No son apenas las diez de la mañana. Empieza el ritual. Va dando pasitos a este lado de la cama y estira la sábana blanca y planchada como a ella le gusta. Luego recorre la distancia que, a su ritmo, se hace larga hasta el otro lado de la cama para estirarla allí también, lo que parece volver a arrugar el primer lado. Ella mira sorprendida esta nueva arruga desde la distancia y decide volver, hacer de nuevo ese recorrido por el borde de la cama para pintar sus uñas contra la sábana y acariciarla en su afán por que quede impoluta.
Y así se pasa un buen rato, entre idas y venidas, con el cachorro enredándosele entre las piernas y ella protestando: —Quita, quita.
UNA la mira sentada desde la silla. Cualquiera pensaría, "¿cómo la dejas que lo haga ella con lo que le cuesta?" Ese cuarto de hora diario que ella dedica a hacer la cama a UNA no le llevaría un minuto. Pero me echo para atrás en la silla y la dejo hacer. Pienso que ya ha perdido la dignidad en bastantes frentes como para robarle uno más, porque así es como se siente esta vejez desde fuera, como una ladrona de la dignidad. Ese cuerpo endeble y tembloroso que se deja duchar sin oponer ya resistencias, al que hay que pegarle los dientes por la mañana y las compresas por la noche, quiere seguir haciendo la cama, como si fuera el último baluarte que le quedara después de que una conquista le robara todo el territorio. UNA la deja defender su baluarte. Nunca me ha pedido ayuda para hacer la cama, nunca se la ofreceré.
Un rato después le toca el turno a la colcha. Camina para un lado, estira. Camina para el otro, vuelve a estirar. UNA la observa. "¡Cuánto mimo se puede poner en una sola tarea!", pienso. Mi madre hace la cama como si eso fuera lo único que tuviera que hacer en todo el día. De hecho, puede que lo sea.
Calculo el número de veces que habrá hecho la cama en sus 91 años. Me pierdo entre los números.
Detengo mi mirada unos segundos en esa almohada de la izquierda en la que hace ya casi 16 años que no duerme nadie. ¡16 años! La cifra me da vértigo, y el hecho de que ella haya seguido siempre durmiendo en su ladito de la derecha, de que no se haya ido nunca al centro a regodearse en el espacio, me reconforta de una manera extraña.
Pienso en que mi madre habría desaprobado si supiera que en mi casa nadie, salvo UNA, hace la cama; que mis tres grandes se acuestan la gran mayoría de los días en una cama sin hacer, y que UNA hace años que dejó de librar esa batalla. Si se lo cuento a esta mujer, que en su día nunca me habría dejado salir de casa con la cama sin hacer, ahora diría: —Bueeeeno... pues ha perdido esa necesidad imperiosa que tuvo de emitir un juicio sobre todas las cosas. Quizás de ahí viene la expresión perder el juicio.
Mientras mi mente se desliza por estos vericuetos, mi madre se ha distraído y mira la mañana recién estrenada por la ventana. El cachorro espera paciente a sus pies. Un ruido afuera la devuelve a la habitación. Me mira con ese desconcierto que habita ahora en sus ojos: —¿Qué tengo que hacer? —pregunta.
—La cama, mamá. Estabas haciendo la cama.
Un rayo de sol ha entrado a través de la cortina y, al posarse sobre la cama, pareciera una nueva arruga. Ella la plancha con la mano. El cachorro piensa que está jugando y se pone a dos pies sobre la cama, creando más dobleces en la ropa. —Quita, ¡quita! —protesta ella. ¿Cómo osa este salvaje estropearle su ópera matutina?

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