque no creo que fuera tan complicado como lo es ahora, ni hubiera tanto en riesgo como ahora. No creo que existieran manuales ni cursos ni programas de “educación con respeto” o “disciplina positiva”. No creo que existiera tanta preocupación. Tanto modelo de madre. Tanta teoría sobre la maternidad. 



Ahora hay un mercado entero destinado a llenar el hueco, un hueco que ha sido escarbado por nuestra propia ansiedad. 

Por la ansiedad de ser buenas madres para unos hijos con una realidad muy distinta a la nuestra de entonces. Una realidad que engloba realidades nuevas, desconocidas, para las que ninguna estábamos preparadas, como la realidad de una madre que ha de multiplicarse y dividirse entre la familia y la carrera, operaciones matemáticas que no se les ha planteado tradicionalmente a los padres, o la realidad de unos hijos que viven con el reflejo de las pantallas en sus ojos.

Mi pregunta es: 
¿Por qué necesitamos ser buenas madres? 
¿Quién ha publicado este nuevo modelo de madre-perfecta en el momento justo en el que decidimos incorporarnos al mercado laboral?
UNA no entiende pero no creo que sea casualidad que se aproveche el hecho de que vamos sobrepasadas para que la culpa y la ansiedad en la maternidad abran un nuevo mercado.
Me pregunto si nuestras madres y nuestras suegras se planteaban lo buenas madres que eran. O hacían lo que podían, lo que buenamente sabían, medianamente bien: Sabían vivir "a media mierda", como oí decir en una ocasión.


La inversión de tiempo, energía y el vuelco emocional que destilamos en las nuevas relaciones que se establecen en casa han acortado necesariamente las distancias y, donde antes había el respeto de una autoridad sin colegueo, ahora hay una relación mucho más cercana, mucho más enriquecedora para ambas partes, mucho más responsable, mucho más consciente. Pero, por todo ello, mucho más conflictiva. Los hijos se permiten lujos con nosotros que nosotros no nos permitíamos con nuestros padres pues tampoco jugábamos con nuestros padres como jugamos con nuestros hijos, tampoco hablábamos con nuestros padres como hablamos con nuestros hijos, tampoco pasábamos con ellos tanto tiempo ni energía ni emociones como se pasan ahora. Esto no deja de ser un arma de doble filo.

Nos hemos complicado la vida un rato. Y la mayor parte del rato esto está bien. La mayor parte del rato es lo que queríamos, ha sido una elección consciente. Pero a veces UNA un poquito harta sí que está. De la presión por ser una buena madre y una buena-todo (una buena hija, una buena esposa Y una buena profesional). De la responsabilidad. Del hay que estar.

A veces un martes cualquiera a UNA le apetecería no estar. Y en realidad UNA puede hacerlo, pero a UNA le gustaría hacerlo sin la sensación de estar haciendo algo mal.

¿Tú me entiendes?

Abrir Facebook y que no me aparezca un post sobre las consecuencias fatales que mi despreocupación, descuido o desgana del martes cualquiera, en el que he fallado como madre-perfecta, van a tener sobre la autoestima de mis tres monstruos.

Perdón. 

De mis tres reyes.