Cuando hablo con una mamá más joven- casi todas lo son estos días-, no estoy hablando desde una vieja de cincuenta-y-cuatro a una de treinta-y-tantos. Soy ella. Ella es UNA. Sé exactamente lo que está sintiendo, lo que está pensando, porque me transporto a cuando UNA era como ella, porque esa UNA está todavía dentro de mí.
No sé explicarlo bien porque no se trata de un concepto, sino de una sensación efímera y sutil, pero en ese trasvase del que hablo es como si el tiempo se difuminase y todas mis versiones- UNA antes de ser madre, UNA madre joven y agobiada, UNA madre de adolescentes- se mezclasen en una espiral presente.
Cuando hablo con una mamá más joven, puedo ponerme a su altura, como cuando los niños eran pequeños y te agachabas para hablar con ellos frente a frente y no desde la autoridad de la altura. Pues eso. Puedo mirarte frente a frente, madre joven y agobiada, porque la madre joven y agobiada que UNA fue convive en mí. La madre joven y agobiada que UNA fue todavía ES.
Como la niña que UNA fue todavía ES y aflora cuando me fijo profundamente en los ojos y las maneras de otra niña. Como todavía ES la adolescente que UNA fue si la dejo aflorar cuando interacciono con otros adolescentes, probablemente no los que tengo en casa.
Entonces pienso que el tiempo es un concepto que no existe y que nos hemos inventado para dar explicación a las arrugas. Porque UNA sigue siendo dentro todas las UNAs que ha sido a pesar de que se me esté cayendo la cara.
Pero está reflexión va más allá. No sólo nos hemos inventado el tiempo, nos hemos inventado a el-otro-que-no-eres-tú. Paso por la puerta del ALDI y veo a dos adolescentes dándose arrumacos, visiblemente enamorados. Siento algo, me lo dice el cuerpo. La mente viene a contarme que lo que siento es nostalgia y un poquito de envidia de la juventud, de la exaltación de ese primer amor. Calla, le digo a la mente, déjame sentir. ¿Y sabes lo que siento? UNA es capaz de sentir lo que está sintiendo ella: ese calor dorado en el pecho, ese pudor descarado en las mejillas, ese deseo imantado en el ombligo, ese hormigueo subiendo en hilera por las piernas.
Y esos celos de tu primera juventud que me cuenta mi mente se transforman en una suerte de identificación contigo, donde puedo volver a experimentar lo que tú sientes, ese lugar privilegiado donde UNA ya estuvo.
Esto va mucho más allá de la empatía o de la alta sensibilidad. Cuando llego aquí, pienso: No hay otro. Sólo hay UNA, sólo hay UNO. Todos somos todos. Hay que atravesar montañas de prejuicios, de críticas mentales; valles de educación, cultura y sociedad; pero allí, al otro lado de la expedición del constructo mental, estás tú también. Y el-otro-que-no-eres-tú al final no es sino el-otro-que-sí-eres-tú; no eres sino tú. En una espiral sin tiempo. Tan sólo si nos dejáramos sentir.
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Yo soy tú queriendo haber podido escribir esta descripción: “ese calor dorado en el pecho, ese pudor descarado en las mejillas, ese deseo imantado en el ombligo, ese hormigueo subiendo en hilera por las piernas”. Grande y honda.
ResponderEliminar💜 Tú siempre has sido un poco yo y yo siempre he sido un poco tú. En nuestro caso es casi más obvio…
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