domingo, 26 de octubre de 2025

Perdonar

Perdonar: Ahora lo llaman "reparar", pero es un mero reajuste de letras. Un arte muy sutil y nada fácil.

Primero hay que saber pedir perdón. Una disculpa, si es honesta, sitúa al otro en una situación de poder, lo coloca inmediatamente por encima tuya, en un rol de cierta superioridad, en un tú-decides. The ball is in your court. 

Recuerdo la mañana del día que me casé. Mi padre se cabreó como solía hacer cuando estaba estresado o cuando quería que todo saliera perfecto, y mi madre me instó a pedirle perdón. ¿¡Perdón por qué si no he hecho nada!? Ahora lo veo claro. Pedirle perdón le devolvía su estatus de control. UNA le pidió perdón por restaurar la paz doméstica en un día tan importante para UNA, pero fíjate que el hecho de que lo cuente en esta entrada ya te da una idea de la frustración y el rencor que generó aquel gesto de autoridad en UNA. 

Perdón-perdón-perdón sin reparar siquiera en el agravio, como un mero trámite hacia la normalidad, también carece de mérito alguno.

Una disculpa ha de ser honesta, insisto. Esa condición de sinceridad fundamental en la disculpa no admite peros. El pero le priva de valor a la disculpa. Un lo-siento-mucho-pero-es-que-tú-también... inmediatamente anula el lo-siento-mucho.

Recuerdo que hubo un antes y un después en mi maternidad el día que decidí por primera vez pedir perdón a Paulhijo1. Hasta entonces, UNA siempre había creído que una madre nunca recula, que una madre no pide perdón. Todavía conozco gente que piensa así. Este mismo verano una madre me ha dicho que pedir perdón te roba autoridad. No lo sé. Tampoco sé hasta qué punto la autoridad y la maternidad han de ir de la mano. Mira el recuerdo que te he contado arriba, y UNA tenía ya treinta y tantos. 

Lo que sé es que no pedir perdón, cuando sabes claramente que la has pifiado, te roba el sosiego. Eso le pasó a UNA aquella vez que me cambió el chip y por primera vez bajé la cabeza, la puse a la altura de la cabeza de mi hijo y le dije: -Lo siento. Me costó mucho retener los peros, las excusas, las justificaciones. Un lo-siento de veras es un lo-siento sin apellidos, sin aposiciones, sin ornamentación barata. Viene desnudo, vulnerable. -Lo siento. Te mira a los ojos desde unos ojos húmedos. 

También hay que saber perdonar. Cuando das el paso y te atreves y pides perdón, te enfrentas a dos tipos de personas. Está la que te dice: - No pasa nada, dame un abrazo. Ese abrazo sella un propósito: dejar ir la afrenta, fuera cual fuera. 

Me contaron una historia preciosa de un caso de infidelidad. Ella volvió después de haberse ido con otro, y él decidió perdonarla y nunca más, ni en la peor de sus peleas maritales, le hizo ningún reproche al respecto. Si pedir perdón es valiente, perdonar es de una generosidad infinita. Requiere de un componente salvaje de compasión y de empatía.

Luego hay otro tipo de personas que no sabe perdonar. Aquellas que aprovechan tu fragilidad para echarte la perorata y hacerte sentir mal contigo misma reviviendo el conflicto. Se te castiga en parte la iniciativa de haber pedido perdón. Mientras escuchas el porque-tú, porque-tú, porque-tú, tú estás replanteándote en qué momento se te ocurrió la brillante idea de pedirle perdón a este individuo que ahora te cae gordo. ¿¡Qué necesidad hay de castigar con un discurso al pobre infeliz que ha pedido perdón!? Ya tiene bastante castigo con la memoria, la propia y la ajena, del pecado cometido y con el hecho de que el pasado no permite vuelta atrás.

UNA fue también un poco así en la edad primitiva de la maternidad. Les soltaba a los niños algo que debí haber visto en algún meme: que si coges un plato y lo estampas contra el suelo y luego le pides perdón, el plato ya está roto. El puto plato me ha estallado en la cara unas cuantas veces después. Cuando UNA más adelante, después del cambio de mentalidad que os he contado arriba, le pedía perdón a los niños, no fueron pocas las veces en que ellos me replicaban: -Mamá, es que el plato ya está roto.

Recientemente, por circunstancias de la vida, me he rodeado de gente que perdona; de gente que ha perdonado a gente que la ha afrentado, incluso cuando esta gente nunca pidió perdón; incluso cuando esta gente ya no está. Un padre que abusó de su hija y ya no está y ha sido perdonado; una madre que no amó a su hijo y ya no está y ha sido perdonada. Me fijo en esta gente que es capaz de perdonar lo imperdonable, la miro y me digo a mí misma: -Mira cómo brillan; mira qué ligeros caminan... Perdonar es dejar ir, dejar marchar. Aunque pareciera que aligera al que se marcha, al que se va, lo cierto es que el que perdona es el que se quita la carga de encima:

Así, perdonar, siendo un acto de amor, se convierte en un acto de amor propio. 

Hablando de amor propio. El perdón más difícil, ése que a veces se encalla, es el perdón a UNA misma. UNA anda estos días, inspirada por esta gente que la rodea, transformando la culpa que ha pintado este blog desde sus inicios en perdón. Perdón del bueno, del honesto, del que abraza. Y UNA empieza a sentir esa ligereza que se siente al dejar ir esas versiones antiguas de UNA misma que hicieron lo que pudieron.



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1 comentario:

  1. Muy buena reflexión, como siempre. Perdonar y pedir disculpas son palabras que deberíamos grabarnos a fuego, nunca deberíamos decirlas sin aceptar todas sus consecuencias. No podemos pedir disculpas sin sentirlo, ni perdonar para hacer reproches a los dos días.

    Yo, hace años, pedía perdón de manera preventiva para "evitar conflictos", grave error, sólo hay que hacerlo cuando de verdad sabes que te has equivocado, de lo contrario te pasas la vida pidiendo perdón.

    Saludos

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